viernes, 23 de enero de 2009

Walter Bonatti, Montañas de una vida

Cuando, entre los entendidos en el tema, se oye el nombre de Walter Bonatti en medio de alguna conversación, los presentes no pueden más que asentir reverencialmente con la cabeza. Bonatti ha sido el mejor alpinista de todos los tiempos. Nadie lo pone en duda. Desde luego una aseveración tan rotunda difícilmente puede hacerse en ningún otro campo del deporte, de la vida en general. Porque, en verdad, lo que le otorga ese punto de genialidad a Bonatti es haber hecho posible lo imposible movido por una imperiosa necesidad vital.

Walter Bonatti nació en Bérgamo, Italia, en 1930, a los pies de sus amados Alpes. Su infancia y adolescencia no fueron especialmente fáciles. Recordemos que fueron años muy duros, bajo la dictadura de Mussolini y el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El propio Bonatti en el libro que nos ocupa hace la siguiente referencia: “Tenía diez años y, desde entonces, todos los momentos de la adolescencia que aún me vienen a la mente están marcados por el hambre. El hambre de un chico de diez a quince años hay que haberla sentido para poder comprenderla”.

Inició su carrera en las vertientes que el Grigna comienza a elevar al norte de Bérgamo. Siempre buscó los picos más difíciles, las vías más inhóspitas, nunca escaladas por ningún hombre. Sobresale su ascensión a la pared este del Grand Capucin en 1951, un prodigio de verticalidad que numerosos y reputados alpinistas habían tratado de conquistar pero sin éxito alguno. Él sería el primero en atacarla con su ansia y fortaleza extraordinaria y hacerla suya.

De aquella primera época me gustaría destacar su amistad con Andrea Oggioni. Fue su compañero de cordada durante años, siempre y cuando Bonatti no fuera por libre y sorprendiera al mundo con una de sus conquistas en solitario. Walter Bonatti siempre creyó profundamente en la condición humana, cosa que más adelante, después de la experiencia del K2, haría que conociese lo mejor y lo peor de ésta. Junto con Oggioni, en 1961, inició el ascenso del Pilar Central del Frêney. En su aproximación se encontraron con una expedición francesa formada por cuatro montañeros muy competentes. Ambos grupos decidieron unirse para atacar una de las paredes más temidas del Mont Blanc. Sin embargo, el tiempo les jugó una mala pasada y se encontraron atrapados durante días haciendo un vivac angustioso. La montaña los tenía atrapados y no les dejaría escapar tan fácilmente, sin ningún sacrificio. Esas son las reglas del juego. Cuando la situación se convirtió en desesperada, el propio Bonatti decidió tomar la iniciativa y dirigir al grupo en el descenso. Cuando cruzó su mirada con Oggioni supo que éste se encontraba muy mal; aquellas condiciones habían sobrepasado los límites físicos y psíquicos para cualquier ser humano. A la desesperada, Walter Bonatti y Pierre Mazeaud, jefe de cordada de los franceses, deciden dejar al resto del grupo para alcanzar el refugio más cercano y pedir ayuda. Finalmente, con todas las penurias imaginables, llegan exhaustos. Dentro del refugio hay un grupo de guías que “en principio” habían salido para ayudarles (más adelante el propio Bonatti denunciará cómo éstos los habían abandonado a su suerte). Cuando Bonatti se recupera poco a poco, alguien le comunica que del equipo francés dos de ellos habían muerto. A continuación le dicen que Andrea Oggioni también ha muerto. Es el único momento en la narración de Walter Bonatti en el que le vemos hundirse. Bonatti se echa a llorar.

A pesar de no ser himalayista sino alpinista (sus genialidades las desarrolla en los Alpes, concretamente en algunas de las más temibles y todavía vírgenes paredes del Mont Blanc), realiza dos hazañas nada despreciables tanto en el K2, al principio de su fulgurante carrera, como en el Gasherbrum IV, muchos años más tarde. Corría el año 1954 y en Italia se organiza una expedición nacional para conquistar el K2. Entre la élite de alpinistas seleccionados para tan importante empresa se encuentra Walter Bonatti. Una vez en los últimos tramos de la ascensión, se decide que Lacedelli y Compagnoni sean los que ataquen la cima. El resto del equipo deberá ayudarles en todo lo posible a conseguirlo. Las condiciones climatológicas hacen mella en casi todos. Bonatti narra en su libro algunos pasajes en los que podemos apreciar ese esfuerzo, esa lucha para lograr superar los límites, alcanzar lo imposible. A esa altitud Bonatti es el único en condiciones para ayudar al tándem de asalto. Se carga las bombonas de oxígenos que estos necesitarán para alcanzar la cima y se hace acompañar por el hunza Mahdi (algo parecido a los sherpas del Nepal). Pero cuál sería la sorpresa de ambos que donde deberían estar las tiendas de Lacedelli y Compagnoni no hay nada. Comienzan a gritar sus nombres. Pero nada. Las condiciones de la montaña empiezan a recrudecerse. Para colmo pronto oscurecerá. Mahdi desea bajar, pero Bonatti le hace ver que es necesaria la carga de oxígeno que llevan para que sus compañeros logren el ansiado objetivo. Siguen ascendiendo, tratando de averiguar dónde podrían haber instalado el último campo. Oscurece. Gritan los nombres de Lacedelli y Compagnoni. Nada. Mahdi comienza a maldecir en su lengua y, perdiendo en juicio por momentos, trata de realizar él solo el descenso. Sin embargo, Bonatti lo agarra a tiempo para impedir que unos metros más allá se precipitase en el vacío. Oyen unas voces, son ellos, pero ¿de dónde vienen?, ¿dónde han colocado el campo? Todo se salía de lo que se había hablado y acordado. Bonatti y Mahdi, a gritos, les dicen que bajen a ayudarles, que les lleven a las tiendas… Pero lo que sigue es el silencio. Los han dejado solos. Sin otra opción, deben prepararse para pasar la noche en vivac, a la intemperie, a más de 8.000 metros de altura. Bonatti excava un hoyo en la nieve y ambos se meten en él. Mahdi sigue desvariando y comienza a sufrir congelaciones. Bonatti le da todo el abrigo que puede proporcionarle; él mismo se tiene que golpear las piernas con su piolet para que la sangre le circule. No debe dormirse, eso sería fatal, no despertaría. Atisbando las primeras luces del alba, dejan las bombonas de oxígeno allí e inician el descenso, con lo que Lacedelli y Compagnoni conseguirán más tarde la cima. Pero el precio que deberán pagar Mahdi y Bonatti será muy alto. El primero sufrió las consecuentes amputaciones en manos y pies a causa de las congelaciones, y el segundo una herida en el corazón por todo lo que representa la miseria humana. Durante años se le acusará, de la manera en ocasiones más surrealista, a Bonatti de haber actuado egoístamente y haber puesto en peligro temerariamente la vida de varias personas. Pero el tiempo pone a cada uno en su lugar. A Walter Bonatti se le exculpó de todas esas acusaciones y se le reconocerá que su acto fue fundamental para subir la segunda montaña más alta del mundo y la más peligrosa.

