viernes, 17 de diciembre de 2010

Jaroslav Seifert, Toda la belleza del mundo

A medida que los años van calando en mi cuerpo y en mi alma (sobre todo en mi alma) me pregunto por qué a lo largo de mi vida he desperdiciado tantos instantes que prometían, a priori, una inmensa felicidad y belleza. Sólo mucho tiempo después, cuando ya sólo quedaba el difuminado eco del pasado, he sido capaz de saborear los jirones que han logrado sobrevivir, arrepintiéndome por no haber sabido abarcar en su momento todo lo que me ofrecían, a sabiendas de que aquellas épocas no regresarán.

La vida de Jaroslav Seifert tiene como puerto de salida y de llegada la contradictoria ciudad de Praga. Y utilizo el término contracción para manifestar que en ella se une lo bello y lo feo, lo sublime y lo grotesco, tal y como el propio autor nos lo va dejando entrever en sus escritos. Nació en 1901 y falleció en 1986, por lo que fue un verdadero testigo de los sinsabores y sinsentidos del siglo que hace poco dejamos atrás. Aunque su obra se compone esencialmente de extraordinarios poemarios, unos años antes de su muerte nos dejó su maravilloso libro autobiográfico Toda la belleza del mundo.

Al igual que lo hiciera Ernest Hemingway en su París era una fiesta o Elias Canetti en sus diversos volúmenes de memorias, Jaroslav Seifert nos presenta sus recuerdos de un modo que se asemeja a los anteriores en su composición fragmentaria y anecdótica. Contemplando ahora los nombres que acabo de citar me doy cuenta de que se trata de tres autores laureados con el Nobel de Literatura. Y ciertamente algo común (aparte del premio) los une: un despliegue de fuerza descomunal, de superación de adversidades en pos de un logro, de la consecución de una obra sólida y original.

No espere hallar el lector en esta obra un compendio de anécdotas alegres y hermosas. Todo lo contrario, nos hayamos ante un relato donde prima la añoranza y la pérdida. Sin embargo, en medio de esa melancolía, de ese deambular de fantasmas que tratan de sobrevivir en el recuerdo de las páginas del libro, aparece milagrosamente un destello de belleza. A veces, como nos suele ocurrir a la mayoría de las personas, cuando miramos atrás, algunos hechos aislados que creíamos olvidados resurgen ante nosotros de una manera tan vívida y contundente que despiertan en nuestro ánimo un sentimiento que se asemeja a la alegría. Y al contemplar con nostalgia ciertos acontecimientos, ciertos escenarios, ciertas voces pasadas, no podemos más que reprimir una expresión que brota de nuestro propio corazón y que grita “¡qué bello fue aquel instante!”, porque es en ese preciso momento cuando entendemos realmente el sentido y el valor de nuestro paso por la vida.

Toda la belleza del mundo de Jaroslav Seifert es un libro que seguramente no encontraréis en las librerías. Se publicó hace años y no ha vuelto a reeditarse recientemente. No obstante, puede conseguirse fácilmente y a precios muy asequibles en las librerías de viejo. El ejemplar que con mucho cariño conservo lo adquirí en una librería de Madrid a través de Internet (librosalcana.com) a la que suelo recurrir con bastante frecuencia cuando el mercado editorial me impide llegar a los autores que realmente amo y que injustamente relegaron al olvido.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Haruki Murakami, Kafka en la orilla

En un prodigioso artículo de 1999 titulado Correr tras la palabra justa, Joyce Carol Oates confesaba: “Tanto correr como escribir son actividades sumamente adictivas; ambas están, para mí, inextricablemente ligadas a la conciencia. No me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin correr y no me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin escribir”. Murakami es un corredor de fondo, de ahí que sus novelas sean de largo aliento. Emprender la escritura de una obra que transcurrirá durante centenares de páginas es lo más parecido a correr un maratón: no puedes rendirte a la mitad, debes coger fuerzas de donde sea para sobreponerte a los momentos de desaliento y desfallecimiento y traspasar con decisión la meta de llegada. Ahí está su reciente obra 1Q84, publicada en tres volúmenes (de momento), todo un prodigio en extensión y en madurez creativa según los afortunados que han tenido la oportunidad de leerla. Aquí tendremos que esperar todavía un poco la traducción en español por parte de Tusquets.

Haruki Murakami nació en Kioto el 12 de enero de 1949. Comenzó a escribir relativamente tarde, si superada la treintena se considera una edad tardía para este quehacer producto de la imaginación. En las escasas entrevistas que concede, así como en uno de los primeros capítulos de su libro De qué hablo cuando hablo de correr, explica que fue viendo un partido de béisbol cuando decidió ser escritor. Así, sin más. Estaba sentado en el estadio, una mañana soleada, viendo batear a un jugador y algo dentro suyo le reveló su futuro. Bien mirado podría formar parte de una de las muchas escenas un tanto surrealistas que pueblan su narrativa. Tras publicar dos anodinas novelas, decide dedicarse plenamente a la literatura. Deja el club de jazz que regentaba y concentra todas sus fuerzas en su próxima obra. De este cambio un tanto audaz surge La caza del carnero salvaje, que supone un salto cualitativo en su trayectoria.

Con la aparición en 1987 de Tokio Blues (Norwegian Wood) llega su consagración, dentro y fuera de Japón. Sin embargo, la crítica de su país no suele compartir el entusiasmo de sus incondicionales seguidores, que cada vez son más en cantidad y más fervientes en su devoción. La clase intelectual no le perdona a Murakami que emplee el lenguaje como un instrumento más, rebajándolo a mera cultura popular, desproveyéndolo del misticismo y la sensibilidad que consideran que debe tener toda obra de manera inherente. Las críticas sin piedad que el propio Murakami lanza contra figuras consagradas dentro de las letras niponas, como hacia el controvertido Yukio Mishima, no ayudan precisamente a la reconciliación con sus detractores. Sin ir más lejos, Haruki Murakami huye de su país siempre que tiene oportunidad, pasando largas temporadas en el extranjero, donde tal vez se siente más arropado por las autoridades académicas. Lleva años impartiendo clases de literatura en universidades estadounidenses y se refugia en Hawai para redactar sus novelas y practicar el triatlón, su nueva afición tras dedicarse plenamente durante décadas al maratón.

