viernes, 5 de diciembre de 2008

Charles Dickens, Almacén de antigüedades


Siempre he sentido preferencia por aquellos autores que además de ser grandes escritores también son excelentes narradores. Porque no hay que confundir en literatura ambos términos. A decir verdad, hay infinidad de aceptables escritores que son pésimos narradores. El arte de narrar va un poco más allá de tener un amplio vocabulario y trazar frases sintácticamente correctas. La narración tiene como una de sus principales funciones la de hechizar, siendo ésta hermana gemela de la prestidigitación. Los magos en ambos casos (el del escenario y el del papel) sólo consiguen el aplauso si por unos instantes logran que todo aquello que pasa ante los ojos o la imaginación del público toma vida propia, se hace creíble y lo maravilla.

Para todos aquellos que amamos la narración, leer a Dickens siempre es un regalo. Yo, personalmente y ante todo, me considero lector. Sin embargo, cuando nos sumergimos en las páginas de cualquiera de sus historias, además de saciar nuestro apetito de lectores sobradamente, hace que crezca dentro de nosotros un ansia por narrar episodios que conmuevan tanto como aquellos que aún, pasadas las horas, nos hacen temblar. Charles Dickens es el gran cobijo para todo buen lector y la gran meta para cualquier aspirante a narrador.

En estas líneas sólo quisiera destacar la gran maestría de Dickens para esbozar personajes y cargarlos de vida y la manera tan prodigiosa en que consigue que unos se relacionen con otros. Aunque se le han atribuido imperfecciones como escritor (algo que también sucedió y sigue sucediendo con Dostoievski), la historia siempre coloca a cada uno en su lugar… Y en la historia de la Literatura no iba a ser menos. Hoy en día, un siglo y medio después de su presentación por entregas (modo habitual de publicación de Dickens, de ahí sus más que comprensibles “faltas” literarias) todos recordamos y volvemos una y otra vez a obras como Los papeles póstumos del Club Pickwick, Oliver Twist, David Copperfield, Tiempos difíciles, Grandes esperanzas, Historia de dos ciudades o, la que aquí presento y que me ha ocupado en plenitud el mes de diciembre (lectura lenta, pausada, saboreando y recreándome en cada uno de sus párrafos), Almacén de antigüedades, entre otras muchas. Todos sus personajes permanecen en nuestro imaginario como si se tratasen de viejos amigos a los que volvemos a ver y disfrutar de su compañía después de mucho tiempo.

Charles John Huffam Dickens nació en 1812, Portsmouth, Inglaterra. Murió en su personal y reinventado Londres en 1870. De su vida destacaría un episodio que lo marcaría para siempre como hombre y como escritor. Dickens nunca olvidaría, a pesar de la infancia feliz que muchos le endosan, cuando de pequeño tuvo que trabajar para sustento de su familia en una fábrica de betún. Por ese motivo no sorprende encontrar entre las páginas de Almacén de antigüedades el siguiente comentario del narrador de la obra: “Me da pena ver a los niños ocupando un lugar como personas mayores”.

Breve comentario, pero sincero y eternamente agradecido. De Dickens ya se ha dicho demasiado y muy bien.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Bohumil Hrabal, Trenes rigurosamente vigilados

Trenes rigurosamente vigilados es, tal vez, la obra más atípica de Bohumil Hrabal dentro de su narrativa, quizá debido al tratarse de la menos experimental o tal vez al no estar impregnada de principio a fin de su tan característico pesimismo. Lo que sí la asemeja al resto de sus novelas es el trazado tan personal con el que esboza a sus personajes y tan evidente en el protagonista de esta breve pieza.

Bohumil Hrabal nació en Brno en 1914, considerada la segunda ciudad más importante de la República Checa. Para entender la obra y la vida del autor no podemos obviar el periodo que le tocó vivir. Su nacimiento coincide con el estallido de la Primera Guerra Mundial y su formación académica con el transcurso de la Segunda. Por ello, su formación personal atiende y se nutre de este periodo bélico en el que su país siempre desempeñó un papel crucial durante ambas trifulcas. No obstante, y como muy bien señala su traductora al español Monika Zgustová, Hrabal desecha cualquier recuerdo pesimista de este periodo de opresión, no guarda rencores para con los ocupantes; muy al contrario, agradece este lapso de tiempo en el que las instituciones públicas permanecen adormecidas, entre ellas la universidad de Praga donde estudiaba Derecho, como una vía de escape, una concesión de libertad frente a la rigidez y la dedicación académica. Durante estos años en los que Alemania convierte la región en uno más de sus protectorados, Bohumil Hrabal trabajará en una estación de trenes.

Y es así cómo arranca esta novela y el desinterés que adopta el joven protagonista ante todo lo que le rodea. La ocupación está llegando a su fin y lo único que parece importarle al personaje es su uniforme tan lustroso de ferroviario y sus aspiraciones de llegar a ser factor. Y si miramos un poco más allá, analizando el fresco de personajes que aparecen y desaparecen en las vicisitudes del joven, no podemos más que pensar en dos grandes figuras de la literatura checa de la primera mitad del XX (esto también lo apuntaba muy bien Zgustová): Franz Kafka y Jaroslav Hašek. Toma la esencia de ambos y, amasándola a su gusto, da un paso más allá. Mediante la pericia de su prosa y su propia experiencia vital, hace que las obras de estos dos gigantes confluyan en la suya propia. De Kafka encontramos los laberínticos tejemanejes burocráticos, las puertas de nuestros superiores que se van sucediendo una tras otra sin ver un fin (¿hay una puerta final?, ¿un jefe supremo?), el sinsentido de muchas decisiones que vienen de estamentos invisibles y que determinan inexorablemente nuestro destino y nuestro fin. Por otra parte, de Hašek, y particularmente de su gran obra El buen soldado Švejk, descubrimos la burla y la mofa hacia cualquier cosa trascendente, imperan las aptitudes bienintencionadas y la ebriedad que adormece la razón, todo ello dirigido a las mismas instituciones que nos atemorizan en los relatos kafkianos. En resumidas cuentas, Hrabal esboza temas en apariencia trágicos desde la comicidad que siempre lleva consigo la condición humana.

