viernes, 28 de noviembre de 2008

Bohumil Hrabal, Trenes rigurosamente vigilados

Trenes rigurosamente vigilados es, tal vez, la obra más atípica de Bohumil Hrabal dentro de su narrativa, quizá debido al tratarse de la menos experimental o tal vez al no estar impregnada de principio a fin de su tan característico pesimismo. Lo que sí la asemeja al resto de sus novelas es el trazado tan personal con el que esboza a sus personajes y tan evidente en el protagonista de esta breve pieza.

Bohumil Hrabal nació en Brno en 1914, considerada la segunda ciudad más importante de la República Checa. Para entender la obra y la vida del autor no podemos obviar el periodo que le tocó vivir. Su nacimiento coincide con el estallido de la Primera Guerra Mundial y su formación académica con el transcurso de la Segunda. Por ello, su formación personal atiende y se nutre de este periodo bélico en el que su país siempre desempeñó un papel crucial durante ambas trifulcas. No obstante, y como muy bien señala su traductora al español Monika Zgustová, Hrabal desecha cualquier recuerdo pesimista de este periodo de opresión, no guarda rencores para con los ocupantes; muy al contrario, agradece este lapso de tiempo en el que las instituciones públicas permanecen adormecidas, entre ellas la universidad de Praga donde estudiaba Derecho, como una vía de escape, una concesión de libertad frente a la rigidez y la dedicación académica. Durante estos años en los que Alemania convierte la región en uno más de sus protectorados, Bohumil Hrabal trabajará en una estación de trenes.

Y es así cómo arranca esta novela y el desinterés que adopta el joven protagonista ante todo lo que le rodea. La ocupación está llegando a su fin y lo único que parece importarle al personaje es su uniforme tan lustroso de ferroviario y sus aspiraciones de llegar a ser factor. Y si miramos un poco más allá, analizando el fresco de personajes que aparecen y desaparecen en las vicisitudes del joven, no podemos más que pensar en dos grandes figuras de la literatura checa de la primera mitad del XX (esto también lo apuntaba muy bien Zgustová): Franz Kafka y Jaroslav Hašek. Toma la esencia de ambos y, amasándola a su gusto, da un paso más allá. Mediante la pericia de su prosa y su propia experiencia vital, hace que las obras de estos dos gigantes confluyan en la suya propia. De Kafka encontramos los laberínticos tejemanejes burocráticos, las puertas de nuestros superiores que se van sucediendo una tras otra sin ver un fin (¿hay una puerta final?, ¿un jefe supremo?), el sinsentido de muchas decisiones que vienen de estamentos invisibles y que determinan inexorablemente nuestro destino y nuestro fin. Por otra parte, de Hašek, y particularmente de su gran obra El buen soldado Švejk, descubrimos la burla y la mofa hacia cualquier cosa trascendente, imperan las aptitudes bienintencionadas y la ebriedad que adormece la razón, todo ello dirigido a las mismas instituciones que nos atemorizan en los relatos kafkianos. En resumidas cuentas, Hrabal esboza temas en apariencia trágicos desde la comicidad que siempre lleva consigo la condición humana.

Otro aspecto determinante en la obra de Bohumil Hrabal, aquello que la hace única y original, es que vivió y escribió desde la humildad. Siempre quiso estar rodeado de los personajes que gustosamente cedían sus anécdotas para que el escritor las incluyese en sus novelas. Y su humildad era necesaria para que funcionase el tú a tú imprescindible en su estilo, en el cual el autor no se puede poner por encima de sus criaturas y retratarlas desde la distancia. Es necesario implicarse, palpar las miserias y las alegrías, arremangarse las mangas y ponerse manos a la obra, aunque no se resulte siempre agradecido tal esfuerzo.