Murakami confiesa a menudo que cuando se sienta a escribir se imagina que el teclado del ordenador es un piano. El ritmo de la narración es lo más importante para él. En ocasiones, como en una pieza de jazz, toma una imagen y comienza escribir sobre ella, haciéndola fluir, sin saber muy bien a dónde le llevará. Su obra, como toda buena literatura, tiene música. Y la novela que hoy nos ocupa, Kafka en la orilla, no podía ser menos, posee la fuerza suficiente para subyugarnos y atraparnos en el mundo tan particular de este escritor japonés.

Kafka en la orilla narra las historias de Kafka Tamura y Satoru Nakata. Kafka Tamura, un muchacho de quince años, decide escaparse de casa para huir lejos de la figura paterna, un renombrado escultor. Su madre y su hermana los abandonaron cuando era pequeño y sobre él pesa una extraña profecía que el propio padre le desveló, una maldición que recuerda a la historia de Edipo: su destino será matar a su padre y acostarse con su madre y su hermana. Su fuga lo lleva a refugiarse lejos de Tokio, en una biblioteca privada donde conocerá a los singulares Oshima y Saeki, dos seres que albergan tanto misterio como el propio Kafka Tamura. Al mismo tiempo y de forma paralela, conocemos a Satoru Nakata, un sesentón que para sacarse un sobresueldo para complementar su exiguo subsidio vitalicio de invalidez busca gatos perdidos. Su historia se remonta a un curioso incidente que sufrió siendo niño en la montaña, mientras iba de excursión con el resto de compañeros de clase. Por algún extraño suceso, esa mañana, en un claro del bosque, todos entraron momentáneamente en un extraño coma. Al cabo de unas horas fueron despertando la mayoría, todos menos Nakata. Tardó mucho tiempo en despertar, pero cuando lo hizo su cabeza se había vaciado completamente. No recordaba quién era, dónde se encontraba, ni siquiera sabía leer o escribir. Había sido el alumno más aventajado de clase, pero se volvió tonto, como él mismo reconoce cuando se presenta ante alguien... Y le quedó, no obstante, el don de poder hablar con los gatos. Sin embargo, una serie de circunstancias provocan también su huida. A partir de ese momento las vidas de ambos personajes se entrecruzan constantemente para acabar confluyendo de un modo sorprendente e insospechado.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Jesús Moncada, Camino de sirga

Hoy es uno de esos días en los que me pregunto cómo llegué a tener conocimiento del libro que tengo entre manos y de su autor. Han pasado más de cinco años desde entonces y algo que desconozco ha hecho que éste sea su momento, su preciso y exacto momento para mí.

Por aquel entonces trabajaba a media jornada en una empresa de juguetes, donde me ocupaba de la correspondencia de la pieza perdida (la gente perdía piezas de sus puzles y yo me encargaba de encontrarlas y enviárselas). Además, colaboraba en la corrección de catálogos, así como en la redacción de algún que otro texto para instrucciones o nuevos productos. Únicamente estaba yo en ese departamento y siempre tenía junto a mí una radio para sentirme acompañado (nada de música, sólo programas de debate, noticias, cultura y cosas por el estilo). Cuando iba de un lado para otro la arrastraba conmigo, dejándola sobre alguno de los estantes repletos de polvo mientras movía su antena para recuperar la señal de la emisora. Era lo más parecido a estar dialogando con alguien.

Los viernes se producía una desbandada general a primera hora de la tarde y me quedaba solo en la última planta de aquella vieja nave. Mi sección colindaba con el taller en el que se producían, embalaban y empaquetaban los productos que serían la ilusión de niños y adultos. Un rumor lejano de la maquinaria se filtraba por la pared que nos separaba. Si salía de la sala, en el resto del ala, destinado a oficinas, despachos de dirección y estudio gráfico, el silencio era absoluto. Si al hecho de ser viernes le sumamos que venía por delante un puente de varios días, allí no quedaba ni el apuntador. Eran las seis de la tarde y aún me quedaban dos horas de trabajo.

A veces, allí confinado, me sentía como Edmond Dantès, antes de convertirse en el vengativo conde de Montecristo. Era toda una alegría cuando alguna salamanquesa se colaba por la buhardilla y se instalaba durante una temporada entre mis paredes. Al pasar las horas, casi me daban ganas de contarle cómo me había ido el día. No obstante, debo reconocer que de tanto en tanto recibía visitas de compañeros de otras secciones que utilizaban la soledad de mi departamento para evadirse un rato. Siempre creí que venían a departir conmigo pero, en el fondo, sospecho que lo que más les atraía del lugar era el amplio ventanal que se asomaba al exterior. Fueran sinceros o no aquellos encuentros, siempre los agradecía.

Aquella tarde, sin embargo, fueron pocos los que pasaron por allí. El tiempo se eternizaba más que nunca mientras fuera la luz languidecía. Escuché ruidos a la espalda de donde estaba sentado. Pasaron unos segundos y vi que una cabeza se asomaba por la puerta corredera que separaba la sala de un pequeño almacén que, a su vez, comunicaba con el estudio de diseño y otros despachos.

-Cierro las luces. Ya no queda nadie ahí dentro – dijo el recién llegado-. Eres el último de Filipinas.

Nunca había oído esa expresión. No sabía lo que significaba, aunque me lo podía llegar a imaginar. Igualmente le sonreí como si hubiese dicho algo de lo más ocurrente. Él pareció darse por satisfecho; los ojos le brillaban detrás de sus gafas de marca. Era el típico individuo trajeado que no sabías muy bien qué hacía dentro de la empresa, aparte de llevarse una buena pasta a final de mes. El típico que si te cruzabas con él por el pasillo pasaba por tu lado sin decir un cortés hola o adiós, dejándote con el saludo en los labios, amén de la cara de tonto. El típico al que fuera de allí, seguramente, sus amigos calificaban de maravillosa persona.

-Buen fin de semana – me limité a decirle.

El encorbatado se fue por donde había venido y yo volví a sumergirme en aquellas cartas procedentes de todos los rincones del mundo: Nueva Zelanda, Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Sudáfrica, Francia, Rusia, Suecia, Australia, Israel. Disfrutaba leyendo las que podía leer. Los consumidores no se limitaban a especificar qué pieza habían perdido sino que se extendían en detalles de sus propias vidas: cómo había llegado el puzle a sus manos, cuánto les había costado realizarlo, cómo se había producido la tragedia y cuánto significaba para ellos finalizarlo. Esporádicamente, tras recibir las piezas en sus casas, había quien mandaba alguna postal típica de su localidad manifestando su gratitud y expresando la alegría que le había producido ese pequeño milagro de reposición. La mayoría de las semanas recibía un promedio de trescientas cartas. ¡Nunca me hubiese imaginado todo lo que llega a perder la gente!

