viernes, 6 de enero de 2012

Joseph Roth, La leyenda del Santo Bebedor


En el cementerio parisino de Thiais, hay una tumba con una frase en francés que revela al paseante curioso la identidad de su inquilino: “Escritor austriaco muerto en París”. Poco más la distingue. Es sobria, fría, granítica. En uno de sus extremos, unas pocas flores crecen en un macetero rectangular. Allí descansa Joseph Roth, uno de los mejores escritores que dio el siglo XX. Vivió 44 años (aunque las escasas fotografías que nos han llegado de él nos muestran a un hombre con una apariencia más senil) y murió alcoholizado, envuelto en las alucinaciones del delírium trémens y en medio de la desazón más absoluta.

Tengo una especial simpatía por este librito. Nunca tan pocas páginas me han sugerido y evocado tantas imágenes y recuerdos. En mi breve pero intensa etapa como camarero en un bar de barrio (habría quien lo calificaría simplemente de tugurio de mala muerte), humilde y trabajador, más canalla que elegante, tuve la oportunidad de comprobar el efecto que la bebida produce en las personas y de cómo mueve sus vidas. A veces cierro los ojos y revivo, involuntariamente, algunas situaciones, recuperando a algunos de sus protagonistas. La evocación es algo extraño. Podemos hallarnos en el lugar menos propicio para que se dé y sin embargo, de repente, aparece de la nada, casi del olvido. Recuerdo con especial sobrecogimiento (qué habrá sido de ella) a aquella anciana que apenas era un retaco subido a un taburete frente a la barra y que, sorbo va sorbo viene a su copita de licor, nada más cobrar su paga de pensionista a principios de cada mes, acababa sin un céntimo en el bolsillo tras dejarlo todo en la máquina tragaperras. O aquel personaje, con un parecido asombroso a un caballo percherón, que cada día se sentaba solo delante de un plato de huevos fritos y salchichas y una botella de vino peleón y que, entre bocado y bocado, se palpaba el bolsillo interior de su raída chaqueta para comprobar que la cartera seguía ahí. O el caballero que, algunas tardes, dejaba atado a una farola a su pequeño perro y aseguraba, cerveza en mano, que hoy las mascotas viven mejor que las personas por allá en su lejana juventud cuando la gente tenía que buscar un mendrugo de pan entre la basura para poder echárselo a la boca, y todos creíamos que exageraba, que en este país nunca ha habido tanta miseria, y que nunca nos tocaría vivir tan malos tiempos… Pero no me quiero extender más en mi rememoración de tantos y tantos otros. Sólo deseaba puntualizar que allí vislumbré parte de esas vidas perdidas que, con otros figurantes, se asoman a las páginas de esta historia.

Cuando hablamos de la vida de Joseph Roth, siempre debemos mantener cierta reserva sobre la veracidad de algunos de sus datos biográficos. Nació en 1894 en la población de Brody, perteneciente a la región de Galitzia, por aquel entonces dentro del desaparecido Imperio Austrohúngaro. De familia judía, su padre los abandonó antes de nacer. Su infancia y adolescencia están sumidas en una bruma de reinvención y reinterpretación por parte del autor, por lo que nada claro podemos sacar de aquel tiempo, por otra parte tan importante para la formación de un escritor. Acabó sus estudios de Literatura y filosofía en Viena sobre el año 1916. Más adelante se enrola en el ejército austríaco para combatir en la Primera Guerra Mundial (aquí también Joseph Roth introduce datos contradictorios en su particular historia vital). La caída del Imperio Austrohúngaro marcará una de sus temáticas más recurrentes: la pérdida de la patria y su conversión en un paria errante. Tras la guerra, se ganará principalmente la vida como periodista, colaborando para diversos diarios. De 1923 a 1932, trabaja como corresponsal para el Frankfurter Zeitung, hecho que le permite visitar varias capitales europeas. Entre los lugares en los que se establece por más tiempo se cuentan Viena, Berlín (de la que huyó a causa del incipiente nazismo), Ámsterdam y París (su última morada). En 1932 publica La marcha Radetzky, tal vez su obra más conocida y la que le proporcionó una merecida fama como novelista en una época en que las penurias económicas y la depresión (entre las muchas desgracias que no dejaron de azotarle durante toda su vida, se sumaba la esquizofrenia que su mujer sufría) y que nunca le abandonaron hasta su prematuro fallecimiento.