Se ha especulado mucho acerca de su muerte. Cada uno que saque sus propias conclusiones. La mañana del 3 de febrero de 1997 se cayó del quinto piso del hospital en el que se encontraba. Se había puesto sus mejores galas (los pantalones tejanos que tanto le gustaban) y daba de comer a unas palomas en el alféizar de su ventana.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Juan Marsé, Rabos de lagartija

Era un deber personal hablar algún día sobre la obra y la figura de Juan Marsé. Son muchos años los que llevo bajo su tutela, un aprendizaje a través de su narrativa que me ha hecho disfrutar de la lectura de sus novelas como aprender técnicas básicas en el difícil y tan a menudo ingrato oficio de la escritura. Porque como muy bien decía Manuel Rivas: un ingeniero sigue siendo ingeniero aunque en su vida ingenie nada, pero un escritor deja de serlo si no escribe. Y podemos, incluso, ir un poco más allá, como dictaminó Truman Capote: “Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz.” La elaboración de una pieza de ficción requiere esfuerzo, tesón y talento, y entretanto no está de más mirar de reojo a los grandes para tomarles prestadas algunas de sus mejores bazas. Y confieso que entre los muchos escritores a los que profeso respeto y atención el que encabeza la lista, con una considerable ventaja sobre el resto, no es otro que Juan Marsé.

Soy consciente que si el propio Marsé leyera estas líneas y comprobara con una de sus características muecas de escepticismo que un tipo como yo le está endosando el sambenito de maestro en estas lides literarias, se echaría inmediatamente las manos a la cabeza. Vayan por delante mis disculpas. Su sonrojo ajeno es mi sonrojo íntimo. Pero he de confesar que con ningún otro artículo disfrutaré tanto como con éste. Producido el primer atisbo de bermellón en nuestras mejillas ya no me importa que éste vaya aumentando en tonalidades y calenturas.

Comenzaría destacando que Rabos de lagartija es una novela de aparecidos y ausentes, narrada por alguien que todavía no ha nacido. A su protagonista, David Bartra, nos lo presenta su propio hermano nonato (en un futuro de nombre Víctor), es decir, el narrador en el momento de la acción se encuentra dentro de la madre de ambos, Rosa, o como suelen llamarla, la pelirroja. Este punto de vista técnico resulta muy eficaz a la hora de representar toda la memoria colectiva de una época (Barcelona en los años cuarenta), ya que confluyen memorias y recuerdos y suposiciones de los que sobrevivieron a una confabulación de militares y asesinos. En esta recopilación de memorias todo es válido y auténtico, aunque lo que éstas dicen jamás haya pasado exactamente igual en la realidad. Son muchos los recuerdos que van apareciendo página tras página, vivencias verdaderas o inventadas, o una mezcla de ambas en la mayoría de los casos, como la figura de David empuñando un cortaplumas mientras desciende el torrente, por donde escapó en su día miserablemente su propio padre, a la caza de una lagartija a la que cortará su rabo y unirá con el resto que lleva en el bolsillo.

Y como en un torrente, como si se enarbolara en metáfora la imagen que se abre tras la puerta trasera de la casa en la que la familia Bartra malvive realquilada, propiedad del doctor P.J. Rosón-Ansio (uno de los innumerables “ausentes” que produjo la guerra), desfilan ante los ojos del lector personajes como los ya mencionados, el amigo de David, Paulino, el inspector Galván, colado por la pelirroja, sin olvidarnos de Chispa, un perro que dejan al cuidado de David (su dueño es otro “ausente”) y al que sólo una de sus cuatro patas mantiene en este mundo. Precisamente la suerte de Chispa marcará el rumbo de la trama de la novela, si se me permite semejante ñoñez.

Mención aparte merecen los aparecidos, de gran importancia en la obra. Entre ellos figuran el padre de David, que escapó de las fuerzas del orden, torrente abajo, con el culo ensangrentado y una botella de coñac en la mano, el hermano mayor, fallecido durante un bombardeo en plena ciudad, y el piloto de la RAF, que aparece en una portada de la revista Adler junto a su avión abatido con los brazos en jarra, mientras dos soldados alemanes le apuntan con sus metralletas. Con todos ellos David irá estableciendo encuentros y diálogos tan reales como con aquéllos que aún se cuentan entre los vivos y presentes.

