viernes, 19 de noviembre de 2010

Haruki Murakami, Kafka en la orilla

En un prodigioso artículo de 1999 titulado Correr tras la palabra justa, Joyce Carol Oates confesaba: “Tanto correr como escribir son actividades sumamente adictivas; ambas están, para mí, inextricablemente ligadas a la conciencia. No me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin correr y no me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin escribir”. Murakami es un corredor de fondo, de ahí que sus novelas sean de largo aliento. Emprender la escritura de una obra que transcurrirá durante centenares de páginas es lo más parecido a correr un maratón: no puedes rendirte a la mitad, debes coger fuerzas de donde sea para sobreponerte a los momentos de desaliento y desfallecimiento y traspasar con decisión la meta de llegada. Ahí está su reciente obra 1Q84, publicada en tres volúmenes (de momento), todo un prodigio en extensión y en madurez creativa según los afortunados que han tenido la oportunidad de leerla. Aquí tendremos que esperar todavía un poco la traducción en español por parte de Tusquets.

Haruki Murakami nació en Kioto el 12 de enero de 1949. Comenzó a escribir relativamente tarde, si superada la treintena se considera una edad tardía para este quehacer producto de la imaginación. En las escasas entrevistas que concede, así como en uno de los primeros capítulos de su libro De qué hablo cuando hablo de correr, explica que fue viendo un partido de béisbol cuando decidió ser escritor. Así, sin más. Estaba sentado en el estadio, una mañana soleada, viendo batear a un jugador y algo dentro suyo le reveló su futuro. Bien mirado podría formar parte de una de las muchas escenas un tanto surrealistas que pueblan su narrativa. Tras publicar dos anodinas novelas, decide dedicarse plenamente a la literatura. Deja el club de jazz que regentaba y concentra todas sus fuerzas en su próxima obra. De este cambio un tanto audaz surge La caza del carnero salvaje, que supone un salto cualitativo en su trayectoria.

Con la aparición en 1987 de Tokio Blues (Norwegian Wood) llega su consagración, dentro y fuera de Japón. Sin embargo, la crítica de su país no suele compartir el entusiasmo de sus incondicionales seguidores, que cada vez son más en cantidad y más fervientes en su devoción. La clase intelectual no le perdona a Murakami que emplee el lenguaje como un instrumento más, rebajándolo a mera cultura popular, desproveyéndolo del misticismo y la sensibilidad que consideran que debe tener toda obra de manera inherente. Las críticas sin piedad que el propio Murakami lanza contra figuras consagradas dentro de las letras niponas, como hacia el controvertido Yukio Mishima, no ayudan precisamente a la reconciliación con sus detractores. Sin ir más lejos, Haruki Murakami huye de su país siempre que tiene oportunidad, pasando largas temporadas en el extranjero, donde tal vez se siente más arropado por las autoridades académicas. Lleva años impartiendo clases de literatura en universidades estadounidenses y se refugia en Hawai para redactar sus novelas y practicar el triatlón, su nueva afición tras dedicarse plenamente durante décadas al maratón.

Murakami confiesa a menudo que cuando se sienta a escribir se imagina que el teclado del ordenador es un piano. El ritmo de la narración es lo más importante para él. En ocasiones, como en una pieza de jazz, toma una imagen y comienza escribir sobre ella, haciéndola fluir, sin saber muy bien a dónde le llevará. Su obra, como toda buena literatura, tiene música. Y la novela que hoy nos ocupa, Kafka en la orilla, no podía ser menos, posee la fuerza suficiente para subyugarnos y atraparnos en el mundo tan particular de este escritor japonés.