El relato titulado La leyenda del Santo Bebedor lo escribe en 1939, poco antes de su muerte. Tanto por el tema que trata como por su lucidez sobre la perdición a la que nos arrastra irreparablemente la ebriedad, tiene un marcado componente de premonición y una carga de sobrecogedora sinceridad. La historia se constituye como un testamento literario en toda regla. Y más cuando sentencia con su última frase: “Denos Dios a todos nosotros, bebedores, tan liviana y hermosa muerte”. Días después de escribir estas palabras, Joseph Roth abandonaba este mundo, el gran literato y el irremediable borracho. El novelista y crítico Hermann Kesten, amigo de Roth, lo visitó en París pocas semanas antes de su trágico final. Lo encuentra a las once de la noche en un café, sentado junto a los personajes más estrafalarios que nos podamos imaginar. En su mesa, como testigos mudos de un delito, se extienden varios portavasos que daban fe de sus numerosas consumiciones de absenta. Cuando los acompañantes los dejan solos, Roth le confía que ha acabado un relato y, tras darle algunas especificaciones técnicas, le pregunta mientras bebe lentamente y le observa con aquella mirada disuelta en alcohol y en tristeza: “¿No es divertido?”. Pasada la una de la madrugada – los últimos parroquianos – se levantan y abandonan el local. “El cuerpo estaba algo encorvado, un poco vacilante, la sonrisa empapada de melancólica inteligencia, y los ojos azules cansados y nublados, el bigotito rubio y las hermosas manos, la voz ya ronca y tan cordial”. Quedan en llamarse pero, claro está, nunca más vuelven a verse.

El protagonista de La leyenda del Santo Bebedor se llama Andreas Kartak, un antiguo minero polaco caído en desgracia y convertido en un vagabundo o, mejor dicho, por emplear un término tan frecuente desgraciadamente hoy en día, un sin techo. La acción arranca en la primavera de 1934, bajo uno de los puentes que cruzan el Sena en París. Un caballero va al encuentro de Andreas, ofreciéndole la cantidad de 200 francos para que pueda salir de la indigencia y retomar una vida digna. Le pone como única condición que deberá devolver cuando pueda la misma cantidad al sacerdote de la iglesia de Sainte Marie des Batignolles, donde en una de sus capillas descansa santa Teresa de Lisieux, por la que este individuo acaba de convertirse al cristianismo. Andreas acaba aceptando el dinero y promete retornarlo cuanto antes a la santa. Sin embargo, lo que en un principio parece una bendición acaba deviniendo una condena. Como todo buen borracho que es, todo su capital acabará derrochándolo en las cafeterías y en los bistrós. Además, a su adicción al alcohol se suman inesperados rencuentros con antiguas amantes y viejos conocidos que le sacarán hasta el último franco. Aun así, de principio a fin asistimos a una historia repleta de supuestos milagros mediante los que recupera una y otra vez el dinero, manteniendo hasta el final la esperanza de poder devolvérselo a santa Teresita y cuyos intentos por redimirse siempre acaban, inexorablemente, truncándose.

Con esta pequeña joya Joseph Roth se despide de todos nosotros, ávidos lectores, y nos deja con la incertidumbre de todo lo que aún podría haber escrito y con esa sed, aunque de otra índole, que consumía a su santo bebedor. Deberemos conformarnos con el legado que nos dejó, que no es poco. La calidad de su prosa planea sobre todos sus textos, al igual que la sutil delicadeza con la que engarza cada una de sus frases. Aprendamos de su alegría por las cosas livianas de la vida y no del peso del dolor que quiso enterrar bajo la embriaguez.

viernes, 30 de diciembre de 2011

Javier Marías, Los enamoramientos


Ya hace casi dos décadas que la obra de Javier Marías me acompaña. Corría el año 1992 y faltaba poco para que finalizara los tres años de bachillerato. Fueron tiempos de desorientación, en los que la Literatura se convirtió en mi único punto de apoyo, mi único consuelo. De ciencias puras pasé a letras mixtas, un cambio de rumbo radical que ni tutores ni familiares entendieron en su momento. Según ellos tiraba por la borda una supuesta y prometedora carrera de ingeniero industrial. Por aquel entonces un servidor tenía diecisiete años y se creía, con toda la arrogancia propia de la edad, que era el rey del mambo en cuestiones literarias y que nadie de mi quinta podía darme lecciones, ni mucho menos venir a enseñarme nada nuevo. Sin embargo, en aquella época entablé amistad con un compañero de clase que acabó convirtiéndose en uno de mis mejores amigos. Cuando me habló de Javier Marías por primera vez, se sorprendió que no supiese de su existencia. Hacía pocos meses que se había leído su última novela (tal vez la más conocida y la que lo sacó de un medio anonimato para el gran público) y había quedado hechizado por su prosa. Fue de este modo como, muy amablemente, mi amigo, medio español, medio inglés, me dejó su ejemplar de Corazón tan blanco y no sólo me descubrió el té con leche, sino también al gran Marías.

Javier Marías (Madrid, 1951) inicia su carrera literaria a los veinte años con Los dominios del lobo. A esta obra le seguirán Travesía del horizonte, El monarca del tiempo y El siglo. Sin desmerecer su calidad, no dejan de ser obras de aprendizaje. En 1986 publica la novela El hombre sentimental, ganadora del Premio Herralde, punto de partida de la genuina voz narrativa que ha cautivado a millones de lectores. Todas las almas (1989) confirma al autor y Corazón tan blanco (1992), con apenas cuarenta años, lo consagra. Más adelante aparecen Mañana en la batalla piensa en mí (1994) y la incomprendida para muchos Negra espalda del tiempo (1998). Esta última, además de ocasionar algún pasmo ocasional a algunos de los más fieles seguidores de Marías, también supuso un cambio de editor: de Anagrama (pullas entremedio) pasó a Alfaguara. Tras la incursión experimental realizada en Negra espalda del tiempo, Javier Marías regresa con su mejor prosa en la que es considerada por la crítica (a la que me sumo) como su obra maestra, Tu rostro mañana, dividida en tres volúmenes: Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño (2004) y Veneno y sombra y adiós (2007). Todo un tour de force de más de 1500 páginas. Puro deleite para los sentidos.