En cierta manera y por edad, el personaje de David se asemeja al de Néstor, co-protagonista junto con su tío, Jan Julivert Mon, de Un día volveré (sin duda es la novela que yo me llevaría a una isla desierta). Ambos hacen gala de una insolencia y de una chulería innata ante aquellos que representan la autoridad represiva del momento. Llevado más allá de la adolescencia, ese desparpajo chulesco acaba plasmándose en la figura del Pijoaparte, que hace su aparición en Últimas tardes con Teresa, una obra muy anterior a las anteriores. Y, sin embargo, estos tres personajes nada tienen que ver con la candidez que transpira el Daniel de El embrujo de Shanghai, que sí que guarda en cambio muchos puntos en común con Rabos de lagartija a través de la maraña de elucubraciones sobre el paradero del padre ausente o fugitivo.

Estos apuntes me hacen recordar un par de digresiones que no quiero dejar pasar. Vamos con la primera... La mayoría de personas que vivimos en este país y procedemos del bando de los derrotados, siempre hemos tenido la necesidad de saber qué fue lo que realmente sucedió como para que un fantoche como el generalísimo estuviese casi 40 años dirigiéndonos con sus manos ensangrentadas e instaurando una institución tan tenebrosa como el franquismo. Siempre me acordaré de las visitas a mi abuelo paterno, cuando ya tenía una edad para plantearme ciertas dudas y exponérselas con el arrojo necesario. Durante la guerra preparaba los aviones de combate. Dejaba montadas las ametralladoras entre otros detalles determinantes para el piloto. Cuando entraron los nacionales e iniciaron su particular purga en el campo de aviación (reunir a todos aquellos que destacasen allí por algún motivo y ya suponemos lo que seguía a continuación), mi abuelo se hizo con una escoba y alegó que él allí sólo se encargaba de limpiar aquel barrizal que entre unos y otros se empeñaban en dejar como unos zorros. De no ser así, hubiese acabado como el desafortunado grupo de rojos apresados, por lo que gracias a aquel embuste salvó su trasero y el del resto de generaciones, entre las que actualmente me cuento.

Y la segunda digresión... También recuerdo una temporada en que para sufragar mis estudios universitarios combiné éstos con un trabajo de camarero en un bar de barrio, al que si lo hubiesen visto muchos calificarían de bar de mala muerte. Todas las tardes me quedaba solo al otro lado de la barra atendiendo a un nutrido corrillo de peleles y desalmados. Normalmente los cotilleos se iniciaban una vez el parroquiano al que se le pretendían sacar los trapos sucios nos había dado la espalda y se había ido a tomar viento fresco. Esas voces en ocasiones hacían referencia a un hombre que por entonces rondaría los setenta, y aunque no recuerdo su nombre, sí su aspecto. “Ese había sido en sus tiempos un gris de cuidado, un secreta, uno de esos tipos que zurraban de lo lindo”. Ahora de gris no iba, pero tenía ese aspecto de caballo percherón que supongo se les queda a todos aquellos que disfrutaron del suculento cobijo del régimen. Allí sólo aparecía de tanto en tanto para llamar por el teléfono del bar, sin llegar a consumir nunca nada. Las únicas palabras que cruzábamos eran para que le cambiara en monedas algún billete grande que sacaba cuidadosamente de su cartera. Luego aferraba el auricular y, por lo que pude llegar a escuchar, comenzaba a realizar transacciones de artículos de poca monta con almacenes dedicados a la venta al por mayor. De matarife gris la vida lo había reconducido a un gris comercial para su sustento y supervivencia. Cosas de la vida… Y cosas de aquel régimen de marionetas rotas que ensalzaba el lema (que no se la creían ni ellos) de ¡Una, Grande y Libre!