Otro aspecto determinante en la obra de Bohumil Hrabal, aquello que la hace única y original, es que vivió y escribió desde la humildad. Siempre quiso estar rodeado de los personajes que gustosamente cedían sus anécdotas para que el escritor las incluyese en sus novelas. Y su humildad era necesaria para que funcionase el tú a tú imprescindible en su estilo, en el cual el autor no se puede poner por encima de sus criaturas y retratarlas desde la distancia. Es necesario implicarse, palpar las miserias y las alegrías, arremangarse las mangas y ponerse manos a la obra, aunque no se resulte siempre agradecido tal esfuerzo.

Se ha especulado mucho acerca de su muerte. Cada uno que saque sus propias conclusiones. La mañana del 3 de febrero de 1997 se cayó del quinto piso del hospital en el que se encontraba. Se había puesto sus mejores galas (los pantalones tejanos que tanto le gustaban) y daba de comer a unas palomas en el alféizar de su ventana.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Juan Marsé, Rabos de lagartija

Era un deber personal hablar algún día sobre la obra y la figura de Juan Marsé. Son muchos años los que llevo bajo su tutela, un aprendizaje a través de su narrativa que me ha hecho disfrutar de la lectura de sus novelas como aprender técnicas básicas en el difícil y tan a menudo ingrato oficio de la escritura. Porque como muy bien decía Manuel Rivas: un ingeniero sigue siendo ingeniero aunque en su vida ingenie nada, pero un escritor deja de serlo si no escribe. Y podemos, incluso, ir un poco más allá, como dictaminó Truman Capote: “Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz.” La elaboración de una pieza de ficción requiere esfuerzo, tesón y talento, y entretanto no está de más mirar de reojo a los grandes para tomarles prestadas algunas de sus mejores bazas. Y confieso que entre los muchos escritores a los que profeso respeto y atención el que encabeza la lista, con una considerable ventaja sobre el resto, no es otro que Juan Marsé.

Soy consciente que si el propio Marsé leyera estas líneas y comprobara con una de sus características muecas de escepticismo que un tipo como yo le está endosando el sambenito de maestro en estas lides literarias, se echaría inmediatamente las manos a la cabeza. Vayan por delante mis disculpas. Su sonrojo ajeno es mi sonrojo íntimo. Pero he de confesar que con ningún otro artículo disfrutaré tanto como con éste. Producido el primer atisbo de bermellón en nuestras mejillas ya no me importa que éste vaya aumentando en tonalidades y calenturas.

Comenzaría destacando que Rabos de lagartija es una novela de aparecidos y ausentes, narrada por alguien que todavía no ha nacido. A su protagonista, David Bartra, nos lo presenta su propio hermano nonato (en un futuro de nombre Víctor), es decir, el narrador en el momento de la acción se encuentra dentro de la madre de ambos, Rosa, o como suelen llamarla, la pelirroja. Este punto de vista técnico resulta muy eficaz a la hora de representar toda la memoria colectiva de una época (Barcelona en los años cuarenta), ya que confluyen memorias y recuerdos y suposiciones de los que sobrevivieron a una confabulación de militares y asesinos. En esta recopilación de memorias todo es válido y auténtico, aunque lo que éstas dicen jamás haya pasado exactamente igual en la realidad. Son muchos los recuerdos que van apareciendo página tras página, vivencias verdaderas o inventadas, o una mezcla de ambas en la mayoría de los casos, como la figura de David empuñando un cortaplumas mientras desciende el torrente, por donde escapó en su día miserablemente su propio padre, a la caza de una lagartija a la que cortará su rabo y unirá con el resto que lleva en el bolsillo.

Y como en un torrente, como si se enarbolara en metáfora la imagen que se abre tras la puerta trasera de la casa en la que la familia Bartra malvive realquilada, propiedad del doctor P.J. Rosón-Ansio (uno de los innumerables “ausentes” que produjo la guerra), desfilan ante los ojos del lector personajes como los ya mencionados, el amigo de David, Paulino, el inspector Galván, colado por la pelirroja, sin olvidarnos de Chispa, un perro que dejan al cuidado de David (su dueño es otro “ausente”) y al que sólo una de sus cuatro patas mantiene en este mundo. Precisamente la suerte de Chispa marcará el rumbo de la trama de la novela, si se me permite semejante ñoñez.

Mención aparte merecen los aparecidos, de gran importancia en la obra. Entre ellos figuran el padre de David, que escapó de las fuerzas del orden, torrente abajo, con el culo ensangrentado y una botella de coñac en la mano, el hermano mayor, fallecido durante un bombardeo en plena ciudad, y el piloto de la RAF, que aparece en una portada de la revista Adler junto a su avión abatido con los brazos en jarra, mientras dos soldados alemanes le apuntan con sus metralletas. Con todos ellos David irá estableciendo encuentros y diálogos tan reales como con aquéllos que aún se cuentan entre los vivos y presentes.

En cierta manera y por edad, el personaje de David se asemeja al de Néstor, co-protagonista junto con su tío, Jan Julivert Mon, de Un día volveré (sin duda es la novela que yo me llevaría a una isla desierta). Ambos hacen gala de una insolencia y de una chulería innata ante aquellos que representan la autoridad represiva del momento. Llevado más allá de la adolescencia, ese desparpajo chulesco acaba plasmándose en la figura del Pijoaparte, que hace su aparición en Últimas tardes con Teresa, una obra muy anterior a las anteriores. Y, sin embargo, estos tres personajes nada tienen que ver con la candidez que transpira el Daniel de El embrujo de Shanghai, que sí que guarda en cambio muchos puntos en común con Rabos de lagartija a través de la maraña de elucubraciones sobre el paradero del padre ausente o fugitivo.