Cuando levanté la vista de la correspondencia descubrí que había anochecido. El cristal de la ventana me devolvió mi propio reflejo. No sé por qué lo hice, pero le dediqué un saludo con un cortés asentimiento de cabeza. Me levanté para estirar un poco las piernas y recorrí el estrecho pasillo de altos estantes que albergaban las ediciones de todos los puzles de los últimos años, saliendo a un pasillo sólo alumbrado por las luces de emergencia. Tras hacer una visita a los lavabos, volví a mi puesto de trabajo, saboreando durante el paseo la calma que reinaba en las amplias salas en penumbras que iba dejando atrás. Acababan de dar las siete y la emisora que estaba escuchando hizo una desconexión comarcal; el programa que comenzaba a partir de ese momento lo emitían desde los estudios de Radio Barcelona.

La sección cultural que con tanta ansia esperaba cada semana siempre se introducía tras los escándalos políticos y las glorias deportivas de rigor. En esta ocasión el monográfico literario estaba dedicado a Jesús Moncada (1941-2005), hijo predilecto de Mequinenza, el pueblo sumergido en las aguas del embalse de Ribarroja en la confluencia del Ebro y el Segre y que él hizo famoso en su obra. Tras una breve referencia bibliográfica (realmente fue un autor poco prolijo pero de una altísima calidad) destacaron su obra maestra, Camino de sirga. Me sentí avergonzado por desconocer tanto al escritor como esa novela en particular (yo que me jacto de ser un hombre de letras). Inmediatamente tuve la necesidad de hacerme con ese libro, cosa que no tardé mucho en conseguir. Al día siguiente compré un ejemplar en la librería más próxima que encontré. No dejaba de resonar en mi mente el nombre de Mequinenza, un nombre tan literario como el de Macondo de Gabriel García Márquez, aunque el de la Franja siempre aseveraba en las entrevistas no estar influenciado por el realismo mágico. Y aunque haya tardado años en emprender su lectura (por motivos que se me haría demasiado extenso contar) nunca ha dejado de llamarme desde el estante en el que descansaba como una especie de tamtan en medio de la selva. Por fin, tras una tupida cortina de enredaderas he descubierto el claro en el que sentarme para leer con calma su historia.

viernes, 29 de octubre de 2010

David Wroblewski, La historia de Edgar Sawtelle

¿Cómo puede una novela estar tan bien escrita? Me explico. ¿Cómo alguien que publica por primera vez puede ofrecernos algo tan extraordinario como La historia de Edgar Sawtelle? Hace días que le doy vueltas al asunto y no logro encontrar una respuesta que me satisfaga. David Wroblewski (siempre tengo que mirar la portada de su libro para recordar ese endiablado apellido impronunciable) la escribió a punto de llegar a la cincuentena. A pesar de ese buen lastre de años, su apariencia resulta carismáticamente juvenil. Es una de esas personas que parecen conservarse en plena forma a pesar del paso del tiempo.

David Wroblewski nació en 1959, está casado con la también escritora Kimberly McClintock y, antes de dedicarse a la literatura, trabajó en el ámbito de la informática. El matrimonio vive en Colorado, junto a su perra Lola y su gato Mitsou. Eso me hace pensar (al ver su fecha de nacimiento) que nunca es tarde para elaborar una gran obra, que no debemos correr en publicar, que si decidimos dar a imprenta un producto de nuestra inventiva éste tiene que honrarnos y hacer que nos sintamos orgullosos de él. Las prisas siempre fueron malas y en el caso de la literatura si cabe todavía más. Si al tiempo que Wroblewski se ha tomado para ofrecernos su opera prima le sumamos la sencillez y la humildad con que nos la tiende, el libro pasa de ser un mero objeto de papel a convertirse en un regalo de los que actualmente escasean por la sinceridad que alberga.

Por otra parte, este libro sólo podía escribirlo alguien con un profundo conocimiento del mundo canino. Han llegado a compararlo con Jack London y debo reconocer que hay mucho de él en esta novela. David Wroblewski se acerca a estos nobles animales con una sensibilidad y una visión tan certera como pragmática. Desconozco si su contrastada experiencia en este terreno se debe a vivencias personales o a un exhaustivo estudio de la cría y adiestramiento de perros. De cualquier modo, los episodios narrados resultan admirables y vivos, que es lo que realmente importa en una obra de ficción.

La historia narra las vidas de la familia Sawtelle en su granja de Wisconsin. Allí crían unos perros muy singulares, los llamados perros sawtelle. Éstos no tendrán el pedigrí que tienen otras reconocidas razas, pero son únicos y por eso mismo entre los entendidos en el tema están muy valorados y cotizados. El protagonista, el joven Edgar Sawtelle, inicia la tercera generación dedicados a esta empresa. Tras su abuelo, fue su padre el que tomó las riendas de la granja y de la cría junto a su esposa Trudy. El hermano del padre, Claude, decidió abandonarlos para enrolarse en el ejército, vendiendo la parte que le pertenecía. Ahora el padre y la madre de Edgar son los únicos que llevan el peso de continuar con la raza sawtelle. El padre se encarga de las camadas y de encontrar a los futuros propietarios, mientras que la madre tiene la tarea de darles un adiestramiento que va mucho más allá de lo puramente convencional. Mientras tanto, siempre que las clases de la escuela se lo permiten, Edgar desempeña en la granja trabajos como limpiar, cepillar, dar de comer o sacar a pasear a todos los perros. Para su sorpresa, un día su padre le hace cargo de su propia camada, toda una responsabilidad que será el preámbulo de su brusca incursión en el mundo de los adultos.

A todo esto debemos añadir que Edgar Sawtelle es mudo. Nació con esa anomalía. Podía escuchar todo lo que tenía a su alrededor, pero de su garganta no brotada sonido alguno. Los médicos aseguraban que no podían explicar algo tan extraño. Edgar aprendió el lenguaje de los signo y sus padres se habituaron a comunicarse con él de ese modo. Incluso a los perros Edgar les signaba y ellos le obedecían. Pero el animal que lo comprendía nada más cruzarse las miradas era Almondine. Desde que Edgar era un bebé, ella se acostumbró a estar a su lado, a velar por él y cuidarlo como si se tratara de su propio cachorro. El lazo que une al chico y a la perra es un ejemplo bellísimo de cómo animal y hombre pueden convivir en perfecta armonía. Su relación es lo más hermoso de este libro, sin lugar a dudas.