Kafka en la orilla narra las historias de Kafka Tamura y Satoru Nakata. Kafka Tamura, un muchacho de quince años, decide escaparse de casa para huir lejos de la figura paterna, un renombrado escultor. Su madre y su hermana los abandonaron cuando era pequeño y sobre él pesa una extraña profecía que el propio padre le desveló, una maldición que recuerda a la historia de Edipo: su destino será matar a su padre y acostarse con su madre y su hermana. Su fuga lo lleva a refugiarse lejos de Tokio, en una biblioteca privada donde conocerá a los singulares Oshima y Saeki, dos seres que albergan tanto misterio como el propio Kafka Tamura. Al mismo tiempo y de forma paralela, conocemos a Satoru Nakata, un sesentón que para sacarse un sobresueldo para complementar su exiguo subsidio vitalicio de invalidez busca gatos perdidos. Su historia se remonta a un curioso incidente que sufrió siendo niño en la montaña, mientras iba de excursión con el resto de compañeros de clase. Por algún extraño suceso, esa mañana, en un claro del bosque, todos entraron momentáneamente en un extraño coma. Al cabo de unas horas fueron despertando la mayoría, todos menos Nakata. Tardó mucho tiempo en despertar, pero cuando lo hizo su cabeza se había vaciado completamente. No recordaba quién era, dónde se encontraba, ni siquiera sabía leer o escribir. Había sido el alumno más aventajado de clase, pero se volvió tonto, como él mismo reconoce cuando se presenta ante alguien... Y le quedó, no obstante, el don de poder hablar con los gatos. Sin embargo, una serie de circunstancias provocan también su huida. A partir de ese momento las vidas de ambos personajes se entrecruzan constantemente para acabar confluyendo de un modo sorprendente e insospechado.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Jesús Moncada, Camino de sirga

Hoy es uno de esos días en los que me pregunto cómo llegué a tener conocimiento del libro que tengo entre manos y de su autor. Han pasado más de cinco años desde entonces y algo que desconozco ha hecho que éste sea su momento, su preciso y exacto momento para mí.

Por aquel entonces trabajaba a media jornada en una empresa de juguetes, donde me ocupaba de la correspondencia de la pieza perdida (la gente perdía piezas de sus puzles y yo me encargaba de encontrarlas y enviárselas). Además, colaboraba en la corrección de catálogos, así como en la redacción de algún que otro texto para instrucciones o nuevos productos. Únicamente estaba yo en ese departamento y siempre tenía junto a mí una radio para sentirme acompañado (nada de música, sólo programas de debate, noticias, cultura y cosas por el estilo). Cuando iba de un lado para otro la arrastraba conmigo, dejándola sobre alguno de los estantes repletos de polvo mientras movía su antena para recuperar la señal de la emisora. Era lo más parecido a estar dialogando con alguien.

Los viernes se producía una desbandada general a primera hora de la tarde y me quedaba solo en la última planta de aquella vieja nave. Mi sección colindaba con el taller en el que se producían, embalaban y empaquetaban los productos que serían la ilusión de niños y adultos. Un rumor lejano de la maquinaria se filtraba por la pared que nos separaba. Si salía de la sala, en el resto del ala, destinado a oficinas, despachos de dirección y estudio gráfico, el silencio era absoluto. Si al hecho de ser viernes le sumamos que venía por delante un puente de varios días, allí no quedaba ni el apuntador. Eran las seis de la tarde y aún me quedaban dos horas de trabajo.

A veces, allí confinado, me sentía como Edmond Dantès, antes de convertirse en el vengativo conde de Montecristo. Era toda una alegría cuando alguna salamanquesa se colaba por la buhardilla y se instalaba durante una temporada entre mis paredes. Al pasar las horas, casi me daban ganas de contarle cómo me había ido el día. No obstante, debo reconocer que de tanto en tanto recibía visitas de compañeros de otras secciones que utilizaban la soledad de mi departamento para evadirse un rato. Siempre creí que venían a departir conmigo pero, en el fondo, sospecho que lo que más les atraía del lugar era el amplio ventanal que se asomaba al exterior. Fueran sinceros o no aquellos encuentros, siempre los agradecía.

Aquella tarde, sin embargo, fueron pocos los que pasaron por allí. El tiempo se eternizaba más que nunca mientras fuera la luz languidecía. Escuché ruidos a la espalda de donde estaba sentado. Pasaron unos segundos y vi que una cabeza se asomaba por la puerta corredera que separaba la sala de un pequeño almacén que, a su vez, comunicaba con el estudio de diseño y otros despachos.

