viernes, 25 de marzo de 2011

Haruki Murakami, 1Q84 (Libros 1 y 2)

Voy caminando por la ciudad, no es una ciudad que me pertenezca porque no es mi ciudad, yo no soy de allí, pero los acontecimientos que en aquellas calles y en aquellos barrios he vivido hacen que sea un escenario familiar. Pero un día, cuando ya hace tiempo que no visito aquella zona de la ciudad, regreso y me encuentro como un extraño, porque aunque parezcan las mismas fachadas y portales, las mismas plazas y estatuas, hay algo que hace que me detenga en mi deambular y que permanezca observando todo lo que me rodea como un animal al acecho. Todo parece igual, tal vez un poco más viejo, más desgastado, como si la pátina del tiempo hubiera cumplido a la perfección su cometido. Sin embargo, el aire y su luz son distintos, los aromas en fuga que sobrevuelan los contornos han cambiado. Pero ¿y las personas? ¿Son las mismas aquellas personas que paseaban a mi alrededor cuando vivía situaciones que marcaron el devenir de mi vida? De aquel pasado no queda nada y esa sensación es angustiosa y paralizante. Como un extranjero, he regresado desde mi propio pasado a un nuevo mundo, a un mundo que dejé atrás hace mucho tiempo y que ha continuado existiendo a pesar de mi ausencia.

No se deje engañar por las apariencias. Realidad no hay más que una... Estas dos frases se encuentran en el primer capítulo de 1Q84 y nada más leerlas saboreamos el regocijo y la certeza de que nos espera una obra que volverá a hacer que nos replanteemos el sentido de la realidad a la que tan fútilmente nos asimos en nuestro día a día y que tozudamente damos por verdadera.

Cuando ya parecía imposible que el maestro Murakami diera una vuelta de tuerca más a su obra, nos sorprende con una novela que supera el millar de páginas y que en ningún momento pierde su fuerza narrativa. Tras After Dark (me duele decir que un paso atrás en su producción) tenía mis dudas sobre el rumbo que tomaría la literatura de Haruki Murakami, sobre todo teniendo como antecedente una novela tan emblemática en su bibliografía como Kafka en la orilla. Sin embargo, la monumentalidad de 1Q84 y la excelencia de su escritura la convierten en la cima de la carrera de Murakami, y no sólo por tratarse de su última novela sino porque en ella se aúnan todos los grandes temas, obsesiones y anomalías existenciales de su particular prosa, solventándolos de una manera impecable.

Dividida en tres libros (de momento se han publicado juntos los dos primeros), 1Q84 narra la historia de Aomame y Tengo. Sus capítulos van alternando la vida de ambos en tandas de 24, cada una de las cuales conformarán un libro. La elección de esta cifra no es arbitraria, ya que en el mismo volumen el editor nos informa que el autor japonés toma este número del ciclo El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach. (Recordemos que tanto en la vida privada de Murakami como en la de sus propios personajes la música clásica -y también el jazz- tiene una importancia muy relevante.) A priori se trata de una estructura simple que repite de obras anteriores como en el caso de Kafka en la orilla. Y al igual que sucedía en ésta, las historias paralelas de sus dos protagonistas tienden de manera irremediable a confluir.

Tengo y Aomame son dos treintañeros cuyas vidas están marcadas por la soledad y la constante presencia de su pasado. Como en la mayoría de las obras de Murakami, ambos personajes sufren un doloroso desarraigo familiar, quedando en un meditado suspense muchos de los acontecimientos que vivieron de niños y que les ha influido de una manera decisiva para convertirse en las personas que son en la actualidad. Tengo se dedica a enseñar matemáticas a jóvenes adolescentes en un centro privado de Tokio. Su tiempo libre lo dedica a escribir novelas que todavía no ha logrado publicar, bajo la influencia y asesoramiento de un extravagante editor llamado Komatsu. Pero un día aparece la figura de la enigmática Fukaeri, una chica de diecisiete años que ha escrito una obra titulada La crisálida de aire. Esta novela ha llegado a manos de Komatsu, quien le propone a Tengo reescribirla para presentarla a un prestigioso concurso. Desde ese momento, tras aceptar el encargo, los destinos de Tengo y Fukaeri y de todos aquellos que los rodean quedarán unidos y malditamente sentenciados. Paralelamente transcurre la vida de Aomame. Trabaja como monitora y masajista en un gimnasio de la gran urbe nipona. Pero eso sólo es la punta del iceberg, una tapadera, puesto que su verdadera profesión y cometido va más allá de la legalidad y de lo éticamente correcto. Uno de esos trabajos será el responsable de que el pasado vuelva a reconducirse por unos cauces que están predestinados a encontrarse en el presente.