viernes, 14 de noviembre de 2008

Czeslaw Milosz, Poemas


Lo mejor que tiene la lectura es el conocimiento expansivo que nos transmite. Quiero decir que uno lee a Dickens (y amamos sus novelas) y de refilón se entera de que era colaborador y amigo de un tal Wilkie Collins (del que también llegamos a amar sus novelas). La literatura no deja de ser un complejo sistema de vasos comunicantes. Un autor nos lleva a otro autor, una obra a otra obra, una época a otra época; el lector inquieto siempre anhela moverse entre lecturas inquietantes. Busca, se nutre y saca sus propias conclusiones.

Conocí la obra de Czeslaw Milosz, no porque en 1980 ganara el premio Nobel de Literatura, sino a raíz, muchos años después, de que cayera en mis manos un libro de poemas de Raymond Carver. Si la mayoría del público conoce a este último autor por los relatos que tanto han influenciado en las corrientes literarias actuales, también fue un notable poeta, aunque no tan publicitado en este campo como en el de la prosa. En este poemario al que hago referencia, citaba unos versos de Milosz que desde entonces se han convertido en mis preferidos (siempre los llevo en la cartera, anotados en una pequeña hoja que ya languidece del uso, ajada del trote propio de un medio de transporte tan fatigoso como éste). El poema se llama Dádiva, está fechado en 1971 y dice así:

Un día muy feliz.
La niebla se levantó pronto, trabajé en el jardín.
Los colibríes se demoraban entre las madreselvas.
No había cosa en la tierra que yo deseara poseer.
Sabía que no merecía la pena que envidiase a nadie.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
Pensar que una vez fui el mismo hombre no me molestaba.
En el cuerpo no sentía dolor.
Cuando me estiré, vi el mar azul y velas.


Esto me hace recordar un poema mío, titulado Poética, que llegó tiempo después, claramente influenciado por los versos de Milosz y de Carver (la tonalidad del primero, la temática del segundo y entre tanto mis propias conclusiones, como al principio mencionaba)…

Mientras bebíamos café en sofisticados vasos de papel cartón
sentados uno frente al otro en un concurrido fastfood,
dejaste caer la pregunta, como si no viniera al caso en aquellos momentos:
¿Dónde se encuentra para ti la poesía? Sé que preparaste el terreno
idóneo para que mi respuesta surgiera sincera, pues ya la conocías.
Antes de contestarte, te enseñé la mariposa que había estado moldeando
con las asas de mi vaso. Y tú pareciste darte por satisfecho.


Además de un excelente poeta, Czeslaw Milosz fue un sobresaliente narrador. Su novela El valle del Issa es una pieza deliciosa, tan evocadora y delicada, que sentimos la certeza de que esas imágenes surgen necesariamente de una mente poética. En ella se dan la mano vivos y muertos, habitantes y aparecidos, en una convivencia perfectamente creíble. Si a esto le sumamos que el protagonista del relato es un niño lituano (aquí se presentan más que posibles apuntes autobiográficos), el conjunto acaba tomando un cariz idóneo para que nos adentremos en un imaginario personal y local desde una de las perspectivas más recurrentes y, si se sabe tratar bien, más cautivadoras de la ficción: la narración a través del filtro de la infancia, un maravilloso calidoscopio hecho palabras.

Quien mejor ha resumido la figura y la obra de Czeslaw Milosz ha sido el poeta irlandés Seamus Heaney, también laureado con el Nobel en 1995: “Milosz será recordado como alguien que mantuvo con vida la idea de responsabilidad individual en una edad de relativismo. Su poesía reconoce la inestabilidad del sujeto y nos muestra una y otra vez la conciencia humana como un ámbito de discursos contendientes, mas no permite que esta concesión niegue el mandato inmemorial que nos conmina a la firmeza moral y de espíritu.”

