viernes, 4 de diciembre de 2009

Manuel Rivas, Los libros arden mal


La obra de Manuel Rivas tiene música. Su obra narrativa, periodística y, sobre todo, poética está construida, elaborada y urdida con las más variopintas melodías. El tono puede ir desde la delicadeza de un beso hasta la contundencia de un episodio cruel de guerra. Pero si lo lees en voz alta, si te plantas en medio de la habitación y haces la lectura de cualquiera de sus textos, tus pies pueden arrancar a bailar solos.

Las páginas de Los libros arden mal nos recuerdan que Manuel Rivas se nos acerca tras haber escrito años atrás el relato La lengua de las mariposas y la novela El lápiz del carpintero, si bien armado con más herramientas literarias, con un cincel más contundente a la hora de retratar situaciones y personajes, incluso con más malaleche si se me permite. Obra coral y sin demasiadas concesiones a la sensiblería, logra alcanzar un estado de madurez en la literatura del autor gallego que solo habíamos podido apreciar también en algunos de sus últimos poemas. Porque, ante todo, es en la obra poética de Manuel Rivas donde podemos ver la evolución en su oficio como escritor.

Siempre he comentado con los amigos y conocidos que soportan de vez en cuanto mis desvaríos y verborreas literarias, que Manuel Rivas me recuerda demasiado a Alessandro Baricco, sin que esto pretenda ser una crítica. Al contrario, desea ser una loa. Admiro el saber hacer de ambos autores, el mezclar la poética en una prosa sin que chirríe en cada párrafo. Si bien el turinés nunca ha publicado un poemario, su manera de enfocar la acción narrativa adquiere un prisma lírico inconfundible al igual que ocurre en la obra de Manuel Rivas. Tanto uno como otro son capaces de mostrarnos una escena repleta de sordidez de un modo que tan solo la literatura de calidad es capaz de transformar en algo que nos sacuda más el alma que los intestinos. Pocos escritores hoy en día son capaces de hacer este acto de prestidigitación.

Aparte de como escritor a este habitante de la Costa da Morte lo respeto como persona. Su solidaridad, su proximidad a la gente que se le acerca con una obra suya bajo el brazo, su generosidad al comprometerse con todos los que amamos la tierra, lo alejan del arquetipo de autor ególatra y egocéntrico que no ve más allá de su autoalimentado halo. Su sencillez y esa timidez tan característica en él que hace que su mirada se pierda en un punto indeterminado fuera de la observación de su interlocutor, su voz entrecortada, que apenas sale como un murmullo y que nos habla como si recitara uno de sus versos, lo hacen único y carismático.

De Manuel Rivas hay que leerlo todo, porque todo tiene importancia, y deberíamos estar atentos a sus nuevas publicaciones, porque pocos libros ocupan hoy las abarrotadas estanterías de las librerías y nos susurran al oído de nuestra conciencia el secreto de la tierra y de la mismísima naturaleza humana.