Todo parece ir bien en la granja hasta que un día aparece de nuevo Claude. Con él llegará una tras otra una serie de desgracias que les cambiará a todos sus plácidas vidas. Sólo adelantaré (me tengo que morder la lengua para no desvelar más cosas del argumento) que el padre muere. A partir de este momento comienza un verdadero drama que bien podría haberlo firmado el mismísimo Shakespeare. A su modo, Edgar Sawtelle recuerda la figura del famoso príncipe de Dinamarca del autor inglés. Al igual que le sucede al joven Hamlet, Edgar verá usurpado el poder paterno, siendo tanto él como su madre víctimas de un destino imprevisible y, durante el tiempo que duró el júbilo familiar, improbable. Pero del mismo modo que sucede en la tragedia, nada proviene en realidad de las casualidades del infortunio sino que todo parece apuntar al fruto de la oscura mano de la premeditación.

El autor construye una obra bien tramada, utilizando un tempo perfecto. Nada se adelanta más de lo necesario, todo llega en su momento. Nos proporciona los detalles imprescindibles y las escenas justas para construir en nuestra imaginación de lectores el historial suficiente para desarrollar el drama cuando llegue la hora propicia. El lenguaje, del mismo modo, se emplea con sobriedad pero con elegancia y sin ser barroco resulta sugerente. Podría asegurarse que todos los aspectos que conforman una novela están perfectamente equilibrados en La historia de Edgar Sawtelle. Por este motivo y por muchos otros que seguramente me dejo en el tintero, deseo de todo corazón que éste sea el inicio de una fructífera carrera literaria y que vengan más obras de David Wroblewski, aunque para ello debamos esperar largos años y tal vez nos pille allá en la eternidad.

viernes, 22 de octubre de 2010

Don Winslow, El invierno de Frankie Machine

A Frank Machianno le gusta la puntualidad. Se levanta cada día a las cuatro menos cuarto de la mañana cansado de ser él mismo. Se da una ducha de un minuto. Se hace un café que deja reposar exactamente cuatro minutos. Se prepara un bagel de cebolla con un huevo frito que envuelve cuidadosamente en una servilleta de hilo. Se mete en su furgoneta Toyota y se dirige al muelle de Ocean Beach.

A Frank Machianno le parece que tiene mucha suerte de tener una hija maravillosa, Jill, que está a punto de entrar a estudiar en la Facultad de Medicina (aunque eso signifique que Frankie deba romperse un poco más el espinazo para costearle las clases), una pareja para quitarse el sombrero, Donna, que trabajó durante unos años en Las Vegas y que ahora regenta una boutique con una buena y distinguida clientela, y una ex mujer que aún le sigue necesitando y queriendo a su manera. Frankie puede sentirse afortunado por llegar a esas alturas de la vida rodeado de esas tres preciosidades a las que tanto ama, por quienes merece la pena seguir luchando en este mundo tan hostil y falto de valores.

A Frank Machianno se le podía ver surfeando durante “la hora de los caballeros” en las magníficas playas de la costa de San Diego. Siempre acude a su cita, día tras día, acompañado de su amigo y camarada Dave Hansen, agente del FBI a punto de retirarse. Para él subirse a una ola y cabalgarla es mejor que hacer el amor, o al menos eso cree. Pero un día deja de acudir a su cita y Hansen se pregunta si la desaparición de Frankie tendrá algo que ver con los dos cadáveres que han aparecido en la playa acribillados a balazos. Uno era un destacado mafioso de Detroit, el otro un testigo protegido que estaba metido en un asunto bastante serio y turbio. Lo que Dave Hansen no sabía es que ambos habían tratado de tenderle una trampa mortal a Frankie. Pero Frankie es Frankie y con eso quiero decir que poca explicación más debe darse a lo que sucedió.

A Frank Machianno no se le toma el pelo sin salir escaldado o con los pies por delante. Por algo le apodan “la máquina” y de ahí que, quienes le conocen, se dirijan a él por el nombre de Frankie Machine. Este sesentón pluriempleado (regenta una tienda de carnada en Ocean Beach, trapichea con un negocio de lavandería y lleva un servicio de pescado dirigido a hoteles y restaurantes) ha abandonado definitivamente los asuntos mafiosos que años atrás lo convirtieran en una celebridad. Pero ahora, de repente, cuando su vida parece tranquila, alguien se ha empeñado en quitarlo de en medio. Frankie desconoce los motivos. Mientras huye de los sicarios que van llegando y que van cayendo como moscas en sus manos, hace un repaso de su agitada vida pasada para ver quién diantres lo quiere en el hoyo.

A Frank Machianno le mosquea la injusticia. Al conocer su historial vemos a un tipo que, aunque de gatillo letal (que no fácil), es todo un caballero a la hora de mandar al otro barrio a un objetivo anónimo, pero una bestia sin remordimientos ante quien se lo merece (y con ello me refiero a aquellas personas que han hecho mucho daño a su alrededor). A su manera, por descontado, tiene conciencia y principios, por lo que nunca vacía el cargador a la ligera. A medida que se hace mayor se vuelve más selectivo a la hora de aceptar “trabajos”, algo que finalmente descartará por completo, tratando de redimirse y llevar una vida decente. Y casi lo consigue. Prácticamente logra convertirse en alguien a quien los suyos consideran un buen padre de familia, una buena pareja y un buen ex. Lástima de aquella emboscada en la que quisieron coserlo a balazos. De aquello sólo podía resurgir un Frankie cabreado, es decir, aquella situación despertó a la machine aletargada.

A Frank Machianno lo inventó Don Winslow, un escritor norteamericano que tuvo un éxito inesperado con su anterior novela, El poder del perro (una novela tremendísima). Don Winslow nació una noche de Halloween en Nueva York (1953). Trabajó durante un tiempo como detective privado y como guía turístico en safaris africanos. Un día leyó en alguna parte que Joseph Wambaugh, un ex policía reconvertido en escritor, escribía diez páginas cada día y con eso le bastaba. Winslow no se propuso tanto. Hizo la mitad y al cabo de tres años tenía su primera novela. Desde entonces trabaja cada día de 5:30 a 10 de la mañana y, casi siempre, alterna simultáneamente dos novelas. A todas sus obras les imprime un ritmo trepidante, una acción que no deja ni un momento de respiro al lector. Iniciar la lectura de un libro de Don Winslow es lo más parecido a subirse a una montaña rusa que parece no acabarse nunca.