A finales de 2005, durante la redacción de la última parte de Tu rostro mañana, el conocido y reputado filósofo Julián Marías, padre del autor, fallece. Realmente desconozco si esta pérdida tuvo algo que ver en la gestación de Los enamoramientos (2011). Javier Marías reconocía en varias entrevistas que, tras dar por acabada su titánica trilogía, había quedado exhausto, vacío, con la incógnita de si volvería a publicar una novela. Pasaron cuatro años y las dudas seguían ahí. Recientemente reconocía que tuvo serias dudas sobre entregar o no a su editora el original, que había corregido más que cualquiera de sus obras anteriores. La muerte de su padre tal vez sea un hecho anecdótico (trágico pero desgraciadamente anecdótico) en la idea o el concepto o la imagen o sea lo que sea que fuera lo que hizo que un día, de repente, de la nada, cuando se creía yermo, hizo que volviera a meter un folio en blanco en su ya carismática máquina de escribir (debe ser de los pocos que aún trabaja con Olivetti) y comenzara la redacción de su enésima obra de ficción. En ella, Marías discurre, se entretiene y habla por boca de los personajes como sólo él sabe hacerlo sobre la muerte, sobre la pérdida, sobre la ausencia de un ser querido o de alguien a quien mínimamente conocíamos de vista pero que sutilmente formaba parte de nuestro paisaje vital y cotidiano. Rememorando los argumentos de sus anteriores novelas, descubro que siempre hay alguna muerte, trágica o accidental, voluntaria o involuntaria. Pero sin embargo es en esta novela en la que la muerte toma las riendas de la narración y donde los fantasmas (sujetos tan de la predilección del escritor) toman el verdadero protagonismo de la obra, y no tal vez por lo que hicieron, sino por lo que no hicieron, o por lo que los que los sobrevivieron suponen que podrían haber hecho.

Para quienes a día de hoy todavía no hayan leído una obra de Javier Marías les advertiré que la suya es una prosa de ideas y no de imágenes. Por ese motivo, no entraré en los detalles argumentales de Los enamoramientos. Como ejemplo, sólo mencionaré que durante las cien primeras páginas únicamente acontece la muerte de Miguel Desvern o Deverne y el encuentro entre María Dolz (la voz narrativa) y la mujer del difunto, Luisa Alday. Poco más. El resto es conjetura y subordinadas. Se trata de una acción contenida por la meditación o el diálogo de los personajes, que se va dosificando a cuentas gotas. Precisamente son esos intervalos entre los escasos acontecimientos de la historia lo que nos gusta a quienes leemos a Marías.

Y a modo de anécdota y de despedida no quisiera pasar la oportunidad de mencionar la aparición estelar, una vez más, del profesor Francisco Rico en una de las novelas de Javier Marías. En la página 101 hace su triunfal entrada en escena, con su habitual soberbia, más allá del bien y del mal, ajeno a las vicisitudes de este mundo contemporáneo que cohabitamos. Tuve la suerte o la desgracia (aún pasados los años me lo planteo) de tenerlo como profesor en la universidad. Impartía la clase de Literatura medieval española, aunque sería más correcto puntualizar que medio impartía. Llegaba al aula masticando su habitual chicle, dejaba su americana en el respaldo de la silla y durante media hora peroraba, en un continuado monólogo que no consentía interrupciones del apabullado auditorio, mientras caminaba de un lado a otro de la tarima. Transcurrida lo que él supondría una pérdida de tiempo, desaparecía por donde había venido, con su gloria de erudito tras él, momento en el que entraba la becaria de turno para completar la hora que aún quedaba de clase y que tendría que rellenar con temas más mundanos y para mentes de no tan altos vuelos como la del ilustre catedrático. Lo curioso del asunto es que veo que, aunque sea después de tantos años y en páginas de ficción (Javier Marías lo retrata perfectamente), hay comportamientos que nunca cambian.

viernes, 25 de noviembre de 2011

Carlos Ruiz Zafón, El prisionero del cielo

Cuando nadie se lo esperaba, ni siquiera los de la propia editorial, viene Carlos Ruiz Zafón y nos hace un regalo de Navidad. En mi caso el regalo es doble, pues al de la aparición de la novela de este autor barcelonés afincando en Los Ángeles se suma que el libro viniera bajo el brazo de una amistad que procedía de lejos, una gran amistad que nunca se extinguió y que, como las brasas invisibles que descansan latentes bajo las cenizas de la chimenea, son capaces de reavivarse y prender de nuevo los gruesos troncos que se le pongan a su alcance. Y no me ruboriza confesar que me siento muy afortunado, tanto por la lectura que acabo de finalizar como por la amistad que he vuelto a retomar. ¿Se puede ser más dichoso en estos tiempos tan oscuros que nos ha tocado vivir?