Lo acontecido en el K2 hace que Bonatti se plantee abandonar el alpinismo. Ya nunca más podrá confiar en el hombre. Pero llega 1955 y en agosto decide afrontar uno de los mayores retos que hasta la fecha ningún alpinista habría osado ni siquiera imaginar. Walter Bonatti se lanza en solitario al pilar suroeste del Dru. Transcurrirán cinco días de vertiginosa ascensión, durmiendo en vivac colgado sobre un increíble precipicio. Para lograr su objetivo tuvo que salvar una infinidad de problemas técnicos sobre la roca. Además de tener que cargar el solo con todo el material. Recordemos que estamos en la década de los cincuenta, cuando todavía se hacía un alpinismo tradicional y los avances tecnológicos aún no habían mancillado el concepto de lo imposible, de lo que el hombre era capaz de hacer por sí solo, de poner a prueba sus propios límites. Antes de llegar a la cima del Dru, cuando logra vislumbrar la meta narra: “Las manos se han vuelto indoloras, las clavijas y los estribos entran de nuevo en funcionamiento de manera brutal. Una lastra de granito de un quintal, aproximadamente, se desprende por sorpresa, removida por una clavija que intento colocar. Me golpea por un lado, machacándome la pierna izquierda, pero las manos no sueltan la presa. Me siento como invadido por una fuerza desconocida para mí mismo y subo salvando placas lisas y considerables extraplomos, también en escalada libre”. Después de su conquista, esta pared del Dru será llamada Pilar Bonatti.

Durante la siguiente década, Walter Bonatti hará una tras otra una larga serie de proezas que lo alzarán definitivamente como el mayor alpinista de todos los tiempos. Pero llega un momento en que decide poner fin a su carrera. Sólo tenía 35 años y detrás de él dejaba una larga lista de consecuciones de imposibles. Para poner la guinda a su trayectoria decide hacer una vía por la pared norte del Matterhorn en solitario y en invierno, nada más ni nada menos, algo que algunos habían intentado y fracasado. No creo que sea necesario decir que una vez más se sale con la suya. Era 1965 y, aunque algunos años más tarde vuelve a su mítico Mont Blanc (el capítulo Un retorno posee una belleza narrativa del paisaje que recorre como pocas veces he leído en libro alguno), se despide saliendo por la puerta grande, con miras a otros horizontes más lejanos y no por ello menos sugerentes y aventureros.

Lo que más me fascina, personalmente, de Walter Bonatti es su fortísima personalidad. “He escalado montañas imposibles para conocerme mejor y para encontrar mi dimensión verdadera”. Y aunque estas palabras también podrían salir de un ser con un carácter acentuadamente egoísta, Bonatti en ningún momento pierde el lado más humano, el más cándido y generoso. “Cada uno es producto de sus propias limitaciones, de sus propias experiencias y de su propia forma de ser, en relación, naturalmente, con la época y las condiciones en las que ha vivido. Por ello, no se debería valorar a nadie prescindiendo de estas condiciones”. Si observamos con atención su manera de actuar y de enfocar su propia vida, descubriremos una sabiduría que todos nosotros deberíamos aplicar en nuestras vidas cotidianas. Serían menos grises y anodinas y se cargarían de color y emoción, de eso no me cabe la menor duda.

Como último colofón a esta lectura tan apasionante, me gustaría recordar las palabras que Walter Bonatti dedica en las últimas páginas del libro a su manera de ver el alpinismo y, por ende, la vida en general: “Lo imposible y lo desconocido son dimensiones de la montaña, no deberíamos suprimirlas. Lo imposible, para que tenga sentido, debe ser vencido, no destruido. Son la mente recta y el corazón firme los que llevan lejos, no sólo la fuerza atlética. Tampoco hay que hacer nada heroico. Heroico, en todo caso, es seguir siendo uno mismo y mantenerse íntegro”.

1 comentario:

Javier S.M. dijo...

Excelente explicación, Bonatti, un filósofo de la vida y un montañero inigualable