En el cementerio parisino de Thiais, hay una tumba con una frase en francés que revela al paseante curioso la identidad de su inquilino: “Escritor austriaco muerto en París”. Poco más la distingue. Es sobria, fría, granítica. En uno de sus extremos, unas pocas flores crecen en un macetero rectangular. Allí descansa Joseph Roth, uno de los mejores escritores que dio el siglo XX. Vivió 44 años (aunque las escasas fotografías que nos han llegado de él nos muestran a un hombre con una apariencia más senil) y murió alcoholizado, envuelto en las alucinaciones del delírium trémens y en medio de la desazón más absoluta.
Tengo una especial simpatía por este librito. Nunca tan pocas páginas me han sugerido y evocado tantas imágenes y recuerdos. En mi breve pero intensa etapa como camarero en un bar de barrio (habría quien lo calificaría simplemente de tugurio de mala muerte), humilde y trabajador, más canalla que elegante, tuve la oportunidad de comprobar el efecto que la bebida produce en las personas y de cómo mueve sus vidas. A veces cierro los ojos y revivo, involuntariamente, algunas situaciones, recuperando a algunos de sus protagonistas. La evocación es algo extraño. Podemos hallarnos en el lugar menos propicio para que se dé y sin embargo, de repente, aparece de la nada, casi del olvido. Recuerdo con especial sobrecogimiento (qué habrá sido de ella) a aquella anciana que apenas era un retaco subido a un taburete frente a la barra y que, sorbo va sorbo viene a su copita de licor, nada más cobrar su paga de pensionista a principios de cada mes, acababa sin un céntimo en el bolsillo tras dejarlo todo en la máquina tragaperras. O aquel personaje, con un parecido asombroso a un caballo percherón, que cada día se sentaba solo delante de un plato de huevos fritos y salchichas y una botella de vino peleón y que, entre bocado y bocado, se palpaba el bolsillo interior de su raída chaqueta para comprobar que la cartera seguía ahí. O el caballero que, algunas tardes, dejaba atado a una farola a su pequeño perro y aseguraba, cerveza en mano, que hoy las mascotas viven mejor que las personas por allá en su lejana juventud cuando la gente tenía que buscar un mendrugo de pan entre la basura para poder echárselo a la boca, y todos creíamos que exageraba, que en este país nunca ha habido tanta miseria, y que nunca nos tocaría vivir tan malos tiempos… Pero no me quiero extender más en mi rememoración de tantos y tantos otros. Sólo deseaba puntualizar que allí vislumbré parte de esas vidas perdidas que, con otros figurantes, se asoman a las páginas de esta historia.
Cuando hablamos de la vida de Joseph Roth, siempre debemos mantener cierta reserva sobre la veracidad de algunos de sus datos biográficos. Nació en 1894 en la población de Brody, perteneciente a la región de Galitzia, por aquel entonces dentro del desaparecido Imperio Austrohúngaro. De familia judía, su padre los abandonó antes de nacer. Su infancia y adolescencia están sumidas en una bruma de reinvención y reinterpretación por parte del autor, por lo que nada claro podemos sacar de aquel tiempo, por otra parte tan importante para la formación de un escritor. Acabó sus estudios de Literatura y filosofía en Viena sobre el año 1916. Más adelante se enrola en el ejército austríaco para combatir en la Primera Guerra Mundial (aquí también Joseph Roth introduce datos contradictorios en su particular historia vital). La caída del Imperio Austrohúngaro marcará una de sus temáticas más recurrentes: la pérdida de la patria y su conversión en un paria errante. Tras la guerra, se ganará principalmente la vida como periodista, colaborando para diversos diarios. De 1923 a 1932, trabaja como corresponsal para el Frankfurter Zeitung, hecho que le permite visitar varias capitales europeas. Entre los lugares en los que se establece por más tiempo se cuentan Viena, Berlín (de la que huyó a causa del incipiente nazismo), Ámsterdam y París (su última morada). En 1932 publica La marcha Radetzky, tal vez su obra más conocida y la que le proporcionó una merecida fama como novelista en una época en que las penurias económicas y la depresión (entre las muchas desgracias que no dejaron de azotarle durante toda su vida, se sumaba la esquizofrenia que su mujer sufría) y que nunca le abandonaron hasta su prematuro fallecimiento.