A Frank Machianno hay que conocerlo a través de las cuatrocientas páginas de esta novela. Sólo puedo decir eso. Llegaréis a cogerle cariño y a considerarlo como un viejo amigo. A fin de cuentas, a pesar de su crudo historial, se trata de un tipo que siempre ha deseado que le dejen en paz y ser feliz con los suyos. Nada más. El problema es que, cuando la vida se las da cruzadas, no se arruga. A su lado los mafiosos de Coppola o Scorsese os parecerán hermanitas de la caridad. Palabra de honor.

viernes, 15 de octubre de 2010

Manuel Vázquez Montalbán, Los pájaros de Bangkok

Hace siete años que nos dejó Manuel Vázquez Montalbán y ya va siendo hora que hable de él. Pensándolo bien, tal vez me he demorado más de la cuenta y no sabría explicar el motivo, puesto que a mi alrededor siempre revolotea algún libro de la serie Carvalho. Además, si sumamos que mi pasión por la gastronomía y la novela negra se la debo al autor barcelonés y a su protagonista afincado en Vallvidrera y con despacho en las Ramblas, me sorprende que ambos no hayan aparecido en las primeras entradas de este blog. Pero como todo en la vida, en ocasiones a todo aquello que más amamos no le damos prioridad y lo relegamos incomprensiblemente a un tiempo que aún está por venir. Es la insegura seguridad de que pase lo que pase siempre estará ahí y de que podremos contar con ello cuando lo necesitemos. Gran error.

Muchas veces he necesitado recurrir a Manolo, sobre todo cuando la sordidez de la vida social y política de este país se hace inaguantable. Abrir uno de sus libros, releer cualquiera de sus artículos, sumergirnos en sus diatribas culinarias o en cualquier medio en el que oigamos de nuevo su voz siempre es una bocanada de aire fresco. Al leerlo es como si tomáramos con fuerza una pértiga y sorteáramos de un impulso la estupidez que impera en este sobrevalorado siglo XXI. Manuel Vázquez Montalbán ha sido un auténtico hombre del Renacimiento dentro de la Literatura. Sabía de todo (o casi de todo, si descartamos la física cuántica y cosas así) y mejor que nadie. Cualquier tema que se le pusiera por delante sabía analizarlo con una maestría inigualable. Me imagino que deben de sentirse muy afortunados todos aquellos que lo conocieron y trataron con asiduidad.

Por mal que me sepa y contradiciendo a Juan Marsé, a Manuel Vázquez Montalbán lo recuerdo por toda su prolífica carrera de escritor, pero especialmente por la serie protagonizada por Pepe Carvalho. Marsé escribía unas líneas recordando a su gran amigo y compañero de fatigas y finalizaba deseando que no se le recordara por el mítico detective sino, por ejemplo, por su admirable obra poética. Quizá yo sea una persona más banal, de no tan altos vuelos, más insensible en definitiva, pero reconozco que en Carvalho está metido todo el universo de Montalbán, todas sus filias y sus fobias, su aprendizaje y su madurez, sus recuerdos y su temor al olvido... O al menos así lo intuyo yo.

Aunque ya llevaba tres novelas de la serie a sus espaldas (Yo maté a Kennedy, Tatuaje y La soledad del mánager), no será hasta su cuarta entrega, Los mares del sur (1979), cuando gane el Premio Planeta y, a través de los vericuetos del azar, se dé a conocer en el extranjero, sucediéndose una traducción tras otra. El propio autor explica que nadie lo conocía fuera de nuestras fronteras hasta que un buen día el crítico francés Michel Lebrun compró la novela en uno de esos montones de libros de saldo que hay en las estaciones de tren para sobrellevar mejor los largos trayectos. Le gustó tanto que, por cuenta propia, la presentó al Prix International de Littérature Policière en 1981. Por descontado, se hizo con él. Todo le venía caído del cielo a un ateo declarado como Manuel Vázquez Montalbán.

Sin lugar a dudas, Los pájaros de Bangkok (1983) es la mejor novela de la serie Carvalho. Por ese motivo, sorprende lo que el destino le deparó al propio autor. El día que escuché la noticia por la radio me llevé las manos a la cabeza y pensé: “Esto no lo supera ni el mejor guionista de la Fox”. Manuel Vázquez Montalbán falleció de un paro cardiaco mientras hacía escala en el aeropuerto internacional de Bangkok, de regreso a España desde las Antípodas, donde había realizado una exitosa serie de conferencias. Dejaba listos para imprenta dos volúmenes en los que aparecía de nuevo Pepe Carvalho y que serían (al menos eso dan a entender) los últimos de la serie. Un final redondo, perfecto para ambos. Tal vez demasiado.

Estructuralmente hablando, Los pájaros de Bangkok es la novela más compleja del canon carvalhiano. Tres historias se entrecruzan en su trama, proporcionando un fresco de situaciones y personajes que, a medida que avanzamos en la lectura, van componiendo un todo donde cada una de las piezas encaja perfectamente. Las dos primeras historias con las que se encuentra el lector transcurren en Barcelona. Una trata sobre la investigación que el detective realiza sobre la estafa que se le está haciendo a un empresario. La otra es el caso del asesinato de una joven; aquí Carvalho actúa por cuenta propia, para sobrellevar mejor la falta de trabajo y el ambiente opresivo en el que parece hallarse.

La tercera historia en arrancar es la que le llevará a Tailandia. Teresa Marsé, amiga de Pepe Carvalho, ha desaparecido en el otro extremo del mundo, así se lo hace saber el hijo de ésta. Al principio todo son reticencias y negaciones por parte del detective a la hora de aceptar el caso. Hay más implicaciones que las puramente profesionales. El recelo que le produce el asunto le hace desistir una y otra vez a involucrase. Sin embargo, movido por el deseo de escapar de la monotonía y la melancolía que amenazan con ahogarlo, decide finalmente, y por segunda vez en su vida, visitar el país asiático.