Lo mágico de la literatura es que sus éxitos no atienden a una fórmula como la de la Coca-cola que, aunque aparentemente mágica también, puede llegar a producir litros y litros de ella con la misma “calidad” per secula seculorum. La persona que escribió La sombra del viento tal vez nunca llegue a escribir algo de la misma excelencia, aunque quizá sí algo aproximadamente parecido, que no es lo mismo pero que es el caso y eso ya es mucho. De lectura más rápida que su antecesor, El prisionero del cielo retoma la historia que vivimos (y amamos) con el primer volumen que abría la tetralogía del Cementerio de los Libros Olvidados. Recuperamos a personajes como Daniel Sempere y su padre, Bea y el hijo de ambos, Julián, Fermín y su amada Bernarda y, lo más inquietante, aparece David Martín, protagonista de El juego del ángel. Pero esta novela trata, ante todo, de Fermín Romero de Torres, de su pasado y de la repercusión que aquellos años tenebrosos tienen en el presente (hablamos de finales de la década de los 50). El protagonismo de Fermín logra quitarle hierro a esas tinieblas humanas y le otorga a la historia un tono picaresco, a pesar de estar plagada de una serie de episodios dramáticos que se suceden vertiginosamente.

Como malo malísimo de la obra, El prisionero del cielo nos da a conocer un nuevo y sombrío personaje, Mauricio Valls, un esbirro producto del régimen franquista que nada tiene que envidiar, en cuanto a capacidad de maldad, al inspector Fumero. Soberbia, poder y vanagloria son sus cartas de presentación. Él será el culpable de que los destinos de todos los personajes de la obra se entremezclen unos con otros y queden atrapados en la tela de araña que ha tejido pacientemente para la consecución de sus planes.

El planteamiento que hace Carlos Ruiz Zafón sobre la interconexión de los cuatro libros que componen la serie funciona hasta cierto grado. Hay algo de improvisado a medida que avanzan las entregas que no acaba de convencer. A veces muchos pasajes que hacen referencia a los acontecimientos narrados en otro volumen parecen más insertados por un mero hecho de justificación argumental que por la necesaria evolución y engranaje de la historia. Tampoco estoy de acuerdo con el autor cuando asegura que cada novela encierra una historia sólida e independiente que se relaciona con las demás a través de una compleja red de vasos comunicantes. Esto sucedía con La sombra del viento (un microcosmos perfecto) y si apuramos con El juego del ángel, pero queda descartado con El prisionero del cielo. Quien lo tome como única lectura se quedará frío, no sabrá de dónde viene ni adónde va, porque esta obra no deja de ser un intermezzo pintoresco, que no solventa ninguna de las vías que abre, que sólo acaricia la superficie y que lo único que proporciona son detalles (tampoco muy relevantes) de sus antecesoras.

Por lo que respecta a la forma, a veces tenemos la sensación de que la narración se precipita en exceso, que no posee aquella solidez narrativa de La sombra del viento. Sin embargo, El prisionero del cielo me ha divertido mucho y eso, en esta actualidad repleta de malas noticias, es de agradecer. Cada vez busco más esa simplicidad en todo aquello que leo: me gusta o no me gusta, me divierte o no me divierte, me conmueve o no me conmueve. Y lo mejor de todo es que esta entrega me ha dejado con el suspense y las ganas de querer descifrar el final de la historia, de esperar con ansia la aparición de su último volumen y saborear el acto final de esta gran obra (a pesar de sus altibajos). Toda una pequeña ilusión.

viernes, 15 de julio de 2011

Don Winslow, El poder del perro

James Ellroy no se caracteriza precisamente por su modestia. La crítica le califica como el sucesor natural de Dashiell Hammett y Raymond Chandler, algo que el hombre se lo ha tomado a pies juntillas. Dejando de lado su reconocido egocentrismo literario, de tanto en tanto le lanza algún piropo a alguno de sus colegas de profesión. De la novela El poder del perro comentó: "Es aterradora y triste, de una intensidad magníficamente sostenida. Es una hermosa visión en miniatura del infierno, con toda la locura moral que la acompaña". Y lo dice con conocimiento de causa, ya que el propio Don Winslow asegura que los hechos verídicos ocupan el 90% de su narración. Nos encontramos ante una obra excepcional, de eso no cabe la menor duda.