A todos los acontecimientos que se van sucediendo mediante las vicisitudes de Aomame y Tengo y que se convierten en la música principal de la obra, se suman otras melodías de fondo a las que ya nos tiene acostumbrados Murakami. En la narración encontraremos un tumultuoso despliegue de relaciones personales, enigmáticas figuras procedentes de sectas religiosas, canciones que aparecen de repente en la cotidianidad de los personajes (en este caso la prácticamente desconocida Sinfonietta de Janácek), anécdotas literarias representadas por la figura de Antón Chéjov y la obsesión que mantuvo con la isla de Sajalín, al norte de Japón, y la constante presencia de la novela de George Orwell, 1984, el mismo año en el que arranca la novela y que será el preludio del mundo en el que los personajes se adentrarán y que no tendrán más remedio que reconocerlo y renombrarlo como 1Q84.

Tendremos que esperar a que llegue el otoño para que la editorial Tusquets ponga en circulación el tercer libro y sepamos qué destino les tiene deparado Haruki Murakami a ese tándem compuesto por Aomame y Tengo. A falta de que se publique en España este último libro, dando por concluida la novela, si comparo Kafka en la orilla con 1Q84, sigo quedándome con la primera. Estilísticamente es mucho más imperfecta, posiblemente. ¿Pero qué obra maestra que se precie no se sustenta sobre sus sólidas imperfecciones?

viernes, 11 de marzo de 2011

Steven Millhauser, August Eschenburg

La persona de Steven Millhauser (escritor americano nacido en Nueva York en 1943) es tan etérea como los personajes de sus novelas y relatos. Se asemeja a algunos de sus compatriotas más ilustres -J.D. Salinger y Thomas Pynchon, por poner los ejemplos más conocidos- en su obsesivo deseo de desaparecer de la vida pública. Descarta toda fama que provenga de su trabajo, guardando con celo su privacidad. No aparece en medios de comunicación, no se deja fotografiar, no concede entrevistas, no hace promociones de sus libros y, ante todo, no entra en los improductivos debates de sus compañeros de oficio que no dudan en ofrecer al mejor postor su vacua verborrea. Steven Millhauser parece perseguir el mismo objetivo que sus personajes: vivir exclusivamente para su obra, descartando a su paso todas las consecuencias colaterales que ésta acarrea. Con Martin Dressler ganó el Premio Pulitzer en 1997, una de las pocas ocasiones en las que ha hecho una aparición en público, así como una de las raras veces en las que se ha dejado fotografiar (recogiendo el premio, puro trámite de rigor).

La historia que aquí presento arranca en pleno siglo XIX, en un pequeño pueblo centroeuropeo. August Eschenburg, un niño con una extraordinaria sensibilidad, vive con su padre, un relojero que lo inicia en los secretos de su oficio. Desde muy corta edad, August comienza a elaborar piezas mecánicas que tratan de emular el movimiento humano. Ésa es la obsesión que acompañará para siempre su vida y su obra. Sus cada vez más sofisticados automatismos los irá exponiendo en las vitrinas de la relojería familiar, para asombro de todos los transeúntes. Un buen día un empresario de Berlín llama a la puerta para proponerle que vaya con él a la gran ciudad y exponga sus nuevas creaciones en los escaparates de su imperio de grandes almacenes. August Eschenburg aceptará el ofrecimiento, comenzado de ese modo una carrera sistemática por alcanzar la perfección, sin darse cuenta de que el mundo a su alrededor está cambiando vertiginosamente y de que las modas pasajeras acabarán por condenar sus obras al olvido. Si algo nos queda al finalizar la lectura de esta historia, es la sensación de entender un poco más el papel que el artista desempeña en la sociedad y lo efímero que en la mayoría de ocasiones resultan sus creaciones. Pero esto sólo es una percepción particular, nada más.

Entre las obras de Steven Millhauser destacan su ópera prima Edwin Mullhouse, la mencionada y galardonada Martin Dressler, la colección de relatos Pequeños reinos y la novela corta de la que aquí se hace referencia, August Eschenburg. No obstante, su fama a nivel mundial tal vez se deba a una de sus narraciones que fue adaptada para la gran pantalla y que muchos todavía conservarán en la retina, Eisenheim el ilusionista.