Como en las grandes novelas, el círculo se cerrará al final. Todo cobrará sentido una vez alcancemos las últimas páginas. Para ello, será necesario que Carvalho vuelva a Barcelona, a la ciudad de la que huyó (porque lo suyo realmente fue una huida en toda regla). Regresa, no obstante, con algunas respuestas, para algunos tal vez a preguntas triviales, para él fundamentales. Una de ellas, planteada antes de su partida y que no dejaba de rondarle por la cabeza, era sobre el nombre que tenían aquellos pájaros apostados a millares en las calles de Bangkok. Una vez en su despacho con vistas a las Ramblas y con su anhelada respuesta comprenderá lo inútil que es tratar de huir de uno mismo, porque además de resultar imposible es una considerable pérdida de tiempo.

viernes, 24 de septiembre de 2010

John Steinbeck, Viajes con Charley

Tal vez me repito con demasiada frecuencia cuando digo que tal o cual escritor es uno de mis autores preferidos. Pero es que tengo muchos, la verdad. Y cuando ahora diga que John Steinbeck es uno de mis escritores preferidos, creedme, hablo en serio. Para mí John Steinbeck está en el Olimpo de la Literatura Universal, aunque esta necedad me la acabe de inventar. La historia de mi relación con él va un poco más allá de la hoja impresa. Os la contaré brevemente... a quien le interese.

Todo se remonta a la época en que todavía no sabía leer. Si suponéis que por entonces yo era un niño, acertaréis. Me costó arrancar pero una vez el motor se puso en marcha no hubo quien me detuviera. Mi padre, que no había tenido una infancia especialmente fácil, hablaba en casa con cierta admiración de la gente que leía libros y yo siempre albergué la esperanza de alcanzar esa categoría para que él se sintiera orgulloso de mí. A veces, caminando a su lado, ponía a prueba mis conocimientos. Señalaba el letrero de alguna tienda y me preguntaba si sabía lo que allí había impreso. Avergonzado, bajaba la cabeza tras mi esfuerzo por descifrar aquellas letras, tratando de ocultar mi rubor y mi ignorancia, al tiempo que me prometía que en el futuro leería muchos libros y cuanto más gordos mejor.

Desgraciadamente, que yo sepa, se ha perdido la costumbre de regalar libros el día de Sant Jordi en las Cajas de Ahorro. Cada año acudíamos (hábito que luego he comprobado en infinidad hogares de mi misma localidad) con meridiana puntualidad para escoger entre los títulos que ofrecían a los fieles clientes. Ante nosotros desplegaban una serie de ediciones realizadas especialmente para la entidad financiera, apareciendo de manera ostentosa su logotipo corporativo en alguna parte de la portada. Ese día solía acompañar a mi madre, que en casa era la que se encargaba de los temas administrativos. Una vez allí, dejaba a mi nada selectivo criterio la elección del libro. Uno de esos años, influenciado por mi deseo de leer algún día libros gordos, elegí el que me pareció más voluminoso. Aún lo recuerdo delante de mí, con una portada verde llamativa a más no poder, con James Dean (todavía no sabía quién demonios era aquel tipo con cara de afectado) en primer plano. La novela permaneció muchos años en el armario donde acababan todos los libros en mi casa. De tanto en tanto lo abría y lo veía allí, demasiado grande todavía para mí. El día que decidí aventurarme a abrir sus primeras páginas, primero leí su título y el nombre de su autor: Al este del Edén por John Steinbeck… Nunca hubiera imaginado dónde me estaba metiendo. La buena literatura te atrapa para no volver a soltarte jamás.

El mismo año que John Steinbeck recibió el Premio Nobel de Literatura publicó su última obra de largo aliento, Viajes con Charley. Sucedía en 1962, seis años antes su muerte. En sus páginas nos reencontramos con el mejor Steinbeck, con el escritor de pluma inteligente y mordaz al que nos tenía acostumbrados en obras anteriores. Aquí incluso se presenta más sincero y sagaz que nunca al tratarse de un texto autobiográfico; su voz surge directa, sin apenas enmascararse tras la pátina de la ficción. El viaje (y por ende el libro) es un férreo deseo de volver a sus orígenes. Steinbeck anhela reencontrar la soledad del viajero, codearse con gente sencilla y humilde que ignora que se halla frente a un personaje público y famoso. En todo su recorrido de miles de kilómetros a través de varios Estados nadie sabrá quién es, nadie reconocerá en él al laureado escritor afincado en Nueva York.

La idea principal que se propuso Steinbeck era cruzar los Estados Unidos de América y narrar sus vivencias. Para ello se proveyó de una camioneta a la que incorporaron un práctico y moderno habitáculo, prototipo de lo que más adelante serían las actuales autocaravanas. Incluía todas las comodidades que nos podamos imaginar. Artilugio como aquel bien podría haber salido de la NASA. Por nombre le puso Rocinante, en honor a la obra universal de nuestro más ilustre autor, Miguel de Cervantes Saavedra, de donde tantos y tantos escritores de renombre han bebido y beben (¡ay, si aquí siguiéramos el mismo ejemplo!, pero ya se sabe, en casa del herrero cuchillo de palo). Además, tomó como único acompañante en su periplo a Charley, un caniche francés que en muchas ocasiones, cuando llegaba a una población desconocida, servía de excusa para entablar conversación con los lugareños, puesto que generalmente por aquellas tierras no habían visto perro de anatomía y pelambrera tan curiosa.

Hay personas que aseguran que los perros se acaban pareciendo sorprendentemente a sus amos, o viceversa. Yo tengo la misma sensación con los autores a los que amo. Algo hace que, involuntariamente, rasgos de mi vida y de mi personalidad se parezcan en determinados momentos a los suyos. Al igual que Steinbeck, vivo en compañía de un perro (una preciosa cocker spaniel) y ambos tenemos una idea bastante similar sobre la enfermedad y el recelo que nos produce el modo en que tratan de cuidarnos los que tenemos a nuestro alrededor: “Y había visto a tantos empezar a envolver sus vidas en algodones en rama, ahogar sus impulsos, ocultar sus pasiones y alejarse gradualmente de su virilidad para entrar en una especie de semiinvalidez física y espiritual. Les animan a hacer esto sus mujeres y sus familiares y es una trampa tan dulce (...) Cambian su violencia por la promesa de un pequeño aumento del periodo de vida”. Y me suscribo a sus palabras cuando John Steinbeck, mi querido y admirado Steinbeck, proclama: “Pues he vivido siempre violentamente, bebido desmedidamente, comido demasiado o nada en absoluto, dormido veinticuatro horas seguidas o pasado dos noches sin dormir, trabajado demasiado duro y demasiado tiempo sintiéndome en la gloria o haraganeando en la vagancia absoluta una temporada”. Este es John Steinbeck, señoras y señores, en su estado más puro, un escritor por quien me partiría la cara si en un bar de mala muerte (o en un aula universitaria, que viene a ser igual: los mismos pedantes y holgazanes) alguien acodado en la barra osara hablar mal de él. Debo confesar que por pocos autores lo haría, pues en el fondo soy bastante timorato. Pero si hay que hacerlo se hace, todo sea por el honor de las buenas letras.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Dennis Lehane, Un trago antes de la guerra