El impacto es inmediato. Si bien en la mayoría de sus novelas la acción no llega hasta alcanzar la página setenta, una vez estamos familiarizados con su protagonista, aquí tenemos la sensación de que nos arrojan a un caldero con agua hirviendo desde la primera página. Y la sensación de escaldamiento no nos abandonará hasta el final. Se trata, principalmente, de una obra cruda y coral. Cruda por la concatenación de escenas repletas de violencia y episodios desgarradores que no conceden tregua alguna al lector que aún conserve un ápice de sensibilidad. Y coral al tratarse de una historia que incorpora varias voces protagonistas, cada una de ellas marcadas por un destino aciago que tiende a entremezclarse con las demás.

El poder del perro es una tragedia en toda regla. En algún artículo comparaban su fuerza y dramatismo con la obra de Shakespeare. Tienen toda la razón. Pero va más allá, recuerda a ciertas tragedias griegas de Sófocles como, por ejemplo, Antígona o Edipo Rey. La usurpación de la autoridad y el derramamiento de sangre entre distintos clanes familiares están a la orden del día a lo largo de toda la novela. Una serie de cárteres mexicanos se disputan el corredor fronterizo con Estados Unidos. Quien tiene el control de ese paso, tiene el poder y, por ende, una buena cantidad de millones de dólares en sus cuentas bancarias.

Arrancamos en la década de los setenta, con los cultivos de amapola que más tarde proporcionarán la droga que inunda las calles de muchas ciudades norteamericanas. Un miembro de la DEA (organismo yanqui encargado de erradicar esta plaga procedente del sur del continente), Art Keller, lucha contra el narcotráfico. Se vuelca totalmente en la consecución de su meta, sacrificando tanto su vida familiar como, en ocasiones, su ética profesional. Por la causa, serán muchos los que pierdan la vida de la manera más atroz imaginable. Inocentes y verdugos acaban siendo víctimas de la misma barbarie y del mismo sinsentido. Por un momento, se difumina la barrera entre el bien y el mal y nos replanteamos continuamente la famosa afirmación de Maquiavelo "El fin justifica los medios". ¿Realmente podemos aplicar este silogismo sin perder la inocencia, la tranquilidad de nuestra conciencia? Cuando los hombres dan este paso, cuando se antepone el fin a todo lo demás, ya no hay vuelta atrás. Para Art Keller esto sucedió el día que estrechó la mano de los Barrera.

La familia Barrera es lo más parecido a la encarnación del mal sobre la tierra. Miguel Ángel Barrera, apodado el Tío, será el primero que monte la gran red que durante décadas se encargará de traficar con cocaína, creando la denominada Federación. Sus sobrinos, Adán y Raúl, siguen su estela. Durante los años noventa instauran su reino de terror. Adán es la cabeza pensante, Raúl el ejecutor implacable. Ambos se encargarán de ir suprimiendo, metódicamente, a todos los jefazos territoriales que podían hacerles sombra y con sus selectivas "mordidas" meterse en el bolsillo, impúdicamente, a todas las autoridades que pudieran interponerse en su camino. Su lema es sencillo: o estás con nosotros o acabarás lanzado en una cuneta para que te devoren los perros, no hay otra opción, tú eliges. Junto a sus sicarios dejarán un largo reguero de cadáveres por todo México.

Entre el pulso que mantienen durante la novela Art Keller y los Barrera, se desarrollan las historias de Callan y Nora, quienes tendrán un papel fundamental en los decisivos acontecimientos que pondrán punto y final a la obra. Callan, un neoyorkino de origen irlandés, ha crecido en la Cocina del Infierno junto a su amigo O-Bop. Un día, en el pub Liffey, O-Bop se mete en un buen lío con uno de los mafiosos más temidos del barrio. Callan, que no es más que un crío de diecisiete años, viendo peligrar la vida de su amigo, saca una 22 y le descerraja dos tiros en la cabeza al mafioso sin apenas pestañear. Será la primera víctima de una larga lista. Tras ser reclutado por la mafia, acabará desertando y convirtiéndose en un asesino a sueldo. Por su parte, Nora es una belleza californiana que acaba trabajando como prostituta de lujo nada más llegar a la mayoría de edad. No todo el mundo puede permitirse obtener los servicios de Nora. Sólo aquellos que ocupan las más altas esferas del poder tienen acceso a ella. Por ese motivo, a nadie le extrañará que su vida acabe cruzándose con la de uno de los hermanos Barrera... El amor, el dolor, la muerte, la pérdida y la venganza estarán a la orden del día y serán las notas predominantes en la evolución de todos los personajes.