Estos apuntes me hacen recordar un par de digresiones que no quiero dejar pasar. Vamos con la primera... La mayoría de personas que vivimos en este país y procedemos del bando de los derrotados, siempre hemos tenido la necesidad de saber qué fue lo que realmente sucedió como para que un fantoche como el generalísimo estuviese casi 40 años dirigiéndonos con sus manos ensangrentadas e instaurando una institución tan tenebrosa como el franquismo. Siempre me acordaré de las visitas a mi abuelo paterno, cuando ya tenía una edad para plantearme ciertas dudas y exponérselas con el arrojo necesario. Durante la guerra preparaba los aviones de combate. Dejaba montadas las ametralladoras entre otros detalles determinantes para el piloto. Cuando entraron los nacionales e iniciaron su particular purga en el campo de aviación (reunir a todos aquellos que destacasen allí por algún motivo y ya suponemos lo que seguía a continuación), mi abuelo se hizo con una escoba y alegó que él allí sólo se encargaba de limpiar aquel barrizal que entre unos y otros se empeñaban en dejar como unos zorros. De no ser así, hubiese acabado como el desafortunado grupo de rojos apresados, por lo que gracias a aquel embuste salvó su trasero y el del resto de generaciones, entre las que actualmente me cuento.

Y la segunda digresión... También recuerdo una temporada en que para sufragar mis estudios universitarios combiné éstos con un trabajo de camarero en un bar de barrio, al que si lo hubiesen visto muchos calificarían de bar de mala muerte. Todas las tardes me quedaba solo al otro lado de la barra atendiendo a un nutrido corrillo de peleles y desalmados. Normalmente los cotilleos se iniciaban una vez el parroquiano al que se le pretendían sacar los trapos sucios nos había dado la espalda y se había ido a tomar viento fresco. Esas voces en ocasiones hacían referencia a un hombre que por entonces rondaría los setenta, y aunque no recuerdo su nombre, sí su aspecto. “Ese había sido en sus tiempos un gris de cuidado, un secreta, uno de esos tipos que zurraban de lo lindo”. Ahora de gris no iba, pero tenía ese aspecto de caballo percherón que supongo se les queda a todos aquellos que disfrutaron del suculento cobijo del régimen. Allí sólo aparecía de tanto en tanto para llamar por el teléfono del bar, sin llegar a consumir nunca nada. Las únicas palabras que cruzábamos eran para que le cambiara en monedas algún billete grande que sacaba cuidadosamente de su cartera. Luego aferraba el auricular y, por lo que pude llegar a escuchar, comenzaba a realizar transacciones de artículos de poca monta con almacenes dedicados a la venta al por mayor. De matarife gris la vida lo había reconducido a un gris comercial para su sustento y supervivencia. Cosas de la vida… Y cosas de aquel régimen de marionetas rotas que ensalzaba el lema (que no se la creían ni ellos) de ¡Una, Grande y Libre!

viernes, 14 de noviembre de 2008

Czeslaw Milosz, Poemas


Lo mejor que tiene la lectura es el conocimiento expansivo que nos transmite. Quiero decir que uno lee a Dickens (y amamos sus novelas) y de refilón se entera de que era colaborador y amigo de un tal Wilkie Collins (del que también llegamos a amar sus novelas). La literatura no deja de ser un complejo sistema de vasos comunicantes. Un autor nos lleva a otro autor, una obra a otra obra, una época a otra época; el lector inquieto siempre anhela moverse entre lecturas inquietantes. Busca, se nutre y saca sus propias conclusiones.

Conocí la obra de Czeslaw Milosz, no porque en 1980 ganara el premio Nobel de Literatura, sino a raíz, muchos años después, de que cayera en mis manos un libro de poemas de Raymond Carver. Si la mayoría del público conoce a este último autor por los relatos que tanto han influenciado en las corrientes literarias actuales, también fue un notable poeta, aunque no tan publicitado en este campo como en el de la prosa. En este poemario al que hago referencia, citaba unos versos de Milosz que desde entonces se han convertido en mis preferidos (siempre los llevo en la cartera, anotados en una pequeña hoja que ya languidece del uso, ajada del trote propio de un medio de transporte tan fatigoso como éste). El poema se llama Dádiva, está fechado en 1971 y dice así:

Un día muy feliz.
La niebla se levantó pronto, trabajé en el jardín.
Los colibríes se demoraban entre las madreselvas.
No había cosa en la tierra que yo deseara poseer.
Sabía que no merecía la pena que envidiase a nadie.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
Pensar que una vez fui el mismo hombre no me molestaba.
En el cuerpo no sentía dolor.
Cuando me estiré, vi el mar azul y velas.


Esto me hace recordar un poema mío, titulado Poética, que llegó tiempo después, claramente influenciado por los versos de Milosz y de Carver (la tonalidad del primero, la temática del segundo y entre tanto mis propias conclusiones, como al principio mencionaba)…

Mientras bebíamos café en sofisticados vasos de papel cartón
sentados uno frente al otro en un concurrido fastfood,
dejaste caer la pregunta, como si no viniera al caso en aquellos momentos:
¿Dónde se encuentra para ti la poesía? Sé que preparaste el terreno
idóneo para que mi respuesta surgiera sincera, pues ya la conocías.
Antes de contestarte, te enseñé la mariposa que había estado moldeando
con las asas de mi vaso. Y tú pareciste darte por satisfecho.


Además de un excelente poeta, Czeslaw Milosz fue un sobresaliente narrador. Su novela El valle del Issa es una pieza deliciosa, tan evocadora y delicada, que sentimos la certeza de que esas imágenes surgen necesariamente de una mente poética. En ella se dan la mano vivos y muertos, habitantes y aparecidos, en una convivencia perfectamente creíble. Si a esto le sumamos que el protagonista del relato es un niño lituano (aquí se presentan más que posibles apuntes autobiográficos), el conjunto acaba tomando un cariz idóneo para que nos adentremos en un imaginario personal y local desde una de las perspectivas más recurrentes y, si se sabe tratar bien, más cautivadoras de la ficción: la narración a través del filtro de la infancia, un maravilloso calidoscopio hecho palabras.