Salvando con respeto las apariencias, a veces nuestras vidas se asemejan a la de Job. Una tras otra las desdichas se van cerniendo sobre nosotros. Cualquiera diría que, al igual que ocurrió con aquel buen hombre bíblico, Dios y el Diablo han vuelto a apostarse entre ellos cuál es el límite de nuestro aguante antes de desfallecer entre improperios hacia el Altísimo. Job fue fiel hasta el final y por ello benévolamente recompensado. Yo no poseo ni su tesón ni su aguante, por desgracia (aunque lo intento), y para sobrellevar los malos momentos debo recurrir a la sedación que proporciona la ficción de calidad. Por fortuna, desde hace un año RBA se ha decidido a publicar los primeros títulos de la magnífica serie de Dennis Lehane protagonizada por los detectives Patrick Kenzie y Angela Gennaro.

Todos los que habíamos leído hace ya unos años Desapareció una noche y Plegarias en la noche estábamos esperando estas entregas anteriores con una ansiedad que rozaba la desesperación, sobre todo por la incomprensión de que no salieran al mercado unas obras avaladas por la crítica americana en este género (por descontado, la mejor y más cualificada del mundo, aunque me pese reconocerlo). Independientemente de las opiniones aparecidas en The New York Times, USA Today o Esquire, comprar cualquier libro de Dennis Lehane siempre garantiza acertar con la elección y pasar horas placenteras con su lectura.

Un trago antes de la guerra es la irrupción en el panorama literario de Dennis Lehane. ¡Menuda entrada! Cualquiera que se digne y tenga la suerte de leer esta novela creería que su autor lleva una larga carrera en el oficio y nunca se plantearía que se trata de un debutante. Sus páginas denotan un estilo muy marcado que se verá afianzado en sus siguientes obras, a cuál mejor. Sin embargo, en su primera novela ya se aprecia una seguridad no muy usual en escritores primerizos. No extraña, entonces, que le concedieran el Shamus Award, uno de los premios más prestigios que puede conseguir un escritor novel del género negro.

Los episodios que se narran en Un trago antes de la guerra y la ironía que rebosan sus extraordinarios diálogos parecen salidos de alguien más curtido en la vida (contaba 29 años en la fecha de su publicación). Sin embargo, no debemos olvidar que Dennis Lehane, antes de poder vivir plenamente de la literatura, pasó por diversos oficios, entre otros como empleado en un centro de ayuda a niños que habían sufrido abusos. Esta etapa nunca la olvidará, refiriéndose a ella en muchas entrevistas y dejando claro lo mucho que le marcó. Cuando le escuchamos hablar de ese pasado en el que tuvo que enfrentarse a vivencias tan traumáticas, uno entiende por qué en gran parte de sus novelas son los niños las víctimas de la sociedad corrupta.

Dennis Lehane nació en 1965 (en la solapa del libro y en la wikipedia española consta el año 1966, dato erróneo) en Boston y se crió en el barrio de Dorchester. Precisamente éste es el escenario de la mayoría de sus novelas. Toda la serie de Kenzie y Gennaro transcurre entre sus calles y sus gentes de clase obrera. El Dorchester de Lehane es un crisol de culturas y de familias en su mayoría inmigrantes. Negros, irlandeses, italianos, todos tienen cabida en unos barrios delimitados por una línea imaginaria que el forastero incauto no siempre es capaz de ver con claridad. De origen irlandés como su propio protagonista, Dennis Lehane siempre advierte en una nota inicial que la ciudad de Boston la toma prestada para tergiversarla a su antojo, tomándose las licencias necesarias que le imponga su historia. A nosotros, la verdad, poco nos importa que tal calle sea exactamente como la retrata o que tal bar se encuentre en el lugar preciso que menciona o que simplemente llegue a existir en la realidad. Tanto nos da, y sobre todo cuando la narración nos ofrece un mundo de ficción sin fisuras.

La trama de Un trago antes de la guerra es sencilla, no hay grandes secretos guardados para un final sorprendente ni giros inesperados en la historia (sus próximas novelas ganarán en complejidad). A pesar de esa aparente simplicidad, el hilo argumental resulta sólido y suficiente para mantener en vilo a los lectores. Patrick Kenzie y Angela Gennaro reciben el encargo por parte de unos políticos para encontrar a Jenna Angeline, la persona encargada de la limpieza del despacho de uno de ellos. Al parecer la tal Jenna desapareció el mismo día que un documentos bastante comprometedores. Si a eso le sumamos que es negra, las sospechas hacia ella se incrementan el doble. Los dos detectives aceptan el caso sin saber dónde se están metiendo. A medida que comiencen a investigar comprobarán que Jenna Angeline sólo es la punta del iceberg y que lo que hay debajo es una más de las muchas demostraciones que nos muestran hasta dónde el hombre es capaz de llegar. Una tras otra se irán sucediendo escenas de corrupción, violencia, racismo y miseria que en ningún caso nos dejará indiferentes; todas ellas, eso sí, magistralmente narradas.

Para todos aquellos que no hayan leído todavía ninguna novela de Dennis Lehane, les adelantaré que el despacho de Patrick Kenzie y Angela Gennaro se encuentra ubicado en lo alto del campanario de la iglesia de San Bartolomé. Hasta ahora me había preguntado por qué diantres alguien tiene su maldito lugar de trabajo en un sitio tan surrealista como ese. Afortunadamente, y salvaguardando mi cordura, la respuesta se da en los primeros capítulos de esta entrega. Esto es lo malo que tiene no respetar el orden de publicación de una serie.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Amos Oz, Un descanso verdadero

La obra de Amos Oz hay que leerla en silencio. Casi me atrevería a asegurar que deberíamos sumirnos en un silencio sepulcral (que no reverencial) o en el mismo silencio que rodea los kibbutz que aparecen en las novelas del autor israelí. Sólo de esa manera lograremos percibir la tenacidad con la que nos acerca un mundo que desconocemos. Por lo tanto, el silencio más riguroso debe imperar en la sala donde leemos para que toda la vida de sus páginas llegue hasta nosotros lo más nítidamente posible. Al mismo tiempo, su lectura exige concentración. Estamos ante uno de esos autores con los que no nos podemos permitir despistes, ya que todo aquello que escribe -aunque a simple vista tenga una apariencia cotidiana- toma un cariz trascendental. Su prosa está cargada de poesía y una prosa así hay que degustarla con sosiego y detenimiento.