-Cierro las luces. Ya no queda nadie ahí dentro – dijo el recién llegado-. Eres el último de Filipinas.

Nunca había oído esa expresión. No sabía lo que significaba, aunque me lo podía llegar a imaginar. Igualmente le sonreí como si hubiese dicho algo de lo más ocurrente. Él pareció darse por satisfecho; los ojos le brillaban detrás de sus gafas de marca. Era el típico individuo trajeado que no sabías muy bien qué hacía dentro de la empresa, aparte de llevarse una buena pasta a final de mes. El típico que si te cruzabas con él por el pasillo pasaba por tu lado sin decir un cortés hola o adiós, dejándote con el saludo en los labios, amén de la cara de tonto. El típico al que fuera de allí, seguramente, sus amigos calificaban de maravillosa persona.

-Buen fin de semana – me limité a decirle.

El encorbatado se fue por donde había venido y yo volví a sumergirme en aquellas cartas procedentes de todos los rincones del mundo: Nueva Zelanda, Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Sudáfrica, Francia, Rusia, Suecia, Australia, Israel. Disfrutaba leyendo las que podía leer. Los consumidores no se limitaban a especificar qué pieza habían perdido sino que se extendían en detalles de sus propias vidas: cómo había llegado el puzle a sus manos, cuánto les había costado realizarlo, cómo se había producido la tragedia y cuánto significaba para ellos finalizarlo. Esporádicamente, tras recibir las piezas en sus casas, había quien mandaba alguna postal típica de su localidad manifestando su gratitud y expresando la alegría que le había producido ese pequeño milagro de reposición. La mayoría de las semanas recibía un promedio de trescientas cartas. ¡Nunca me hubiese imaginado todo lo que llega a perder la gente!

Cuando levanté la vista de la correspondencia descubrí que había anochecido. El cristal de la ventana me devolvió mi propio reflejo. No sé por qué lo hice, pero le dediqué un saludo con un cortés asentimiento de cabeza. Me levanté para estirar un poco las piernas y recorrí el estrecho pasillo de altos estantes que albergaban las ediciones de todos los puzles de los últimos años, saliendo a un pasillo sólo alumbrado por las luces de emergencia. Tras hacer una visita a los lavabos, volví a mi puesto de trabajo, saboreando durante el paseo la calma que reinaba en las amplias salas en penumbras que iba dejando atrás. Acababan de dar las siete y la emisora que estaba escuchando hizo una desconexión comarcal; el programa que comenzaba a partir de ese momento lo emitían desde los estudios de Radio Barcelona.

La sección cultural que con tanta ansia esperaba cada semana siempre se introducía tras los escándalos políticos y las glorias deportivas de rigor. En esta ocasión el monográfico literario estaba dedicado a Jesús Moncada (1941-2005), hijo predilecto de Mequinenza, el pueblo sumergido en las aguas del embalse de Ribarroja en la confluencia del Ebro y el Segre y que él hizo famoso en su obra. Tras una breve referencia bibliográfica (realmente fue un autor poco prolijo pero de una altísima calidad) destacaron su obra maestra, Camino de sirga. Me sentí avergonzado por desconocer tanto al escritor como esa novela en particular (yo que me jacto de ser un hombre de letras). Inmediatamente tuve la necesidad de hacerme con ese libro, cosa que no tardé mucho en conseguir. Al día siguiente compré un ejemplar en la librería más próxima que encontré. No dejaba de resonar en mi mente el nombre de Mequinenza, un nombre tan literario como el de Macondo de Gabriel García Márquez, aunque el de la Franja siempre aseveraba en las entrevistas no estar influenciado por el realismo mágico. Y aunque haya tardado años en emprender su lectura (por motivos que se me haría demasiado extenso contar) nunca ha dejado de llamarme desde el estante en el que descansaba como una especie de tamtan en medio de la selva. Por fin, tras una tupida cortina de enredaderas he descubierto el claro en el que sentarme para leer con calma su historia.