Quien mejor ha resumido la figura y la obra de Czeslaw Milosz ha sido el poeta irlandés Seamus Heaney, también laureado con el Nobel en 1995: “Milosz será recordado como alguien que mantuvo con vida la idea de responsabilidad individual en una edad de relativismo. Su poesía reconoce la inestabilidad del sujeto y nos muestra una y otra vez la conciencia humana como un ámbito de discursos contendientes, mas no permite que esta concesión niegue el mandato inmemorial que nos conmina a la firmeza moral y de espíritu.”

Posdata: Czeslaw Milosz, escritor polaco, nació en Lituania en 1911 y murió en Cracovia en 2004. Como en el caso de otros grandes autores del XX, su longevidad vital y su pensamiento lúcido nos permiten vislumbrar entre las sombras el gran fresco que constituyó el siglo que dejamos escasamente atrás.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Michael Ondaatje, Las obras completas de Billy el Niño

Uno de mis escritores preferidos es, sin duda, Michael Ondaatje. Siempre me he sentido identificado con su maravillosa poética. El lirismo de su prosa subyuga mi imaginación de un modo sólo parecido a como han conseguido hacerlo las primeras obras de Alessandro Baricco y, en cierta manera, la trilogía de la frontera de Cormac McCarthy. Porque antes que narrador, Ondaatje es poeta. Su primera colección de poemas, titulada The Dainty Monsters, data de 1967 y hasta la fecha lleva más de diez publicadas. En español sólo hay una edición bilingüe de su poesía publicada por Hiperión (Escrito a mano) y que además corre el riesgo de quedar pronto descatalogada.

Las páginas de sus novelas bien podrían estar dentro de uno de sus poemarios. Si esto es algo apreciable en la mayoría (El blues de Buddy Bolden, Cosas de familia, En una piel de león, El paciente inglés, El fantasma de Anil o la reciente Divisadero), aún lo es más en su primeriza Las obras completas de Billy el Niño. Aunque esta obra apareció en 1970 no ha sido hasta 38 años después cuando ha aparecido traducida al español. Si algo nos caracteriza a los lectores de Michael Ondaatje es la paciencia con la que tenemos que ver publicadas sus obras y buscar en librerías de viejo aquéllas que en su día lo fueron pero no tuvieron la fortuna de llegar a una segunda edición, desapareciendo del mercado sin ningún tipo de remordimiento por parte de los editores.

Ondaatje utiliza la figura de Billy el Niño y el paisaje del Far West americano para elaborar esta obra totalmente inclasificable. En una reciente entrevista, el propio autor ya dejó muy claro su modo de trabajo: “Para escribir necesito un tiempo, un paisaje y un lugar”. Mezcla de prosa, poesía y fotografía, nos introduce en la persecución que emprende Pat Garrett de Billy el Niño y su banda. El primero, perseguidor incansable, psicópata reinsertado en el cargo de sheriff, acabará dando caza y muerte al legendario forajido. Y es a través de éste último por quien nos llega una serie de versos - en ocasiones sórdidos y desesperanzadores, a veces reflexivos e intimistas – que se encadenan perfectamente con el resto de piezas de la obra. Si bien al principio resulta aparentemente inconexa esta amalgama de estilos literarios, al final acabamos percibiendo una imagen completa, un fresco de voces en el que la imaginación del lector participa realizando la conexión oportuna.

Este tipo de estilo más adelante será un referente en su obra. En la narración las voces se dan paso unas a otras sin ningún orden concreto. Y un tiempo cede su puesto a otro tiempo. Y un lugar se transmuta en otro lugar tan lejano como extraordinariamente desconocido, inquietante y sugerente.

Michael Ondaatje nació en 1943 en Sri Lanka, la antigua Ceilán. Poco antes de cumplir veinte años se trasladó a Canadá, donde vive desde entonces y donde ejerció como profesor universitario. Sin embargo, es reiterativo en su obra una introspección a su tierra natal, allí donde transcurrieron sus primeros años, aquéllos tan decisivos en la vida de cualquier persona. Debemos tener presente que la infancia y la adolescencia de un autor son la fuente, el germen, de su futuro corpus literario. En los siguientes versos (y a modo de conclusión) se puede apreciar esa mirada atrás, esa nostalgia tan necesaria para todo el que quiera elaborar una obra sólida y evocadora…

La última palabra cingalesa que perdí
fue vatura.
La palabra que significa agua.
Agua de selva. El agua de un beso. Las lágrimas
que derramé por mi aya Rosalin al dejar
el primer hogar de mi vida.

viernes, 31 de octubre de 2008

Joseph Conrad, El corazón de las tinieblas


Cuentan, no sé si con buena o mala fe, que Joseph Conrad, a pesar de llevar décadas como súbdito británico, nunca perdió su acento polaco. Era un hombre de un carácter un tanto peculiar. Tanto podía permanecer rodeado de personas en el más absoluto silencio durante horas, como deleitar a ese mismo grupo con una narración a viva voz que nada tenía que envidiar a sus más afamados escritos. Lo que nadie discute es que la prosa que nos dejó es la más perfecta de cuántas se hayan impreso en lengua inglesa.

Otro aspecto que le endosan las malas lenguas (bueno, dejémoslas en traviesas, que son las mejores) es el descuido en lo cotidiano. Comentan que Jessie, la mujer con la que compartió siempre la vida, debía tener ojo avizor a cualquier descuido por parte de su marido y de los cigarrillos que constantemente lo acompañaban. En más de una ocasión hubo de salvarle in extremis de incinerarse en vida o, aún peor, de quemar la casa entera y a la familia al completo. Sin embargo, hay un detalle que siempre me ha gustado de él y que me ha producido una tierna afinidad personal: constantemente tenía detalles inesperados con su mujer y cuando acababa uno de sus libros era con la primera persona con quien lo celebraba. (Estoy harto de tantos casos misóginos y onanistas en las letras.)