A pesar de su dureza, recomiendo encarecidamente la lectura de El poder del perro. El propio Don Winslow reconocía en varias entrevistas la pesadumbre que se adueñó de él durante su redacción. Incluso afirmaba que esa desesperanza podía apreciarse a medida que avanza el libro. Llegó a pensar que su carrera de escritor estaba acabada cuando le entregó el original a su editor. Por suerte, el desánimo no pudo con él. Con una inconmensurable fuerza de voluntad logró poner el punto y final y ver cómo la novela se convertía poco a poco, por cuenta propia y por su fuerza inherente, en una obra que perdurará en el tiempo entre otros clásicos de la novela negra.

viernes, 17 de junio de 2011

Dennis Lehane, La última causa perdida

John Irving tiene guardado un libro que sólo leerá cuando se le acerque la hora de abandonar este mundo. Será, mirándolo bien, una manera de darse un último gustazo. Y qué mejor para ello que reservar una obra de su admirado Charles Dickens y asegurarse unos instantes de deleite antes de pasar a mejor vida. Irving no llegó a especificar el título en concreto, pero llegado el momento poco importará. El hecho de reencontrarse con uno de sus autores predilectos y leer algo nuevo salido de su fértil imaginación será suficiente. En mi caso, estuve considerando hacer algo parecido. Ahora que acaba de publicarse la última novela de Dennis Lehane protagonizada por los detectives Patrick Kenzie y Angela Gennaro, me planteé guardarla para un futuro incierto (y que espero que quede muy lejos). Sin embargo, una vez en mis manos, me lo pensé mejor. No pude resistirme e, inmediatamente, comencé su lectura, a sabiendas de que nadie sabe con certeza qué le deparará el destino.

Moonlight Mile, traducida como La última causa perdida, aparece once años después de la última entrega de la serie. En esta nueva aventura, nos encontramos con Patrick y Angela felizmente casados y con su hija de cuatro años por la que se desviven. ¡Qué peor modo de comenzar una novela negra!, pensaréis con toda la razón del mundo. Pero cometeríamos un grave error (y una falta de respeto hacia el talento más que probado de Lehane) si nos quedáramos con esta idílica postal hogareña y pensáramos que todo va a continuar con esa tonalidad edulcorada durante más de trescientas páginas. No obstante, este apunte familiar es sumamente significativo, puesto que nos advierte que, si bien pueden acontecer nuevos sucesos violentos y escabrosos, aquellos intrépidos detectives que conociéramos una década atrás y a los que poco les importaba jugarse el físico ya no son los mismos. Y es que un hijo cambia a cualquiera. Y si a esto le sumamos la crisis económica (ni los personajes de ficción se libran), ya ni os cuento.

Mientras Angela Gennaro abandonó el oficio para dedicarse a estudiar y sacarse una carrera que diera un giro a su profesión, Patrick Kenzie debe trabajar en una agencia de detectives para sustento de la familia. Ni siquiera le tienen en nómina y los trabajos esporádicos que le proporcionan entran en más de una ocasión en conflicto con su ética personal, tan mermada en esos momentos. En cierto modo parece que su vida y, lo más importante, la de los suyos dependa de aferrarse o no a ese puesto mediocre, gris, ingrato, a veces de lameculos... Pero hay que pagar una casa, la comida, el seguro médico de la niña y Patrick debe tragar lo que nunca había tragado. ¿Hay algo que justifique rebajarse hasta ese punto? Tajantemente no. Aun así, supongo que todos traspasaríamos ciertos límites por nuestros seres más queridos... Y Patrick Kenzie no iba a ser una excepción.

Una buena mañana, de camino a su precario trabajo, Patrick se encuentra con la tía de Amanda McCready, la niña que desapareció doce años atrás y a quien tuvo que encontrar, pagando por ello un precio muy alto. Desde entonces ambos no se habían vuelto a ver y aquel tropiezo parecía indicar que no tenía nada de fortuito. En realidad, ella lo esperaba para ponerle al corriente sobre la nueva desaparición de Amanda. Si en su día fue su propio marido quien secuestró a la niña (episodio narrado en Desapareció una noche) tratando de salvarla de las garras de una madre desastrosa, en la actualidad Amanda había vuelto a desaparecer por causas que se intuían nada halagüeñas. Ella intenta apelar a su conciencia, recordándole que fue culpa suya que Amanda regresara junto a su madre, condenándola irremediablemente a un destino funesto. Patrick Kenzie lo acabará tomando como una oportunidad para saldar viejas cuentas pendientes y de esa manera apaciguar unos remordimientos que tal vez nunca se desvanezcan del todo. Ahora él es padre y puede entender la responsabilidad que se adquiere al tener a su cargo una vida tan inocente y al mismo tiempo tan desamparada.

Y, como no podía ser de otro modo, una vez más toda la historia se desarrolla en Boston. Patrick Kenzie y Angela Gennaro vuelven a unir sus fuerzas para tratar de localizar a Amanda McCready. Ambos iniciarán una investigación en la que se arrastrarán de un escenario a otro como héroes cansados, hastiados de toda la escoria que sigue habiendo ahí fuera, que no mengua, sino que incrementa alarmantemente. Nada más comenzar a entrevistarse con los conocidos de Amanda, Patrick y Angela vuelven a impregnarse de nuevo de toda la basura pestilente que se oculta bajo la alfombra del mundo. De ese modo, se darán cuenta de que ya no están hechos para involucrarse en casos que los sumerjan en esos barrios tan inhóspitos en los que la pobreza y la violencia son la cara visible de una sociedad que ha llegado a un callejón sin salida. Al final del día, lo único que desean es regresar a su hogar, dulce hogar, y contarle un cuento a su pequeña mientras la arropan con todo el esmero y con toda la dulzura de la que son capaces.

