viernes, 30 de diciembre de 2011

Javier Marías, Los enamoramientos


Ya hace casi dos décadas que la obra de Javier Marías me acompaña. Corría el año 1992 y faltaba poco para que finalizara los tres años de bachillerato. Fueron tiempos de desorientación, en los que la Literatura se convirtió en mi único punto de apoyo, mi único consuelo. De ciencias puras pasé a letras mixtas, un cambio de rumbo radical que ni tutores ni familiares entendieron en su momento. Según ellos tiraba por la borda una supuesta y prometedora carrera de ingeniero industrial. Por aquel entonces un servidor tenía diecisiete años y se creía, con toda la arrogancia propia de la edad, que era el rey del mambo en cuestiones literarias y que nadie de mi quinta podía darme lecciones, ni mucho menos venir a enseñarme nada nuevo. Sin embargo, en aquella época entablé amistad con un compañero de clase que acabó convirtiéndose en uno de mis mejores amigos. Cuando me habló de Javier Marías por primera vez, se sorprendió que no supiese de su existencia. Hacía pocos meses que se había leído su última novela (tal vez la más conocida y la que lo sacó de un medio anonimato para el gran público) y había quedado hechizado por su prosa. Fue de este modo como, muy amablemente, mi amigo, medio español, medio inglés, me dejó su ejemplar de Corazón tan blanco y no sólo me descubrió el té con leche, sino también al gran Marías.

Javier Marías (Madrid, 1951) inicia su carrera literaria a los veinte años con Los dominios del lobo. A esta obra le seguirán Travesía del horizonte, El monarca del tiempo y El siglo. Sin desmerecer su calidad, no dejan de ser obras de aprendizaje. En 1986 publica la novela El hombre sentimental, ganadora del Premio Herralde, punto de partida de la genuina voz narrativa que ha cautivado a millones de lectores. Todas las almas (1989) confirma al autor y Corazón tan blanco (1992), con apenas cuarenta años, lo consagra. Más adelante aparecen Mañana en la batalla piensa en mí (1994) y la incomprendida para muchos Negra espalda del tiempo (1998). Esta última, además de ocasionar algún pasmo ocasional a algunos de los más fieles seguidores de Marías, también supuso un cambio de editor: de Anagrama (pullas entremedio) pasó a Alfaguara. Tras la incursión experimental realizada en Negra espalda del tiempo, Javier Marías regresa con su mejor prosa en la que es considerada por la crítica (a la que me sumo) como su obra maestra, Tu rostro mañana, dividida en tres volúmenes: Fiebre y lanza (2002), Baile y sueño (2004) y Veneno y sombra y adiós (2007). Todo un tour de force de más de 1500 páginas. Puro deleite para los sentidos.

A finales de 2005, durante la redacción de la última parte de Tu rostro mañana, el conocido y reputado filósofo Julián Marías, padre del autor, fallece. Realmente desconozco si esta pérdida tuvo algo que ver en la gestación de Los enamoramientos (2011). Javier Marías reconocía en varias entrevistas que, tras dar por acabada su titánica trilogía, había quedado exhausto, vacío, con la incógnita de si volvería a publicar una novela. Pasaron cuatro años y las dudas seguían ahí. Recientemente reconocía que tuvo serias dudas sobre entregar o no a su editora el original, que había corregido más que cualquiera de sus obras anteriores. La muerte de su padre tal vez sea un hecho anecdótico (trágico pero desgraciadamente anecdótico) en la idea o el concepto o la imagen o sea lo que sea que fuera lo que hizo que un día, de repente, de la nada, cuando se creía yermo, hizo que volviera a meter un folio en blanco en su ya carismática máquina de escribir (debe ser de los pocos que aún trabaja con Olivetti) y comenzara la redacción de su enésima obra de ficción. En ella, Marías discurre, se entretiene y habla por boca de los personajes como sólo él sabe hacerlo sobre la muerte, sobre la pérdida, sobre la ausencia de un ser querido o de alguien a quien mínimamente conocíamos de vista pero que sutilmente formaba parte de nuestro paisaje vital y cotidiano. Rememorando los argumentos de sus anteriores novelas, descubro que siempre hay alguna muerte, trágica o accidental, voluntaria o involuntaria. Pero sin embargo es en esta novela en la que la muerte toma las riendas de la narración y donde los fantasmas (sujetos tan de la predilección del escritor) toman el verdadero protagonismo de la obra, y no tal vez por lo que hicieron, sino por lo que no hicieron, o por lo que los que los sobrevivieron suponen que podrían haber hecho.

Para quienes a día de hoy todavía no hayan leído una obra de Javier Marías les advertiré que la suya es una prosa de ideas y no de imágenes. Por ese motivo, no entraré en los detalles argumentales de Los enamoramientos. Como ejemplo, sólo mencionaré que durante las cien primeras páginas únicamente acontece la muerte de Miguel Desvern o Deverne y el encuentro entre María Dolz (la voz narrativa) y la mujer del difunto, Luisa Alday. Poco más. El resto es conjetura y subordinadas. Se trata de una acción contenida por la meditación o el diálogo de los personajes, que se va dosificando a cuentas gotas. Precisamente son esos intervalos entre los escasos acontecimientos de la historia lo que nos gusta a quienes leemos a Marías.

Y a modo de anécdota y de despedida no quisiera pasar la oportunidad de mencionar la aparición estelar, una vez más, del profesor Francisco Rico en una de las novelas de Javier Marías. En la página 101 hace su triunfal entrada en escena, con su habitual soberbia, más allá del bien y del mal, ajeno a las vicisitudes de este mundo contemporáneo que cohabitamos. Tuve la suerte o la desgracia (aún pasados los años me lo planteo) de tenerlo como profesor en la universidad. Impartía la clase de Literatura medieval española, aunque sería más correcto puntualizar que medio impartía. Llegaba al aula masticando su habitual chicle, dejaba su americana en el respaldo de la silla y durante media hora peroraba, en un continuado monólogo que no consentía interrupciones del apabullado auditorio, mientras caminaba de un lado a otro de la tarima. Transcurrida lo que él supondría una pérdida de tiempo, desaparecía por donde había venido, con su gloria de erudito tras él, momento en el que entraba la becaria de turno para completar la hora que aún quedaba de clase y que tendría que rellenar con temas más mundanos y para mentes de no tan altos vuelos como la del ilustre catedrático. Lo curioso del asunto es que veo que, aunque sea después de tantos años y en páginas de ficción (Javier Marías lo retrata perfectamente), hay comportamientos que nunca cambian.