Nuestro autor, cuyo verdadero nombre era Josef Konrad Korzeniowski, nació en 1857, en Ucrania. A su padre lo habían desterrado de Polonia por revolucionario, un ostracismo que alejó a la familia de la tierra natal. Joseph Conrad siempre fue un extranjero en todas partes. Fueron muchos los lugares del mundo que visitó, sin sentirse nunca natural de ningún país en particular. A lo largo de su vida (al menos en su primera parte, la más vigorosa de cualquier hombre) fue un verdadero aventurero, un auténtico lobo de mar, por lo que cuanto nos relata en sus narraciones rezuma veracidad párrafo tras párrafo.

El corazón de las tinieblas, la obra más célebre de Joseph Conrad, fue publicada íntegramente en 1902 (anteriormente, en 1899, había comenzado a salir por entregas). En 1889 el propio Conrad vivió una experiencia parecida a la que se narra en el extenso relato (llamémoslo así), al menos en lo que respecta a la aventura fluvial africana. Podría decirse que este libro sencillamente es la narración que el marinero Marlow les hace a los tripulantes del bergantín Nellie sobre una misión pasada a bordo de un vapor en busca de Kurtz. Todo el argumento podría reducirse a la travesía a través de un gran río sinuoso que lleva hasta el corazón de África, hasta Kurtz, un personaje enigmático, velador de muchas esencias de la vida, traficante de marfil, entre otras muchas cosas. “Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas”, podemos leer. Y más adelante: “Nosotros nos arrastrábamos hacia Kurtz”. Y aunque el relato pueda resumirse en pocas palabras, al mismo tiempo nunca tan pocas páginas han dicho tanto y tratado aspectos tan esenciales del alma humana. El relato en sí, en su totalidad, es un canto a la humanidad y a la inhumanidad, todo al mismo tiempo, al son de la misma música tocada por el hombre, capaz de lo mejor y de lo peor.

No me gustaría obviar el sentido del humor que manifiesta el propio Conrad en algún pasaje dentro de una obra a priori tan tremenda, misteriosa y oscura. Es el momento en que Marlow les hace el siguiente comentario a sus compañeros de travesía: “¡Excelentes tipos aquellos caníbales! Eran hombres con los que se podía trabajar, y aún hoy les estoy agradecido. Y, después de todo, no se devoraban los unos a los otros en mi presencia”. En privado que hicieran lo que les viniera en gana, pero no delante suyo. ¡Qué consideración por parte de aquellos salvajes medio esclavizados! Si esto no pertenece a lo mejor del humor inglés, que venga la reina Victoria y lo vea.

Tampoco me gustaría acabar sin dejar el que considero uno de los párrafos más bellos y evocadores que nunca se ha escrito. Que este comentario lo acabe el propio Conrad es para mí todo un honor, más del que me merezco. Se trata de uno de los pocos momentos de pausa que se toma el narrador de la aventura (que no el narrador del relato, pues está narrado en primera persona, alguien que estaba allí, vamos, junto a Marlow)... “Hubo una pausa de profundo silencio, luego brilló un fósforo, y apareció la delgada cara de Marlow, fatigada, hundida, surcada de arrugas de arriba abajo, con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada. [Y aquí viene lo bueno, cerrad los ojos e imaginaos la escena.] Y mientras daba vigorosas chupadas a su pipa, el rostro parecía avanzar y retirarse en la oscuridad, con las oscilaciones regulares de aquella débil llama. El fósforo se apagó. [¡Os imagináis una escena más preciosa y precisa para reflejar ese momento de sosiego y de pausa por parte del narrador, antes de ponerse de nuevo a contar cosas que nos podrán el bello de punta! ¡Os imagináis a su público alrededor, en la oscuridad, atentos, conteniendo el aliento, esperando el instante en que su voz sonara de nuevo retomando la historia!... Me gusta pensar que yo estuve allí y que fue inolvidable.]”

viernes, 24 de octubre de 2008

Dashiell Hammett, La llave de cristal



DE CÓMO DEJAR LA LECTURA DE UN LIBRO SIN REMORDIMIENTOS

A la literatura hay que entrar y tratarla con respeto, no con santidad. Resulta peligroso decantarse por los extremos. El extremismo, en todas sus vertientes, tiende a idiotizar irremediablemente al hombre, a hacer de él un mero fantoche. Quien la trata con desprecio comete una falta grave contra él mismo. Nunca debemos olvidar que somos un reflejo de ella. Si vertimos nuestra insidia sobre ella, nos estaremos menospreciando a nosotros mismos, en definitiva. Pero, por otro lado, quien la santifica está olvidando su principal naturaleza: la literatura se creó para disfrutar de un grato momento de ociosidad, ni más ni menos.


Después de 50 páginas de esta obra maestra (calificada así por muchos entendidos en este género literario) tuve que dejar la lectura. No me estaba integrando en la narración. No me estaba atrapando. No me estaba enterando de nada, seamos claros. No era mi momento. Porque hay un momento mutuo, para la novela y para nosotros. Y cuando ambos confluyen se convierte en una de las experiencias más maravillosas para la persona con inquietudes. Pero cuando no es la hora de ese encuentro, puede transformarse en un sentimiento de remordimiento, de hastío, hasta podemos lanzar acusaciones de las que más adelante con toda seguridad nos arrepentiremos.