Si bien unas líneas más arriba hablaba de héroes cansados, también debería hablar de narración agotada. Ya en las primeras páginas percibimos que La última causa perdida queda muy lejos de la calidad y la fuerza de su magnífica antecesora, Plegarias en la noche, o de los brillantes diálogos de la novela con la que hacía su debut literario, Un trago antes de la guerra. No sabría explicar muy bien el motivo, pero uno se da cuenta de su carencia de brío, de chispa, de mala leche incluso, de aquella ironía inusual por la que muchos incondicionales de Lehane quedamos prendados de sus carismáticos personajes. A pesar de ello, de este comentario crítico que tanto me ha costado manifestar, considero que se trata de una novela que hay que leer. Su modestia dentro de la producción del autor norteamericano no constituye un impedimento para que podamos pasar de nuevo unas horas recorriendo las calles bostonianas mientras unos mafiosos de la Europa del Este nos pisan los talones.

Al finalizar la lectura, me quedo con la sensación de que esta será la última vez que podré inmiscuirme en la vida privada de Patrick Kenzie y Angela Gennaro. Ojalá me equivoque, pero el acto simbólico que realiza el propio Patrick hacia el final de la obra y las palabras de sus últimas páginas hacen augurar que Dennis Lehane da su serie por acabada. Esperemos que el autor lo reconsidere en el futuro (siempre que no sea a costa de la calidad literaria). Porque lo cierto es que me gustaría tener un Lehane inédito en mi biblioteca, al igual que John Irving tiene un Dickens inédito en la suya, a la espera de tiempos venideros.

viernes, 3 de junio de 2011

Marilynne Robinson, Gilead

Reconozco que de tanto en tanto me gusta leer novelas en las que, aparentemente, no sucede nada. Lo que para muchos alcanza la categoría de interminable tostón, puede convertirse en un paisaje plagado de sutilidades si adoptamos el tipo de lectura adecuado. Hablo de narraciones introspectivas, historias de personajes, en las que se prima más el conocimiento que adquirimos sobre la naturaleza humana que la acción desencadenada por una serie de individuos.

Con sólo tres novelas en su haber (Housekeeping, Gilead y Home), Marilynne Robinson es una de las autoras estadounidenses más prestigiosas en el panorama literario. En cierto modo, recuerda el caso de la canadiense Anne Michaels: escasa producción y prosa plagada de música y poesía. Entre la primera novela de Marilynne Robinson, publicada en 1980, y la aparición de Gilead, hubieron de transcurrir veinticuatro años. Se trató de una espera sobradamente merecida, pues esta obra le valió el premio Pulitzer en 2005.

Nacida en Sandpoint, Idaho, en 1943, Marilynne Robinson se licenció en 1966 en Filosofía y Letras. Desde entonces ha combinado su faceta docente con la creación literaria, obteniendo, además del ya mencionado anteriormente, premios tan prestigiosos como el Hemingway Foundation/PEN Award (1981), el National Book Critics Circle Award for Fiction (2004) o el Orange Prize for Fiction (2009). Esperemos que su debut en el mercado español abra la puerta a la traducción del resto de su obra.

La novela se desarrolla en la pequeña población de Gilead, en el estado de Iowa. La voz de la narración es la del reverendo John Ames. Habiendo sobrepasado ya los setenta años y viendo próximo el final de sus días (unos problemas cardiacos así lo auguran), decide escribirle una larga carta a su hijo de siete, fruto de un matrimonio tardío con una esposa a quien dobla en edad. Pero más que una carta, John Ames escribe un dietario de todo aquello que acontece en el pueblo y sobre aquellas inquietudes y recuerdos que acuden a él cuando cae la noche o cuando contempla desde lejos a su joven familia o cuando mira atrás y ve un pasado en el que pequeños detalles adquieren la forma de pequeñas revelaciones. Ahí queda la historia del viaje junto a su padre en busca del abuelo Ames, repleta de momentos sutiles de una profunda belleza.

Poco puede decirse de la trama de la novela, porque no la hay. La obra es un mosaico repleto de piezas engañosamente inconexas. A groso modo, podría afirmarse que Gilead es una obra que examina hechos aislados del propio John Ames y sus conocidos, poniendo de relieve todas las contradicciones que acompañan al hombre a lo largo de su vida. Finalizaré con unas palabras que manifiestan la deliciosa prosa de Marilynne Robinson: "Nuestro sueño de vida terminará como acaban los sueños, abrupta y completamente, cuando sale el sol, cuando llega la luz. Y pensaremos, todo ese miedo y esa congoja eran por nada". Unas palabras para guardar en nuestra memoria y reflexionar sobre ellas cuando nos sintamos perdidos o desorientados en este mundo tan hostil.

