viernes, 20 de agosto de 2010

Agatha Christie, Cinco cerditos

O CÓMO SOBRELLEVAR EL SOPOR DE UNA TARDE DE VERANO

No sé el motivo exacto, pero a Agatha Christie siempre suelo leerla en verano. Alguna razón debe haber, digo yo, porque año tras año siempre acabo devorando una de sus novelas. Tal vez sea debido al calor, que no mengua hasta altas horas de la madrugada (si es que mengua) y me mantiene más despierto de lo habitual. Entonces necesito un sedante, una lectura amena y al mismo tiempo monótona. Acudo a mi pequeña biblioteca, escudriño los lomos de los libros y elijo al azar alguna edición de bolsillo, por lo general alguna novela negra. Por supuesto, la escritora inglesa acaba siendo una de mis principales opciones. Sin embargo, lo que comienza como una elección hasta cierto modo pasajera, acaba siendo una lectura que no dejo hasta finalizarla y dar con el asesino.

Esta dama -apodada como la Reina del Crimen- vivió más de ochenta años (1890-1976), dejando publicadas más de ochenta novelas. Toda una hazaña. Pero sin lugar a dudas su mayor logro fue atrapar con sus tramas a millones y millones de lectores de todo el mundo. Sin ir más lejos es la escritora más leída de todos los tiempos (en español, no obstante, esa distinción la tiene Corín Tellado, a la estela de Cervantes, que hace poco más de un año falleció sin que se hiciera el eco mediático que su figura hubiera merecido, independientemente de la calidad literaria de su obra). La finalidad de las dos escritoras era entretener al público. Si lo consiguieron (y las ventas multimillonarias así parecen confirmarlo), cumplieron con éxito su objetivo.

En la obra de Agatha Christie encontramos un poco de todo, desde novelas elaboradas a vuela pluma hasta otras más intrincadas y originales en su concepción y planteamiento. No debemos olvidar que dos de las mejores novelas en este género tan subestimado han salido de su prolija producción: El asesinato de Roger Ackroyd (1926) y Diez negritos (1939). De tanto en tanto, la autora nos regalaba joyas como éstas. La primera que he mencionado, al igual que la novela que nos ocupa, Cinco cerditos (1942), tiene como protagonista al detective belga Hércules Poirot. Con Monsieur Poirot, la escritora toma el relevo de Arthur Conan Doyle y de su personaje Sherlock Holmes: detective privado que en ocasiones ayuda a Scotland Yard a resolver crímenes y que, con ningún rubor ni modestia alguna, se considera el mejor en su oficio. Hay que decir, sin embargo, que ambos pueden tener esas ínfulas, ya que ningún malhechor se escapa de sus dotes de deducción y sus células grises.

Como suele ocurrir en la mayoría de sus novelas, la autora realiza una primera aproximación al entorno en el que sucedió el robo, la desaparición o el crimen. Seguidamente, quien dirige la investigación conversa con cada uno de los personajes que tuvieron la oportunidad de cometer el delito. Por último, se realiza la resolución del suceso en petit comité, delante de los involucrados. Todos se quedan boquiabiertos cuando se descubre al culpable y se desgrana paso a paso su modus operandi. En el caso de esta novela en concreto y como así nos lo adelanta el propio título de la obra, los sospechosos son cinco personajes. Hércules Poirot recibe el encargo de una señorita que, siendo niña, perdió a su padre –un pintor de renombre - asesinado por envenenamiento; al mismo tiempo, su madre fue la única sospechosa en el escabroso asunto (muchas pruebas así la señalaban) y sentenciada a cadena perpetua por el mismo. Transcurrido un año del juicio, fallece en la cárcel. Sin embargo, dejó una carta para ser entregada a su hija cuando ésta cumpliera la mayoría de edad. En ella le revela su inocencia. Por ese motivo, la joven dama se dirige a Poirot rogándole que se encargue del caso para redimir la honorabilidad de su madre y demostrar a su prometido que ella no proviene de un linaje de asesinos. Aunque han transcurrido dieciséis años desde aquel entonces, el detective acepta el reto de enfrentarse a testimonios que no siempre recordarán exactamente qué sucedió o que tal vez tergiversen la ya de por sí lejana verdad.

