viernes, 25 de septiembre de 2009

Georges Simenon, El hombre que miraba pasar los trenes

Seamos francos: No comparto la opinión de la mayoría de admiradores de Simenon cuando afirman que éste no se encuentra lo suficientemente valorado literariamente y cuando alzan el grito al cielo acusando que no ganara en su vida al menos un mísero premio Goncourt. Sinceramente, en el parnaso de los escritores, Georges Simenon tiene lo que se merece, ni más ni menos. Aún demasiado, a mi modesto modo de ver. Se trata de un autor prolífico, excesivamente prolífico, y esto se nota. ¡Vaya si se nota! Solo de la serie en la que aparece el comisario Maigret se cuentan más de setenta novelas. Decenas de otras novelas. Decenas y decenas de relatos. Miles de artículos. Y todos ellos, sin excepción, invariablemente, adoptan intrínsecamente la musicalidad de un telegrama. Más que obras acabadas se asemejan al primer bosquejo que un escritor hace para tantear el terreno, antes de acometer con todo su talento el asalto definitivo a la obra.

Porque, ¿de qué estamos hablando? ¿De cantidad o de la calidad? Y que nadie me venga a estas alturas con la conocida monserga de que en la cantidad está la calidad. Seguro que a estas alturas del artículo más de un admirador del amigo belga me habría saltado gustosamente a la yugular. Y lo entiendo. Sólo diré en mi defensa que ya no tengo con los escritores mi paciencia de antaño. Ya doy pocas oportunidades. Si a la segunda página la historia no funciona, cierro el libro y a probar suerte en otro. Pensándolo bien, hallar buenas lecturas sólo es cuestión de suerte y azar. Ni si quiera la consagración de los autores es sinónimo de acierto.

Sin embargo, quisiera resaltar un pasaje que encuentro soberbio, cuando el protagonista, Kees Popinga, aún era un conciudadano ejemplar, antes de convertirse en el criminal más buscado de este hemisferio. “No se hubiera permitido pensar oficialmente que existía algún lugar en el mundo donde se pudiera estar mejor que en su propio hogar. Precisamente por eso, cuando oía pasar un tren y sorprendía dentro de sí una extraña angustia que podía parecerse a la nostalgia, se ruborizaba”. Creo que estas palabras son lo mejor del libro, por lo demás muy entretenido... Pero también lo deben ser las obritas de Corín Tellado (con todos mis respetos y quitándome el sombrero), pero lamentablemente tal dama nunca ganará, al igual que el belga, un galardón literario de envergadura que premie la calidad de la obra publicada.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Arthur Conan Doyle, Las aventuras de Sherlock Holmes


DECÁLOGO DEL BUEN NARRADOR

(Tomando como referencia una obra literaria como la que nos ocupa)

  1. Debemos tener siempre presente el único mandamiento del narrador: entretener al lector.
  2. No hagas leer a los demás lo que nunca leerías tú.
  3. El narrador debe narrar. Obvio pero difícil de aplicar.
  4. La verborrea solo sirve para... No sirve en realidad para nada.
  5. Nunca escribas sin tener nada que decir. Para eso, mejor que te calles y dejes a los profesionales.
  6. Una historia nace con un número determinado de páginas. Ni una más ni una menos. Acortar o alargar en exceso este límite nos conduciría irremediablemente al fracaso más estrepitoso. (Las narraciones aquí citadas de Conan Doyle rondan las 20 páginas y su rotundidad se halla precisamente en la mesura tomada.)
  7. El narrador es hermano del prestidigitador: construyen magia desde el engaño, desde una falsedad, se hace ver algo que en realidad nunca ha existido ni existirá. Lo peor que le puede pasar a ambos es que el público descubra cuáles han sido los entresijos del truco.
  8. Como en todo arte, lo sublime se encuentra en el detalle.
  9. La genialidad siempre está unida al trabajo.
  10. Que amemos la literatura no conlleva que tengamos dotes de narrador. Serlo es un don que muy pocos tienen. Plantéatelo seriamente antes de comenzar a sufrir ante tu falta de talento. Este punto debería ser el primero y no el último.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Arthur Conan Doyle, El signo de los cuatro


