viernes, 13 de febrero de 2009

Hermann Buhl, Del Tirol al Nanga Parbat

Hay libros que, independientemente de la calidad literaria con que fueron escritos, nos llegan con una fuerza tan original y genuina como ningún otro. El libro de Hermann Buhl es uno de ellos. Escrito, por descontado, en primera persona, nos narra su descubrimiento y sus primeros pasos en la montaña, por los alrededores de su ciudad natal, Innsbruck, hasta la consagración de su carrera con la subida en solitario y sin oxígeno a la bestia negra del Himalaya, tanto para alemanes como austriacos (que contaban en sus diversas expediciones con decenas de víctimas), el Nanga Parbat.

Si algo destacaría de esta recopilación de recuerdos alpinos (descartando, como acabo de decir, su aspecto literario) es su franqueza, la humanidad con la que este austriaco que en su momento fue el mejor alpinista de su generación nos presenta su voz, sus vivencias, sus anhelos, sus conquistas y sus miedos.

Personalmente me siento identificado con él cuando narra cómo en su adolescencia, debido a su apariencia delgada, le espetan continuamente que alguien tan enclenque como él lo mejor que podría hacer es olvidarse de trepar por paredes tan abruptas y verticales. Sin embargo, la fuerza que surge de ese cuerpo fibrado nada tiene que envidiar a los alpinistas robustos con los que se va tropezando en sus aventuras. Al final éstos se tendrán que rendir ante la evidencia y reconocer la fortaleza tanto física como psíquica que mana de aquel individuo.

Hermann Buhl nos describe pormenorizadamente cada uno de sus éxitos, así como sus momentos más críticos colgado en alguna de las paredes más temibles de los Alpes. Uno de esos episodios sobrecogedores es el que corresponde al capítulo dedicado a la Norte del Eiger, la pared más difícil de los Alpes, según los entendidos en el tema. No sin motivo la palabra alemana “eiger” significa “ogro”, siendo muchos los que han acabado su vida en ella tratando de vencerla.

Tras estas conquistas en Europa, Hermann Buhl se hace la pregunta de por qué a él nunca le llaman para participar en ninguna empresa himalayística. Sorprendentemente, recibe la noticia que siempre había estado esperando. Están organizando una expedición al Nanga Parbat y él será uno de sus miembros. El equipo de alpinistas sale hacía allí en 1953 y, tras mil y una vicisitudes, logran vencer la legendaria montaña. Es el mismo año en que, en otra parte de la cordillera del Himalaya, Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay alcanzan la cima del Everest, eso sí, éstos últimos ayudándose de oxígeno. Hermann Buhl hubo de luchar en solitario y sin oxígeno para llegar a la cumbre. En su traumático descenso, sufrió congelaciones en un pie, por lo que tiempo después hubieron de amputarle varios dedos. Aun así, se atrevería a vencer cuatro años después otro 8.000, el Broad Peak, hasta que, unas semanas después, en el intento de coronar el Chogolisa junto a Kurt Diemberger, desapareció en el abismo de las alturas al desprenderse una de las cornisas que bordeaban en una forzosa retirada… Pero estas ya son otras historias y no aparecen en el libro. Únicamente, y a modo de epílogo a esta edición, el propio Diemberger hace una breve narración de lo que fueron los últimos instantes en aquel infierno que se tragó a uno de los mejores alpinistas de todos los tiempos.

Me gustaría recordar aquí cómo llegó este libro a mis manos. Hacía tiempo que iba detrás de él, pero como suele suceder con las ediciones que ya llevan ciertos años a sus espaldas, resultaba imposible encontrarlo en ninguna librería. Un sábado por la tarde, deambulando con mi hermana por Barcelona (a la que gusta perderse por estrechas callejuelas), nos adentramos en la calle Petritxol. Cuando ya habíamos pasado de largo, mi atención recuperó una imagen que acaba de absorber unos metros atrás. Retrocedimos hasta el escaparate de una pequeña librería que estaba plagado de libros de montaña. Miré hacia arriba y su rótulo indicaba que se trataba de la Llibreria Quera, especializada en “cultura excursionista”. Ambos nos miramos y decidimos entrar a probar suerte. Al momento fuimos magníficamente atendidos por uno de los dos libreros que ocupaban la tienda, mientras un labrador negro nos recibía amigablemente. Tras un par de caricias en el cogote, se retiró al fondo de la misma. Nada más pronunciar el nombre del autor, el libro hizo acto de presencia sobre una amplia mesa. A cada consulta que le hacíamos, el librero se desplazaba de un lado a otro sacando libros de los estantes y depositándolos delante nuestro. La verdad es que no estamos acostumbrados a tanta amabilidad y atención. Finalmente, opté por el volumen de Hermann Buhl que tanto había buscado y me dije a mí mismo, nada más traspasar la vieja puerta de madera y sumergirnos de nuevo en el tumulto de la ciudad, que ya tenía un rincón más donde en caso de necesidad podría ir a buscar tesoros olvidados.