Agatha Christie nos dejó una frase que define simple pero lúcidamente lo que cualquier escritor no debería olvidar jamás: “La mejor receta para la novela policiaca: el detective no debe saber nunca más que el lector”. Tal vez ahí radica su éxito entre los lectores que permanecemos atrapados página tras página con cualquiera de sus obras. Nada se nos oculta, todo permanece siempre ante nuestros ojos. El detective descubre los acontecimientos al mismo tiempo que nosotros. El hecho de que no nos encontramos ante ningún listillo de turno que intenta hacernos un mal truco de magia nos proporciona el convencimiento que podemos llegar a las mismas conclusiones que el protagonista si esforzamos un poco nuestra mente y tratamos de sacar sólidas conclusiones… Cosa que raramente sucede, dicho sea de paso, teniendo que esperar ansiosamente a que Monsieur Poirot o Miss Marple acudan en nuestro auxilio y desenreden los hilos del ovillo que tendió esta extraordinaria maestra del género negro.

viernes, 13 de agosto de 2010

John Irving, La última noche en Twisted River

De repente, cuando llevaba leídas más de 500 páginas, me sorprendió el llanto. Es algo que me suele pasar con John Irving, no me avergüenza decirlo (Ketchum, con toda seguridad, habría mascullado “¡Menudo capullo estás hecho!”). En un primer momento traté de controlar mis emociones... Pero cuando comprendí lo inútil de tal esfuerzo, me abandoné a la escena dramática que estaba leyendo. El escritor había conducido mi imaginación a través de esos centenares de páginas a ese punto exacto (sin llegar a ser el final propiamente dicho). Había sabido, de un modo magistral, introducirme en la piel, en los sentimientos, en los temores, en las ilusiones, incluso, de aquellos personajes inolvidables (al menos para mí, que como lector permanecerán en mi memoria durante muchos años, sino toda mi vida). Por descontado, La última noche en Twisted River puede incluirse entre los mejores novelones de John Irving.

Si el autor americano me hubiese visto a través de una mirilla con mi moqueo incontrolable habría sonreído y pensado orgulloso: “Un trabajo bien hecho. ¡Objetivo cumplido!”. Para John Irving la historia y la arquitectura que la alza son fundamentales. Con sus obras pretende emocionar al lector, tal y como lo hiciera (y lo sigue haciendo, aunque no esté tan de moda y en ocasiones haya sido vilipendiado por algunos intelectuales de pacotilla) Charles Dickens... Y lo consigue, ¡vaya si lo consigue! Su narrativa no resulta pretenciosa ni pedante (a pesar de su complejidad) y en eso, quizá, estriba su dificultad y su magia. Cuando uno se sumerge en cualquiera de sus novelas es incapaz de soltarla, de dejar por unos momentos a sus personajes sin saber qué les sucederá, qué será de ellos ahora, ¿saldrán de este embrollo?... Irving mantiene constantemente nuestro corazón en vilo como nadie más sabe hacerlo.

Como en muchas de sus novelas, la trama arranca de un “accidente” en el que se ven involucrados los protagonistas. Es más, ese primer accidente sólo es el inicio de un cúmulo de accidentes que atrapará como una bola de nieve ladera abajo a los personajes, condicionando irreparablemente sus destinos. Dominic Baciagalupo, cocinero en Twisted River, un poblado que vive de la explotación forestal al norte de los Estados Unidos, y su hijo Danny, son las víctimas, en esta ocasión, del infortunio. Un incidente de graves consecuencias les hará huir de Twisted River, emprendiendo un periplo que se alargará durante décadas, perseguidos por el malvado alguacil Carl, la cuestionable autoridad del lugar. Esta novela representa toda una vida. Danny es un niño de doce años al comienzo de la historia y lo dejamos siendo un sexagenario. Este modo de narrativa siempre me ha recordado al largo cauce de un río: partimos de su lugar de nacimiento hasta llegar al punto exacto de su desembocadura. Las novelas de John Irving son, en cierta manera, novelas río con muchos rápidos y escasos remansos.

En La última noche en Twisted River vuelve a aparecer el personaje que acaba convirtiéndose en un escritor de éxito. Anteriormente aparecen escritores en El mundo según Garp o Una mujer difícil; sin embargo, Daniel Baciagalupo o Danny Angel (su nom de plume) es quien más se acerca al John Irving escritor. El autor le da a su protagonista su misma edad y su idéntica formación académica. El proceso de creación de un libro por parte de ambos es análogo. No obstante, todo queda ahí, el parecido sólo se presenta en el apartado técnico puramente dicho. Los acontecimientos vitales son opuestos entre el escritor real y el ficticio (salvando la fijación mutua que sentían hacia mujeres mayores durante la adolescencia). Todo lo que John Irving teme en esta vida, todos los demonios que lo martirizan en sus pesadillas se los endosa a Daniel Baciagalupo, es decir, perder sistemáticamente a todas aquellas personas a las que ama. Cuando parece que por fin todo va viento en popa, viene la tempestad y el fatídico naufragio. Él logra salir con vida, sobrevive, pero a un precio muy alto; lo paga con una tristeza y una soledad que se adhieren a él para no abandonarlo nunca.

Mención aparte merece el tosco leñador Ketchum. A medida que avanzamos en la novela se convierte, aun sin estar siempre presente, en el verdadero eje de la historia. Dominic y su hijo Daniel siempre están pendientes de él; asimismo lo tienen como un miembro más de la familia a la hora de tomar decisiones difíciles. Para Danny siempre será un referente en su vida. Sin lugar a dudas es uno de los personajes más complejos y más carismáticos de John Irving. Su naturaleza violenta y sin ley aunada a su lealtad hacia todos aquellos a los que ama le otorga una ambigüedad en su modo de actuar muy bien lograda por parte del autor.

