viernes, 17 de junio de 2011

Dennis Lehane, La última causa perdida

John Irving tiene guardado un libro que sólo leerá cuando se le acerque la hora de abandonar este mundo. Será, mirándolo bien, una manera de darse un último gustazo. Y qué mejor para ello que reservar una obra de su admirado Charles Dickens y asegurarse unos instantes de deleite antes de pasar a mejor vida. Irving no llegó a especificar el título en concreto, pero llegado el momento poco importará. El hecho de reencontrarse con uno de sus autores predilectos y leer algo nuevo salido de su fértil imaginación será suficiente. En mi caso, estuve considerando hacer algo parecido. Ahora que acaba de publicarse la última novela de Dennis Lehane protagonizada por los detectives Patrick Kenzie y Angela Gennaro, me planteé guardarla para un futuro incierto (y que espero que quede muy lejos). Sin embargo, una vez en mis manos, me lo pensé mejor. No pude resistirme e, inmediatamente, comencé su lectura, a sabiendas de que nadie sabe con certeza qué le deparará el destino.

Moonlight Mile, traducida como La última causa perdida, aparece once años después de la última entrega de la serie. En esta nueva aventura, nos encontramos con Patrick y Angela felizmente casados y con su hija de cuatro años por la que se desviven. ¡Qué peor modo de comenzar una novela negra!, pensaréis con toda la razón del mundo. Pero cometeríamos un grave error (y una falta de respeto hacia el talento más que probado de Lehane) si nos quedáramos con esta idílica postal hogareña y pensáramos que todo va a continuar con esa tonalidad edulcorada durante más de trescientas páginas. No obstante, este apunte familiar es sumamente significativo, puesto que nos advierte que, si bien pueden acontecer nuevos sucesos violentos y escabrosos, aquellos intrépidos detectives que conociéramos una década atrás y a los que poco les importaba jugarse el físico ya no son los mismos. Y es que un hijo cambia a cualquiera. Y si a esto le sumamos la crisis económica (ni los personajes de ficción se libran), ya ni os cuento.

Mientras Angela Gennaro abandonó el oficio para dedicarse a estudiar y sacarse una carrera que diera un giro a su profesión, Patrick Kenzie debe trabajar en una agencia de detectives para sustento de la familia. Ni siquiera le tienen en nómina y los trabajos esporádicos que le proporcionan entran en más de una ocasión en conflicto con su ética personal, tan mermada en esos momentos. En cierto modo parece que su vida y, lo más importante, la de los suyos dependa de aferrarse o no a ese puesto mediocre, gris, ingrato, a veces de lameculos... Pero hay que pagar una casa, la comida, el seguro médico de la niña y Patrick debe tragar lo que nunca había tragado. ¿Hay algo que justifique rebajarse hasta ese punto? Tajantemente no. Aun así, supongo que todos traspasaríamos ciertos límites por nuestros seres más queridos... Y Patrick Kenzie no iba a ser una excepción.

Una buena mañana, de camino a su precario trabajo, Patrick se encuentra con la tía de Amanda McCready, la niña que desapareció doce años atrás y a quien tuvo que encontrar, pagando por ello un precio muy alto. Desde entonces ambos no se habían vuelto a ver y aquel tropiezo parecía indicar que no tenía nada de fortuito. En realidad, ella lo esperaba para ponerle al corriente sobre la nueva desaparición de Amanda. Si en su día fue su propio marido quien secuestró a la niña (episodio narrado en Desapareció una noche) tratando de salvarla de las garras de una madre desastrosa, en la actualidad Amanda había vuelto a desaparecer por causas que se intuían nada halagüeñas. Ella intenta apelar a su conciencia, recordándole que fue culpa suya que Amanda regresara junto a su madre, condenándola irremediablemente a un destino funesto. Patrick Kenzie lo acabará tomando como una oportunidad para saldar viejas cuentas pendientes y de esa manera apaciguar unos remordimientos que tal vez nunca se desvanezcan del todo. Ahora él es padre y puede entender la responsabilidad que se adquiere al tener a su cargo una vida tan inocente y al mismo tiempo tan desamparada.

Y, como no podía ser de otro modo, una vez más toda la historia se desarrolla en Boston. Patrick Kenzie y Angela Gennaro vuelven a unir sus fuerzas para tratar de localizar a Amanda McCready. Ambos iniciarán una investigación en la que se arrastrarán de un escenario a otro como héroes cansados, hastiados de toda la escoria que sigue habiendo ahí fuera, que no mengua, sino que incrementa alarmantemente. Nada más comenzar a entrevistarse con los conocidos de Amanda, Patrick y Angela vuelven a impregnarse de nuevo de toda la basura pestilente que se oculta bajo la alfombra del mundo. De ese modo, se darán cuenta de que ya no están hechos para involucrarse en casos que los sumerjan en esos barrios tan inhóspitos en los que la pobreza y la violencia son la cara visible de una sociedad que ha llegado a un callejón sin salida. Al final del día, lo único que desean es regresar a su hogar, dulce hogar, y contarle un cuento a su pequeña mientras la arropan con todo el esmero y con toda la dulzura de la que son capaces.