Pocas novelas, por ejemplo, he logrado acabarme de Milan Kundera. Me sucedió con La broma. Me faltaban unas 5 páginas para finalizarla y no pude más. Sentía que todo el tiempo que continuara “malgastando” con esa obra serían minutos robados a cualquier otra novela que me esperaba llena de maravillosas promesas en uno de los estantes de mi pequeña biblioteca. La función esencial de una obra de ficción es que cumpla con esas expectativas generadas de antemano. Se elaboran para eso… O deberían elaborarse para ello. Pero si no las cumple, ¿qué nos retiene a sus páginas? ¿Qué obligación impuesta? ¿Algún tipo de condicionamiento moral? Nada debería esclavizarnos. Y una lectura menos. Hay mucho que leer y los años van pasando y los libros que se van depositando en nuestra mesita de noche van alzándose como una infinita biblioteca de Babel.

viernes, 17 de octubre de 2008

Karen Blixen (Isak Dinesen), Sombras en la hierba


La baronesa Blixen tenía una granja en África. Durante un tiempo en ella produjeron café hasta que las deudas obligaron a la dama danesa a abandonar el viejo continente y regresar a Europa. La baronesa abandonó Kenya siendo su cuerpo una sombra de lo que fue. Pero antes sucedieron muchas otras cosas que, a modo de recuerdos fragmentados, nos sirve en bandeja de plata, una bandeja con el nombre de Sombras en la hierba.

Lo que ya hiciera con su anterior obra, Out of Africa (nunca me gustó la última traducción del título en español: Memorias de África… y es curioso porque se han llegado a dar hasta tres traducciones de la misma obra, la anterior mencionada, con la que parece habernos quedado, África mía, la primera, y una intermedia Lejos de África, la que más me gusta y la que encuentro más fiel al título original), publicada más de veinte años antes, lo retoma en esta pieza más breve de un modo, si cabe, más nostálgico. Leyendo sus páginas uno tiene la sensación de encontrarse ante alguien que está en su lecho de muerte (aquélla que muchas veces la autora deseó). Por unos instantes, recupera la conciencia y, mirando al infinito, cuenta a la persona que sentada a su lado la vela (en este caso a nosotros, el lector) pinceladas, imágenes, ecos de aquello que vuelve a vivir pero ahora ya sólo en su mente, en su pasado, concentrando en esos breves lapsos de tiempo toda su lucidez.

Mientras vivía en África, la baronesa Blixen tuvo sífilis. El barón Blixen – con quien se unió en un matrimonio de conveniencia: yo te aporto un título nobiliario, tú me das el dinero que necesito para mis devaneos por el mundo – se la contagió. Tuvo que regresar a Dinamarca y allí seguir el tratamiento que a principios del siglo XX era el único que podía salvarle la vida. Este tratamiento contra la sífilis fue el causante de que la baronesa Blixen nunca pudiera tener hijos. Las dosis de cianuro que se le suministraron la hicieron estéril. Si hago esta mención no es por morbo, sino para resaltar que estos sucesos marcarían de una manera más determinante su tan singular y fuerte carácter.

A su vuelta a Europa en 1931 y con la publicación tres años más tarde de Siete cuentos góticos, Isak Dinesen se dio a conocer al mundo como la gran narradora que siempre había sido y que continuaría siendo hasta más allá de su muerte acaecida en 1962. Al mismo tiempo también mostraba a la sociedad al personaje en el que acabaría transformándose, muy distinto de aquella persona vigorosa que luchaba por la supervivencia de su granja y de sus trabajadores africanos. Sólo es necesario ver las fotografías que le fueron haciendo a medida que transcurrían los años para comprobar que su sentencia de regocijarse en “ser la persona más delgada del mundo” no iba en broma. Uno entiende que bien podría ser cierto que su único menú pudiera conformarlo un plato de ostras y una botella de buen champagne. Lo que resulta evidente es que se fue consumiendo en vida (en parte por la sífilis que seguía latente en ella, a pesar de creerse sanada, en parte por la desnutrición), su cuerpo parecía una vela a la que le quedan pocos minutos para extinguirse… Sin embargo, su llama, esa mirada tan dura e inolvidable para quienes tuvieron la fortuna de tratarla, brillaba con más intensidad que nunca.

Más adelante, en 1937, vendría la ya mencionada Out of Africa y otras recopilaciones de cuentos, a cuál más perfecto y más increíblemente evocador. Hay que recordar que Isak Dinesen era única para crear atmósferas, para transportar al lector a parajes totalmente desconocidos para él y hacerlos suyos. Incluso escribió una novela durante la ocupación nazi de su país, Las vengadoras angelicales, bajo otro de sus pseudónimos, en esta ocasión Pierre Andrézel.

Choca el aspecto sumamente frágil de la escritora en su vejez con la viveza y vitalidad que emanan de su propia figura en alguno de los pasajes del último libro que vería publicado en vida, Sombras en la hierba. En él cada palabra viene de la mano del recuerdo. La rememoración va confeccionando retazos de una vida ya extinguida. Su leal y querido Farah. Una Tanne empuñando un rifle y abatiendo a un león sin que le tiemble el pulso. Haciendo de improvisada doctora mientras consuela a uno de sus trabajadores hasta que éste finalmente muere entre sus brazos. Y tantas y tantas sombras que se deslizan sigilosamente ante nosotros.

Podría estar horas y horas hablando de esta mujer extraordinaria, de su maravillosa prosa y de su ambigüedad como ser humano, pero no lo haré, porque no deseo que perdáis el tiempo con estas superfluas líneas; desearía que mis palabras os abrieran el apetito para leer cualquiera de sus libros, el primero que encontréis. Nunca estuve tan seguro a la hora de recomendar un autor. Además, a todos aquellos que quieran conocer más acerca de su vida y obra les remito a la biografía de Judith Thurman. Allí está todo. O casi todo. Sería demasiado temerario hacer tal afirmación tratándose de un personaje como la baronesa Blixen o Isak Dinesen o Pierre Andrézel o Tania o Jerie o como demonios quisiera llamarse.