El relato titulado La leyenda del Santo Bebedor lo escribe en 1939, poco antes de su muerte. Tanto por el tema que trata como por su lucidez sobre la perdición a la que nos arrastra irreparablemente la ebriedad, tiene un marcado componente de premonición y una carga de sobrecogedora sinceridad. La historia se constituye como un testamento literario en toda regla. Y más cuando sentencia con su última frase: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. Días después de escribir estas palabras, Joseph Roth abandonaba este mundo, el gran literato y el irremediable borracho. El novelista y crítico Hermann Kesten, amigo de Roth, lo visitó en París pocas semanas antes de su trágico final. Lo encuentra a las once de la noche en un café, sentado junto a los personajes más estrafalarios que nos podamos imaginar. En su mesa, como testigos mudos de un delito, se extienden varios portavasos que daban fe de sus numerosas consumiciones de absenta. Cuando los acompañantes los dejan solos, Roth le confía que ha acabado un relato y, tras darle algunas especificaciones técnicas, le pregunta mientras bebe lentamente y le observa con aquella mirada disuelta en alcohol y en tristeza: “¿No es divertido?”. Pasada la una de la madrugada – los últimos parroquianos – se levantan y abandonan el local. “El cuerpo estaba algo encorvado, un poco vacilante, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, y los ojos azules cansados y nublados, el bigotito rubio y las hermosas manos, la voz ya ronca y tan cordial”. Quedan en llamarse pero, claro está, nunca más vuelven a verse.
El protagonista de La leyenda del Santo Bebedor se llama Andreas Kartak, un antiguo minero polaco caído en desgracia y convertido en un vagabundo o, mejor dicho, por emplear un término tan frecuente desgraciadamente hoy en día, un sin techo. La acción arranca en la primavera de 1934, bajo uno de los puentes que cruzan el Sena en París. Un caballero va al encuentro de Andreas, ofreciéndole la cantidad de 200 francos para que pueda salir de la indigencia y retomar una vida digna. Le pone como única condición que deberá devolver cuando pueda la misma cantidad al sacerdote de la iglesia de Sainte Marie des Batignolles, donde en una de sus capillas descansa santa Teresa de Lisieux, por la que este individuo acaba de convertirse al cristianismo. Andreas acaba aceptando el dinero y promete retornarlo cuanto antes a la santa. Sin embargo, lo que en un principio parece una bendición acaba deviniendo una condena. Como todo buen borracho que es, todo su capital acabará derrochándolo en las cafeterías y en los bistrós. Además, a su adicción al alcohol se suman inesperados rencuentros con antiguas amantes y viejos conocidos que le sacarán hasta el último franco. Aun así, de principio a fin asistimos a una historia repleta de supuestos milagros mediante los que recupera una y otra vez el dinero, manteniendo hasta el final la esperanza de poder devolvérselo a santa Teresita y cuyos intentos por redimirse siempre acaban, inexorablemente, truncándose.
Con esta pequeña joya Joseph Roth se despide de todos nosotros, ávidos lectores, y nos deja con la incertidumbre de todo lo que aún podría haber escrito y con esa sed, aunque de otra índole, que consumía a su santo bebedor. Deberemos conformarnos con el legado que nos dejó, que no es poco. La calidad de su prosa planea sobre todos sus textos, al igual que la sutil delicadeza con la que engarza cada una de sus frases. Aprendamos de su alegría por las cosas livianas de la vida y no del peso del dolor que quiso enterrar bajo la embriaguez.