viernes, 15 de octubre de 2010

Manuel Vázquez Montalbán, Los pájaros de Bangkok

Hace siete años que nos dejó Manuel Vázquez Montalbán y ya va siendo hora que hable de él. Pensándolo bien, tal vez me he demorado más de la cuenta y no sabría explicar el motivo, puesto que a mi alrededor siempre revolotea algún libro de la serie Carvalho. Además, si sumamos que mi pasión por la gastronomía y la novela negra se la debo al autor barcelonés y a su protagonista afincado en Vallvidrera y con despacho en las Ramblas, me sorprende que ambos no hayan aparecido en las primeras entradas de este blog. Pero como todo en la vida, en ocasiones a todo aquello que más amamos no le damos prioridad y lo relegamos incomprensiblemente a un tiempo que aún está por venir. Es la insegura seguridad de que pase lo que pase siempre estará ahí y de que podremos contar con ello cuando lo necesitemos. Gran error.

Muchas veces he necesitado recurrir a Manolo, sobre todo cuando la sordidez de la vida social y política de este país se hace inaguantable. Abrir uno de sus libros, releer cualquiera de sus artículos, sumergirnos en sus diatribas culinarias o en cualquier medio en el que oigamos de nuevo su voz siempre es una bocanada de aire fresco. Al leerlo es como si tomáramos con fuerza una pértiga y sorteáramos de un impulso la estupidez que impera en este sobrevalorado siglo XXI. Manuel Vázquez Montalbán ha sido un auténtico hombre del Renacimiento dentro de la Literatura. Sabía de todo (o casi de todo, si descartamos la física cuántica y cosas así) y mejor que nadie. Cualquier tema que se le pusiera por delante sabía analizarlo con una maestría inigualable. Me imagino que deben de sentirse muy afortunados todos aquellos que lo conocieron y trataron con asiduidad.

Por mal que me sepa y contradiciendo a Juan Marsé, a Manuel Vázquez Montalbán lo recuerdo por toda su prolífica carrera de escritor, pero especialmente por la serie protagonizada por Pepe Carvalho. Marsé escribía unas líneas recordando a su gran amigo y compañero de fatigas y finalizaba deseando que no se le recordara por el mítico detective sino, por ejemplo, por su admirable obra poética. Quizá yo sea una persona más banal, de no tan altos vuelos, más insensible en definitiva, pero reconozco que en Carvalho está metido todo el universo de Montalbán, todas sus filias y sus fobias, su aprendizaje y su madurez, sus recuerdos y su temor al olvido... O al menos así lo intuyo yo.

Aunque ya llevaba tres novelas de la serie a sus espaldas (Yo maté a Kennedy, Tatuaje y La soledad del mánager), no será hasta su cuarta entrega, Los mares del sur (1979), cuando gane el Premio Planeta y, a través de los vericuetos del azar, se dé a conocer en el extranjero, sucediéndose una traducción tras otra. El propio autor explica que nadie lo conocía fuera de nuestras fronteras hasta que un buen día el crítico francés Michel Lebrun compró la novela en uno de esos montones de libros de saldo que hay en las estaciones de tren para sobrellevar mejor los largos trayectos. Le gustó tanto que, por cuenta propia, la presentó al Prix International de Littérature Policière en 1981. Por descontado, se hizo con él. Todo le venía caído del cielo a un ateo declarado como Manuel Vázquez Montalbán.

Sin lugar a dudas, Los pájaros de Bangkok (1983) es la mejor novela de la serie Carvalho. Por ese motivo, sorprende lo que el destino le deparó al propio autor. El día que escuché la noticia por la radio me llevé las manos a la cabeza y pensé: “Esto no lo supera ni el mejor guionista de la Fox”. Manuel Vázquez Montalbán falleció de un paro cardiaco mientras hacía escala en el aeropuerto internacional de Bangkok, de regreso a España desde las Antípodas, donde había realizado una exitosa serie de conferencias. Dejaba listos para imprenta dos volúmenes en los que aparecía de nuevo Pepe Carvalho y que serían (al menos eso dan a entender) los últimos de la serie. Un final redondo, perfecto para ambos. Tal vez demasiado.

Estructuralmente hablando, Los pájaros de Bangkok es la novela más compleja del canon carvalhiano. Tres historias se entrecruzan en su trama, proporcionando un fresco de situaciones y personajes que, a medida que avanzamos en la lectura, van componiendo un todo donde cada una de las piezas encaja perfectamente. Las dos primeras historias con las que se encuentra el lector transcurren en Barcelona. Una trata sobre la investigación que el detective realiza sobre la estafa que se le está haciendo a un empresario. La otra es el caso del asesinato de una joven; aquí Carvalho actúa por cuenta propia, para sobrellevar mejor la falta de trabajo y el ambiente opresivo en el que parece hallarse.

La tercera historia en arrancar es la que le llevará a Tailandia. Teresa Marsé, amiga de Pepe Carvalho, ha desaparecido en el otro extremo del mundo, así se lo hace saber el hijo de ésta. Al principio todo son reticencias y negaciones por parte del detective a la hora de aceptar el caso. Hay más implicaciones que las puramente profesionales. El recelo que le produce el asunto le hace desistir una y otra vez a involucrase. Sin embargo, movido por el deseo de escapar de la monotonía y la melancolía que amenazan con ahogarlo, decide finalmente, y por segunda vez en su vida, visitar el país asiático.

Como en las grandes novelas, el círculo se cerrará al final. Todo cobrará sentido una vez alcancemos las últimas páginas. Para ello, será necesario que Carvalho vuelva a Barcelona, a la ciudad de la que huyó (porque lo suyo realmente fue una huida en toda regla). Regresa, no obstante, con algunas respuestas, para algunos tal vez a preguntas triviales, para él fundamentales. Una de ellas, planteada antes de su partida y que no dejaba de rondarle por la cabeza, era sobre el nombre que tenían aquellos pájaros apostados a millares en las calles de Bangkok. Una vez en su despacho con vistas a las Ramblas y con su anhelada respuesta comprenderá lo inútil que es tratar de huir de uno mismo, porque además de resultar imposible es una considerable pérdida de tiempo.

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