viernes, 10 de octubre de 2008

Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata




Cuando empezó a redactar el manuscrito de Estudio en escarlata, el joven Arthur Conan Doyle, que por aquel entonces todavía no alcanzaba la edad de treinta años, nunca llegó a imaginar que su recién personaje creado acabaría devorándole. Por descontado, la figura imperecedera que acababa de nacer no fue otro que Sherlock Holmes. Desde entonces (corría el año 1887), jamás en la historia de la literatura se produciría un divorcio tan evidente entre autor y personaje. Mr. Conan Doyle llegó a odiar literalmente a Mr. Holmes. Es más, le deseó su muerte y se la provocó, aunque más tarde – por ruegos del público y de la propia madre del escocés - tuviera que resucitarlo de una manera no muy ortodoxa.
A bote pronto, si hiciéramos una especie de encuesta sobre el grado de popularidad de ambos (no me extrañaría que ya se hubiese hecho; estos ingleses son únicos haciendo clubes, encuestas y comentarios sarcásticos), con toda seguridad saldría vencedor la criatura por delante del creador. En la historia de la literatura no serían ni los primeros ni los últimos. Ahí tenemos el fragante caso de una casi desconocida Mary Shelley y un recurrente monstruo de Frankenstein para la industria del cine.
Y lo cierto es que en muchas ocasiones, a pesar de su popularidad, el personaje de Sherlock Holmes cae mal. Me explicaré. La arrogancia de la que hace gala en muchos momentos ralla hasta tal extremo la egolatría tan desenfrenada que resulta imposible tener un ápice de cariño hacia tal máquina intelectual perfecta (seguramente así se definiría a sí mismo). Por ese motivo, mi voto recaería indiscutiblemente en su autor.
Si no ha quedado claro ya, lo diré una vez más: las lecturas que aquí voy colocando me sirven de excusa para hablar de lo que me da la gana. Y me apetece recordar un episodio, tal vez tragicómico, que mantuvo en vilo a toda Inglaterra y que puso en entredicho las facultades mentales de sir Arthur Conan Doyle. Fue el caso de las hadas de Cottingley.
Quizá debiera poner al lector en antecedentes. No será la primera ni la última vez que alguien que ha perdido a un ser querido recurre en su fuero interno a la creencia de fenómenos paranormales para sentir de nuevo esa presencia añorada. El hijo de Arthur Conan Doyle falleció durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial. Consternado, el afligido padre comenzó a asistir a reuniones espiritistas durante las cuales creyó en varias ocasiones que su primogénito se ponía en contacto y le hablaba desde un supuesto más allá. Pocos fueron los que se atrevieron a romper el espejismo alrededor del cual parecía vivir. Una de las pocas personas que sí tuvieron el valor de hablar claramente con él y proclamar que todo aquello no eran más que patrañas organizadas por gente sin escrúpulos dispuesta a sacar beneficios económicos a partir del dolor ajeno no fue otro que un mago, el más grande de todos los tiempos, Harry Houdini. Ambos habían trabado una buena amistad, pero con el transcurso tiempo y a causa de la obcecación que mostraba el escritor respecto al espiritismo, ésta comenzó a resentirse hasta prácticamente romperse.
En 1917 Elsie Wright (13 años) y su prima Frances Griffith (10 años) mostraron al mundo una serie de fotografías en el que ambas niñas aparecían retratadas en medio del bosque de Cottingley. Este hecho en sí no tiene nada de particular si no consideramos que alrededor de las niñas aparecían una serie de diminutas figuras que muchos de nosotros sólo hemos visto ilustrando algunos de los mejores cuentos de los hermanos Grimm o de Hans Christian Andersen. La impresión que debió tener Conan Doyle al ver nada más ni nada menos que hadas en compañía humana tuvo que ser memorable. A raíz de entonces, mientras muchos se dedicaron a desenmascarar el fraude de esas dos pequeñas farsantes, el ya ilustre autor comenzó una cruzada a favor de la verosimilitud de esos retratos y, por ende, de esos seres hasta entonces fantásticos. Durante largas décadas reinó la división de opiniones; incluso durante los años ochenta los laboratorios de Kodak hicieron una serie de pruebas a dichas fotografías para comprobar su autenticidad. Sus especialistas sencillamente llegaron a la conclusión de que si había algún tipo de trucaje en los negativos, ellos eran incapaces de apreciarlo. (También debemos tener en cuenta la edad que por entonces tenían esas dos supuestas tramposas y que en aquella época la palabra Photoshop sólo podría sonar a un nombre gracioso para una tienda de marcos londinense.) Pero, cosa curiosa, una de las niñas, en su vejez, confesó que las imágenes estaban trucadas; según ella eran pura farsa y nunca creyeron que la broma llegaría tan lejos. Sin embargo, la otra parte siempre aseguró que todo aquello había sido cierto. ¿A quién deberíamos creer? La mente nos susurrará que la primera tiene razón, el corazón nos murmurará que la segunda está en lo cierto. Arthur Conan Doyle murió creyendo firmemente en que lo que habían fotografiado Elsie y Frances era tan auténtico como el sol que cada atardecer vemos ponerse en el horizonte.
Volviendo, para acabar, al libro, dejaré tres apuntes, tres fragmentos de diálogo que pronuncia el propio Sherlock Holmes:
1º El título de Estudio en escarlata lo obtenemos del propio detective, quien, tras enunciarlo, continúa: Nos encontramos con el hilo rojo del asesinato enzarzado en la madeja incolora de la vida, y nuestro deber consiste en desenmarañarlo, aislarlo y poner a la vista hasta la última pulgada.
2º Holmes al doctor Watson, frente un momento de desasosiego de este último durante el caso que tienen entre manos: Se halla envuelto en un misterio que actúa como estimulante de la imaginación; donde la imaginación está ausente no hay horror posible.
No tiene importancia alguna lo que usted haga en este mundo – me respondió con amargura mi compañero -. La cuestión es lo que puede usted hacer creer a los demás que usted ha realizado.