Si bien unas líneas más arriba hablaba de héroes cansados, también debería hablar de narración agotada. Ya en las primeras páginas percibimos que La última causa perdida queda muy lejos de la calidad y la fuerza de su magnífica antecesora, Plegarias en la noche, o de los brillantes diálogos de la novela con la que hacía su debut literario, Un trago antes de la guerra. No sabría explicar muy bien el motivo, pero uno se da cuenta de su carencia de brío, de chispa, de mala leche incluso, de aquella ironía inusual por la que muchos incondicionales de Lehane quedamos prendados de sus carismáticos personajes. A pesar de ello, de este comentario crítico que tanto me ha costado manifestar, considero que se trata de una novela que hay que leer. Su modestia dentro de la producción del autor norteamericano no constituye un impedimento para que podamos pasar de nuevo unas horas recorriendo las calles bostonianas mientras unos mafiosos de la Europa del Este nos pisan los talones.

Al finalizar la lectura, me quedo con la sensación de que esta será la última vez que podré inmiscuirme en la vida privada de Patrick Kenzie y Angela Gennaro. Ojalá me equivoque, pero el acto simbólico que realiza el propio Patrick hacia el final de la obra y las palabras de sus últimas páginas hacen augurar que Dennis Lehane da su serie por acabada. Esperemos que el autor lo reconsidere en el futuro (siempre que no sea a costa de la calidad literaria). Porque lo cierto es que me gustaría tener un Lehane inédito en mi biblioteca, al igual que John Irving tiene un Dickens inédito en la suya, a la espera de tiempos venideros.

viernes, 3 de junio de 2011

Marilynne Robinson, Gilead

Reconozco que de tanto en tanto me gusta leer novelas en las que, aparentemente, no sucede nada. Lo que para muchos alcanza la categoría de interminable tostón, puede convertirse en un paisaje plagado de sutilidades si adoptamos el tipo de lectura adecuado. Hablo de narraciones introspectivas, historias de personajes, en las que se prima más el conocimiento que adquirimos sobre la naturaleza humana que la acción desencadenada por una serie de individuos.

Con sólo tres novelas en su haber (Housekeeping, Gilead y Home), Marilynne Robinson es una de las autoras estadounidenses más prestigiosas en el panorama literario. En cierto modo, recuerda el caso de la canadiense Anne Michaels: escasa producción y prosa plagada de música y poesía. Entre la primera novela de Marilynne Robinson, publicada en 1980, y la aparición de Gilead, hubieron de transcurrir veinticuatro años. Se trató de una espera sobradamente merecida, pues esta obra le valió el premio Pulitzer en 2005.

Nacida en Sandpoint, Idaho, en 1943, Marilynne Robinson se licenció en 1966 en Filosofía y Letras. Desde entonces ha combinado su faceta docente con la creación literaria, obteniendo, además del ya mencionado anteriormente, premios tan prestigiosos como el Hemingway Foundation/PEN Award (1981), el National Book Critics Circle Award for Fiction (2004) o el Orange Prize for Fiction (2009). Esperemos que su debut en el mercado español abra la puerta a la traducción del resto de su obra.

La novela se desarrolla en la pequeña población de Gilead, en el estado de Iowa. La voz de la narración es la del reverendo John Ames. Habiendo sobrepasado ya los setenta años y viendo próximo el final de sus días (unos problemas cardiacos así lo auguran), decide escribirle una larga carta a su hijo de siete, fruto de un matrimonio tardío con una esposa a quien dobla en edad. Pero más que una carta, John Ames escribe un dietario de todo aquello que acontece en el pueblo y sobre aquellas inquietudes y recuerdos que acuden a él cuando cae la noche o cuando contempla desde lejos a su joven familia o cuando mira atrás y ve un pasado en el que pequeños detalles adquieren la forma de pequeñas revelaciones. Ahí queda la historia del viaje junto a su padre en busca del abuelo Ames, repleta de momentos sutiles de una profunda belleza.

Poco puede decirse de la trama de la novela, porque no la hay. La obra es un mosaico repleto de piezas engañosamente inconexas. A groso modo, podría afirmarse que Gilead es una obra que examina hechos aislados del propio John Ames y sus conocidos, poniendo de relieve todas las contradicciones que acompañan al hombre a lo largo de su vida. Finalizaré con unas palabras que manifiestan la deliciosa prosa de Marilynne Robinson: "Nuestro sueño de vida terminará como acaban los sueños, abrupta y completamente, cuando sale el sol, cuando llega la luz. Y pensaremos, todo ese miedo y esa congoja eran por nada". Unas palabras para guardar en nuestra memoria y reflexionar sobre ellas cuando nos sintamos perdidos o desorientados en este mundo tan hostil.