A título personal (discúlpeme el lector), teorizaré brevemente sobre uno de los factores que encuentro determinante para comprender el odio que Arthur Conan Doyle demostró desde una fase muy inicial a su criatura literaria Sherlock Holmes. El autor escocés no fue excesivamente laureado por la crítica por sus relatos detectivescos; esperaban de él un nuevo Walter Scott, capaz de realizar interminables mamotretos de leyendas e historias que transcurrían en los verdes prados de Escocia y en lóbregos castillos al borde de un lago de aguas cristalinas. El propio Conan Doyle se quejaba constantemente a su madre (gran amiga y confidente suya, tanto en el terreno personal como en el literario) de que su mente se estaba embotando de la sordidez de Holmes, impidiéndole esto alcanzar metas más sublimes en el arte narrativo. Debemos decir que, a pesar de Sherlock Holmes y de su fiel y devoto Watson, Arthur Conan Doyle fue capaz de producir una gran cantidad de obras “serias”. Sin embargo, tuvo que convivir con la compañía de ambos personajes durante décadas, sacándolos a la imprenta una y otra vez a petición de un público ansioso de más aventuras forjadas entre las paredes de Baker Street 221B.

El factor que presupongo determinante para este sentimiento de desapego entre autor y obra va más allá del aspecto puramente formal, académico, de la calidad literaria que se le atribuían a sus textos, traspasaba con creces el marco del papel impreso e inerte. Se trataba de un asunto personal entre Conan Doyle y Holmes, porque el detective ya había cobrado vida entre la gente de a pie, ya no era simplemente alguien descrito acertadamente en un párrafo, había cobrado sangre y sombra. En pocas palabras podríamos resumir este resentimiento de la siguiente manera: Sir Arthur Conan Doyle sentía una razonable envidia de la virtuosa reputación de Sherlock Holmes.

Los lectores de finales del siglo XIX no variaban excesivamente de los lectores de comienzos del siglo XXI (desgraciadamente son más impacientes y más dados a un efectivismo inmediato): sentían el impulso inconsciente de trasladar a la vida real del autor todo lo narrado en la obra de ficción. En este caso, Arthur Conan Doyle no salió muy bien parado en la comparativa, pues el público inmediatamente lo metió en la piel de Watson, doctor como él, aficionado a la literatura y cronista de las dotes detectivescas de Holmes. Por descontado, había mucho del escritor en Watson, pero tal vez había más de él en el personaje de Holmes. Su altura, físicamente hablando, sobresalía de la media y su capacidad de análisis era recordada con asombro por muchos de sus antiguos compañeros de facultad.

... Algo que años más tarde se demostraría cuando, ciertos asuntos de índole delicada, cayeron en sus manos. Durante toda su vida, Sir Arthur Conan Doyle recibió, de sus millones de lectores y admiradores del gran detective, una gran cantidad de cartas dirigidas al propio Sherlock Holmes para que les ayudara a solventar algún caso real. Y fueron dos casos reales, dignos de la mente de Holmes, los que llegaron al conocimiento del escritor. Me estoy refiriendo al misterio del destripador de caballos y al asesinato de Marion Gilchrist. En ambos asuntos, Scotland Yard había detenido a dos inocentes y la justicia los había condenado. Cuando se le pedió ayuda por parte de familiares y abogados al afamado autor de novelas policíacas, éste no pudo desatenderla, pues sus principios a favor de los necesitados siempre constituyeron un pilar fundamental en su vida. Los acusados ya estaban preparados para subir a la horca. Arthur Conan Doyle desplegó sus grandes dotes de observación y su comentada capacidad de análisis. Infatigablemente buscó la solución (la verdad) de ambos casos, llegando a encontrarla. Gracias a suplantar a su propia creación literaria, esos pobres desdichados pudieron librarse de la pena capital. Hay que añadir que tanto la policía como la justicia corrieron inmediatamente un prudente velo ante la opinión pública para no evidenciar uno más de sus clamorosos e imperdonables errores.

Finalizaré comentando que la novela El signo de los cuatro fue publicada en 1890. Inicialmente Arthur Conan Doyle le dio el nombre de El signo de cuatro. Se trata de la segunda obra del Canon holmesiano. A ella le seguiría el volumen de relatos Las aventuras de Sherlock Holmes, en las que el autor, con mucho gusto por su parte, hubiese adelantado la muerte en trágicas circunstancias del archiconocido detective privado. Por suerte o por desgracia, los escritores como los actores se deben al deseo y al aplauso (por mucho que en ocasiones esto pese) de su incondicional público.