viernes, 3 de octubre de 2008

Stieg Larsson, Los hombres que no amaban a las mujeres





A veces se producen pequeños milagros, acontecimientos tan inesperados que nos hacen volver a creer que todo es posible, que si alguien se lo propone, si persigue con ahínco sus sueños, es capaz de alcanzarlos y deslumbrar al resto de los mortales con una obra original. La obra de Stieg Larsson posee esta fuerza, este ímpetu inusual. Cuanto más nos vamos adentrando en su narración, constatamos que no se nos concederá tregua alguna, no se nos filtrará dulcemente la información. “Esto es lo que hay”, es como si nos dijera el propio Larsson a través de las más de 600 páginas de su primera novela, “si no te gusta lo que ves no es culpa mía; deja el libro sobre la mesa y márchate a otro planeta”.
La extraordinaria fuerza que mueve la narración hace pensar en si Larsson presentía su propio final y sintiera la necesidad de dejar constancia de su voz, del talento que fue madurando durante años. El autor falleció a los 50 años de un ataque al corazón. Acababa de entregar el tercer volumen de su serie Millenium a su editor, su primer proyecto literario, que escribía febrilmente por las noches delante de su Mac. Nadie se imaginaba el desenlace de su vida. Nadie se esperaba el enorme éxito (quizá tan solo el propio Stieg) de su obra.
No pretendo hacer aquí un análisis exhaustivo de esta novela ni desenmarañar su complejo argumento. No es mi intención ni el propósito con el que me planteé este cajón de sastre de lecturas. Sencillamente deseo dejar una opinión, un eco, el regusto de una lectura finalizada. Que las lecturas hablen por sí mismas, son ellas las que deben defenderse ante el público, maravillarlo, atraparlo con esa extraña magia que tiene la buena literatura.
Los hombres que no amaban a las mujeres ha conseguido lo que espero de una obra de ficción: sumergirme en un mundo desconocido, a veces incluso inhóspito. El autor tiene la complicada misión de hacer que perciba cada uno de los detalles que lo conforman, de hacer veraz su mundo. La veracidad de una narración, aunque hable de pequeños seres que viven escondidos en los cráteres de la Luna, depende ante todo de atar cabos; nunca hay que dejar cabos sueltos. El lector en ningún momento debe tener la sensación de que le están tomando el pelo, que tal o cual personaje solo son creíbles a ratos. El conseguir un argumento y unos personajes veraces, es decir, redondos es la gran dificultad del escritor, su gran reto… Y Stieg Larsson lo consigue de sobras. Uno llega familiarizarse hasta tal extremo con sus protagonistas Mikael y Lisbeth que incluso pude llegar a creer verlos cuando desvía por unos segundos la vista del libro. Llegamos a sentirlos. Si un día me tropezara con Mikael por una calle de Estocolmo no me importaría invitarlo a una cerveza… incluso a dos.
Comenzaba hablando de originalidad. Puntualizaré. Millenium (que quedó en trilogía a pesar de que para esta serie el autor concibió en su imaginario hasta un total de siete volúmenes) no es del todo original. Lo es en cuanto percibimos el pulso de Larsson párrafo tras párrafo y cómo ese pulso va engarzando una escena con otra, personaje con personaje. No obstante, los temas y tramas que emplea ya aparecen en obras muy anteriores. Sin ir más lejos, el planteamiento del misterio principal de la obra se nos introduce de un modo muy similar a cómo lo hace Agatha Christie en sus Diez negritos, salvando muchas otras diferencias, por descontado. Se nos presenta a una serie de personajes con sus pasados turbios y se les limita a un área geográfica aislada. Allí se encuentra el culpable. El asesino estará en todo momento delante de nuestras narices y que el lector no sepa descubrirlo sólo dependerá de sus buenas dosis de observación y a la benevolencia del autor para ir desperdigando importantes detalles para la resolución del misterio. Por otro lado, la clase social que se encuentra bajo sospecha y de la que parece proceder el culpable o culpables nos puede recodar en ciertos aspectos a El largo adiós de Raymond Chandler o Dinero negro de Ross MacDonald.
Quisiera finalizar este comentario con dos observaciones:
1ª – Me encanta que constantemente los protagonistas de Larsson estén tomando café. Hubo un punto en que perdí la cuenta de los litros de café que Mikael llevaba tomados. Y digo que me gusta porque estamos acostumbrados al típico personaje de novela negra que no deja de empapar su hígado de ginebra o, en su carencia (y si lo tuviera a mano, claro), de aromas de Montserrat. Ya iba siendo hora que los adictos al café tuviéramos un buen representante.
2ª – A Stieg Larsson se le debería tener el suficiente respeto literario para no compararlo o ponerlo bajo la gigantesca sombra de su compatriota Henning Mankell (del que esperamos ansiosos todavía grandes títulos). Ambos han escrito una página en la historia de la literatura. Rectifico: han escrito dos. Una cada uno.
Ahora que lo pienso… quiero añadir una última observación.
3ª – A quienes les haya gustado Los hombres que no amaban a las mujeres deben salir corriendo a la librería más cercana y comprarse la novela de Dennis Lehane que lleva por título Plegarias en la noche. Cuando acabéis de leerla me lo agradeceréis y, al mismo tiempo, contribuiremos en cierta manera a que RBA se decida de una vez por todas a publicar las dos primeras novelas de la serie que protagonizan Patrick Kenzie y Angela Gennaro, una pareja que, al igual que Mikael Blomkvist y Lisbeth Salander, no se olvida así como así.
(Observación a la 3ª observación: Cuando he dicho que vayáis a la librería más cercana a comprar el libro de Dennis Lehane, parto de la certeza de que no lo encontraréis. Por ese mismo motivo os facilitaré la búsqueda. Acudid directamente a la librería Negra y Criminal aquellos que viváis cerca de Barcelona (los que no, siempre podéis hacerles el pedido a través de su web). Seréis bien atendidos por personas que más que entender del tema, aman cada uno de los libros que llenan sus estanterías.)