Posdata: Czeslaw Milosz, escritor polaco, nació en Lituania en 1911 y murió en Cracovia en 2004. Como en el caso de otros grandes autores del XX, su longevidad vital y su pensamiento lúcido nos permiten vislumbrar entre las sombras el gran fresco que constituyó el siglo que dejamos escasamente atrás.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Michael Ondaatje, Las obras completas de Billy el Niño

Uno de mis escritores preferidos es, sin duda, Michael Ondaatje. Siempre me he sentido identificado con su maravillosa poética. El lirismo de su prosa subyuga mi imaginación de un modo sólo parecido a como han conseguido hacerlo las primeras obras de Alessandro Baricco y, en cierta manera, la trilogía de la frontera de Cormac McCarthy. Porque antes que narrador, Ondaatje es poeta. Su primera colección de poemas, titulada The Dainty Monsters, data de 1967 y hasta la fecha lleva más de diez publicadas. En español sólo hay una edición bilingüe de su poesía publicada por Hiperión (Escrito a mano) y que además corre el riesgo de quedar pronto descatalogada.

Las páginas de sus novelas bien podrían estar dentro de uno de sus poemarios. Si esto es algo apreciable en la mayoría (El blues de Buddy Bolden, Cosas de familia, En una piel de león, El paciente inglés, El fantasma de Anil o la reciente Divisadero), aún lo es más en su primeriza Las obras completas de Billy el Niño. Aunque esta obra apareció en 1970 no ha sido hasta 38 años después cuando ha aparecido traducida al español. Si algo nos caracteriza a los lectores de Michael Ondaatje es la paciencia con la que tenemos que ver publicadas sus obras y buscar en librerías de viejo aquéllas que en su día lo fueron pero no tuvieron la fortuna de llegar a una segunda edición, desapareciendo del mercado sin ningún tipo de remordimiento por parte de los editores.

Ondaatje utiliza la figura de Billy el Niño y el paisaje del Far West americano para elaborar esta obra totalmente inclasificable. En una reciente entrevista, el propio autor ya dejó muy claro su modo de trabajo: “Para escribir necesito un tiempo, un paisaje y un lugar”. Mezcla de prosa, poesía y fotografía, nos introduce en la persecución que emprende Pat Garrett de Billy el Niño y su banda. El primero, perseguidor incansable, psicópata reinsertado en el cargo de sheriff, acabará dando caza y muerte al legendario forajido. Y es a través de éste último por quien nos llega una serie de versos - en ocasiones sórdidos y desesperanzadores, a veces reflexivos e intimistas – que se encadenan perfectamente con el resto de piezas de la obra. Si bien al principio resulta aparentemente inconexa esta amalgama de estilos literarios, al final acabamos percibiendo una imagen completa, un fresco de voces en el que la imaginación del lector participa realizando la conexión oportuna.

Este tipo de estilo más adelante será un referente en su obra. En la narración las voces se dan paso unas a otras sin ningún orden concreto. Y un tiempo cede su puesto a otro tiempo. Y un lugar se transmuta en otro lugar tan lejano como extraordinariamente desconocido, inquietante y sugerente.

Michael Ondaatje nació en 1943 en Sri Lanka, la antigua Ceilán. Poco antes de cumplir veinte años se trasladó a Canadá, donde vive desde entonces y donde ejerció como profesor universitario. Sin embargo, es reiterativo en su obra una introspección a su tierra natal, allí donde transcurrieron sus primeros años, aquéllos tan decisivos en la vida de cualquier persona. Debemos tener presente que la infancia y la adolescencia de un autor son la fuente, el germen, de su futuro corpus literario. En los siguientes versos (y a modo de conclusión) se puede apreciar esa mirada atrás, esa nostalgia tan necesaria para todo el que quiera elaborar una obra sólida y evocadora…

La última palabra cingalesa que perdí
fue vatura.
La palabra que significa agua.
Agua de selva. El agua de un beso. Las lágrimas
que derramé por mi aya Rosalin al dejar
el primer hogar de mi vida.