A quienes les gustó Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, Una mujer difícil o Hasta que te encuentre disfrutarán con la lectura de La última noche en Twisted River. Y quienes nunca hayan leído nada de John Irving, se encuentran ante una excelente novela para adentrarse en el imaginario, las obsesiones y los escenarios a los que nos tiene acostumbrados este autor irrepetible.

viernes, 6 de agosto de 2010

Domingo Villar, La playa de los ahogados

Galicia nos ofrece desde tiempos inmemoriales regalos de su tierra como, por ejemplo, sus productos del mar y de sus rías, sus parajes repletos de fuerza y belleza, su vino blanco que poco o nada tiene que envidiar a un buen burdeos y, desde hace algunos años, la obra literaria de un vigués especializado en el género negro. Con dos novelas en su haber, ambas protagonizadas por el inspector Leo Caldas, Domingo Villar irrumpió en el año 2006 con Ojos de agua. Ahora publica La playa de los ahogados, novela que supera con creces el pulso literario (aunque parezca mentira) de su ópera prima.

Domingo Villar vive en la actualidad en Madrid, hasta hace relativamente poco dedicado al trabajo de guionista para el cine y la televisión (a día de hoy, debido al gran éxito de sus dos novelas, puede centrarse exclusivamente en su tarea literaria). Además, como su propio personaje Leo Caldas, participa como colaborador en un programa de radio hablando de vino y gastronomía (aunque el inspector lo hace para recibir las quejas de los ciudadanos de a pie). Aparte de su origen gallego y de que su familia se dedica a la viticultura allá en la tierra de las meigas, poco más les une.

Vigo es la ciudad que hace de puente entre el autor y su obra. Si bien el escritor ya no se encuentra in situ en el escenario de la acción, tal vez por eso mismo sus descripciones de calles, panorámicas y locales donde ir a tomar un vino o unos percebes entre investigación e investigación, toma un cariz de esencia, de evocación y de memoria. De ese modo, al lector le llegan nítidamente todos los detalles que por regla general las personas obviamos cuando lo que nos envuelve es algo cotidiano y sobradamente conocido. La evocación del autor gallego se convierte en una realidad suficientemente sólida en nuestra imaginación para que creamos pasear junto al inspector Leo Caldas y a su ayudante Rafael Estévez (un maño como un armario y con muy mala leche que no entiende el modo de ser gallego, sobre todo eso de contestar a una pregunta con otra pregunta o la superstición que les hace escupir al suelo tras tocar algo de hierro y que normalmente acaba mancillando sus lustrosos zapatos).

Inevitablemente, la narrativa de Domingo Villar recuerda lo mejor de la obra del ya consagrado escritor sueco Henning Mankell. Sus personajes protagonistas (Leo Caldas y Kurt Wallander), además de ser inspectores, están recientemente separados, beben un poco más de la cuenta, tienen un padre que vive solo y que no recibe toda la atención que se esperaría de su hijo, y, ante todo, no son hombres de acción. Por otra parte, a ambos se les percibe un cansancio vital que aparece al abandonar por unos momentos la investigación. Además, su vida se centra casi de forma exclusiva en su trabajo, tal vez para de ese modo alejar a los fantasmas que se ciernen sobre su vida privada. No obstante, existe un punto diferencial muy importante entre una obra y otra: la del escritor gallego está salpicada de tanto en tanto de tics de humor, por lo que le resta transcendencia y seriedad excesiva a su trama argumental y a la psicología de sus personajes.

De la historia en sí de su segunda obra poco comentaré, ya que no hay nada más odioso que te den demasiados detalles tratándose de una novela policiaca. La trama se desarrolla entre Vigo y Panxón, un pueblo costero que durante los meses de otoño e invierno permanece prácticamente desierto. Allí sólo quedan unos pocos vecinos, algunos de ellos pescadores. Uno de ellos, Justo Castelo, aparece una mañana ahogado en la playa. Nada de esto hubiese sido extraordinario si no fuera porque llevaba las manos atadas. Lo que en un primer momento todo parece vaticinar que se trata de un suicidio (los del lugar lo describían como alguien callado, serio y taciturno y que llevaba mil demonios en su interior) poco a poco se va descifrando como un asunto más turbio de lo previsto y que proviene de viejas heridas que nunca cicatrizaron. A partir de este punto Leo Caldas y Rafael Estévez irán tirando del hilo del ovillo, que nunca será del todo fácil por la ambigüedad y, en muchos casos, temor de aquella gente de mar.

Sólo remarcaré, para finalizar, que os recomiendo encarecidamente esta lectura porque no saldréis decepcionados. Literatura de esta calidad poca se encuentra. ¡Larga vida a esta serie! Aprovechadla.