viernes, 20 de mayo de 2011

John Berendt, La ciudad de los ángeles caídos

Pensándolo bien, soy el único miembro de mi familia que no ha estado en Venecia. No sé si esto tiene algún significado, seguramente no. Quizá uno de los motivos sea el hecho de que disfruto enormemente con los viajes que me proporciona la ficción. Aunque nunca haya estado en Praga, por ejemplo, tengo la sensación de haber paseado por sus calles infinidad de veces de la mano de Kafka, de haberme metido en una de sus bulliciosas tabernas en compañía de Habral y de haber disfrutado de sus maravillosas puestas de sol bajo la atenta mirada de Seifert. Sin embargo, nunca he estado en Praga y mi familia sí, y no sé si ellos han disfrutado tanto de esa ciudad tan evocadora y extraordinaria como yo he conseguido hacerlo entre las cuatro paredes de mi habitación. Por lo tanto, se puede viajar con la imaginación, es más, recomiendo encarecidamente viajar con la imaginación, siendo en muchas ocasiones más reales y vívidas las experiencias narradas que aquello que podemos experimentar el día que decidimos visitar el lugar in situ.

La ciudad de los ángeles caídos de John Berendt es una de esas obras que nos transporta a un escenario supuestamente conocido por todos, en este caso a la legendaria Venecia. Su lectura, a decir verdad, ha hecho crecer en mí el deseo de visitarla en cuanto se presente la más mínima oportunidad. Debo renoconer que nunca me había atraído particularmente. La veía pasto de turistas y abuso de comerciantes sin escrúpulos. No la concebía más allá de su emblemática piazza San Marcos. El hecho de pasear bordeando canales de aguas turbias y, a veces, malolientes no contribuía a colocarla entre mis prioridades en cuanto a viajes a realizar (a todo esto debía sumarse mi fobia a cualquier tipo de aguas estancadas). Pero cayó en mis manos el libro de Berendt y me abrió las puertas a una ciudad desconocida y enigmática, que palpita tras las paredes enmohecidas de sus palazzi inaccesibles para el visitante ocasional. Quizá ese sea el motivo por el que deseo visitarla algún día, tal vez para intuir mínimamente aquello que viví de forma plena durante las horas de lectura, sabiendo de antemano que se trata de un cometido prácticamente imposible.

John Berendt nació en 1936 en Siracusa, en el estado de Nueva York. Su vida siempre ha estado asociada al periodismo, destacando su trabajo para algunas de las revistas más conocidas e influyentes en EEUU como Esquire y New York Magazine. Tras pasar ocho años en Savannah, en el estado de Georgia, publicó en 1994 su primer libro, Medianoche en el jardín del bien y del mal, que ocupó durante tres años seguidos uno de los primeros puestos de los best-sellers más vendidos en la lista elaborada por el New York Times. Este libro se basa en los acontecimientos que Berendt vivió en Savannah, siendo una especie de crónica social centrada en las extravagantes personas con quienes tuvo trato. Tanto aquí como en su siguiente obra, La ciudad de los ángeles caídos, descarta la ficción, tratando como verídicos todos los episodios que narra. En ambos libros - no podemos emplear el término novela - el autor desempeña la función de simple espectador y de cronista de aquellos sucesos que se desarrollan a su alrededor, siguiendo la estela que Truman Capote ya empleó en su mítica y desgarradora A sangre fría.

El segundo libro de John Berendt toma como punto de partida el incendio que se produjo el 29 de enero de 1996 en el Gran Teatro de Ópera de La Fenice. Inmediatamente, aunque de modo fortuito, el autor se instalará entre los canales del barrio de Cannagerio durante un tiempo indefinido para tratar de desvelar sus auténticas causas. Durante toda la narración este trágico hecho nos parecerá una mera excusa para centrarse en otros temas aparentemente secundarios. Berendt utiliza el episodio de La Fenice para adentrarse en la sociedad veneciana y conocer sus entresijos. Así pues, asistiremos a un desfile de encuentros con toda una serie de variopintos personajes que pueblan Venecia y que, como anuncia uno de ellos al inicio de la obra, no siempre dicen lo que en verdad quieren decir. De este modo, mientras dure su estancia en esta mítica ciudad italiana, nos pondremos al día sobre conflictos familiares, burocráticos y testamentarios. A lo largo de sus páginas asistiremos a las rencillas entre los hijos del famoso fabricante de cristal de Murano Archimende Seguso, a las divergencias entre la familia Curtis y la venta del piano nobile del palazzo Barbaro, residencia en la que se hospedaron personajes de la talla del escritor Henry james, a las discusiones entre los parientes de Olga Rudge (amante y pareja de Ezra Pound durante décadas) y el matrimonio Rylands sobre la fundación creada y dedicada al polémico poeta, y las disputas internas entre los miembros de la organización Save Venice, entre otros muchos protagonistas y otras muchas desavenencias.

A pesar de no alcanzar la excelencia de su obra anterior y de su clara inconsistencia estructural, John Berendt nos aporta un libro que entretiene y que logra mantener viva nuestra curiosidad por inmiscuirnos un poco más en un mundo del que, seguramente, nunca seremos partícipes. Aunque sólo sea por eso, tiene todo mi respeto como lector.