Amos Oz nació en Jerusalén como Amos Klausner el mismo año que el mundo contemplaba atónito el inicio de la Segunda Gran Guerra. Resalto este dato por el hecho de que Amos Oz es judío y por todo lo que le devendría a su pueblo. En lugar de albergar odio o resentimiento, el escritor siempre ha destacado por su pacifismo y su sinceridad ante cualquier conflicto.

El autor residió durante veinticinco años en un kibbutz. Allí tenía la ocupación de profesor de instituto. Para los que desconozcan el término kibbutz aclararé que se trata de una comuna agrícola en territorio israelí, donde todos sus miembros se rigen por posturas socialistas y en la que impera el trabajo y la igualdad. Precisamente es en un kibbutz donde transcurre la historia de Un descanso verdadero. En medio de este escenario, bajo un tiempo invernal y lluvioso, entramos con sigilo en las vidas de sus dos protagonistas, Yonatán Lifschitz y Azarías Gitlin.

Yonatán Lifschitz es el hijo del secretario del kibbutz, Yolek. Está casado con Rimona y desde un primer momento se aprecia claramente el hastío que Yonatán siente por toda su vida en aquel lugar. Pretende abandonar el kibbutz y a su familia para irse muy lejos de allí y labrarse un futuro más alentador. Una y otra vez, por un motivo u otro, sus planes de fuga siempre acaban postergándose. Mientras tanto, su desaliento incrementa cada día que pasa... “Casi todos todos los días algo se apagaba en su interior y no sabía el porqué, tal vez alguna enfermedad o quizá la falta de sueño, y sus labios a veces le decían: Ya están bien. Basta. Se acabó”, escribe Amos Oz.

En contraposición con Yonatán se encuentra el personaje de Azarías Gitlin, un joven forastero que aparece de noche y que desea ansiosamente integrase en el kibbutz... “Allí dentro resplandecía una vida real y lenta que él no había conocido jamás, y hasta lo más profundo de su alma deseó tocarla y contagiarse, formar parte de ella y no ser nunca más un extraño”, narra el autor. Azarías, un ser ambiguo, complejo, proviene de Tel Aviv tras finalizar el servicio militar hace escasas semanas. El propio Amos Oz hizo algo parecido de joven, abandonó Jersusalén y a su familia para instalarse en el kibbutz Hulda y, al igual que Azarías, se dedicaba a escribir poemas y artículos de opinión en sus ratos de ocio. Los destinos de Yonatán y Azarías, así como el de todos los personajes que los rodean, se entrelazarán para convertirse en el hilo conductor de esta magnífica historia.

El único pero que le pondría a esta novela se encuentra en los diálogos. Están excesivamente meditados y elaborados, por lo que pierden realismo y fluidez. En ocasiones recuerdan más a una obra de Ibsen que al género literario al que pertenece. Pero esto no pretende ser una crítica, puesto que la novela es un cajón de sastre donde todo tiene cabida. Simplemente se trata de una apreciación personal y de gusto. No obstante, el modo de narración que adopta el autor en Un descanso verdadero la hace particularmente original y seductora. A pesar de las notas melancólicas con las que están cargadas muchas de sus páginas, la fuerza de su voz nos mantiene ansiosos por seguir adelante y atravesar ese yermo y esas historias de vidas ahogadas en la más absoluta soledad existencial.

Por último, quisiera expresar una frustración. Me siento frustrado cuando acudo a cualquier librería y no encuentro ningún libro de Amos Oz (uno o dos a lo sumo y con mucha suerte). Bien mirado, todo es bastante sorprendente, y sobre todo si tenemos en cuenta lo colmadas que están las estanterías de tanta basura como actualmente se publica. Hoy cualquier hijo de vecino se cree con el derecho a publicar. Y es una desgracia, sinceramente, porque le quitan un espacio merecido a los escritores que hacen auténtica literatura. Armémonos de paciencia. Tendremos que esperar a que Amos Oz gane por fin el Premio Nobel para que los comerciantes traten de sacar negocio con la publicidad generada y para que muchos lectores se pavoneen de que para ellos siempre ha sido un autor de cabecera.

viernes, 20 de agosto de 2010

Agatha Christie, Cinco cerditos

O CÓMO SOBRELLEVAR EL SOPOR DE UNA TARDE DE VERANO

No sé el motivo exacto, pero a Agatha Christie siempre suelo leerla en verano. Alguna razón debe haber, digo yo, porque año tras año siempre acabo devorando una de sus novelas. Tal vez sea debido al calor, que no mengua hasta altas horas de la madrugada (si es que mengua) y me mantiene más despierto de lo habitual. Entonces necesito un sedante, una lectura amena y al mismo tiempo monótona. Acudo a mi pequeña biblioteca, escudriño los lomos de los libros y elijo al azar alguna edición de bolsillo, por lo general alguna novela negra. Por supuesto, la escritora inglesa acaba siendo una de mis principales opciones. Sin embargo, lo que comienza como una elección hasta cierto modo pasajera, acaba siendo una lectura que no dejo hasta finalizarla y dar con el asesino.

Esta dama -apodada como la Reina del Crimen- vivió más de ochenta años (1890-1976), dejando publicadas más de ochenta novelas. Toda una hazaña. Pero sin lugar a dudas su mayor logro fue atrapar con sus tramas a millones y millones de lectores de todo el mundo. Sin ir más lejos es la escritora más leída de todos los tiempos (en español, no obstante, esa distinción la tiene Corín Tellado, a la estela de Cervantes, que hace poco más de un año falleció sin que se hiciera el eco mediático que su figura hubiera merecido, independientemente de la calidad literaria de su obra). La finalidad de las dos escritoras era entretener al público. Si lo consiguieron (y las ventas multimillonarias así parecen confirmarlo), cumplieron con éxito su objetivo.

En la obra de Agatha Christie encontramos un poco de todo, desde novelas elaboradas a vuela pluma hasta otras más intrincadas y originales en su concepción y planteamiento. No debemos olvidar que dos de las mejores novelas en este género tan subestimado han salido de su prolija producción: El asesinato de Roger Ackroyd (1926) y Diez negritos (1939). De tanto en tanto, la autora nos regalaba joyas como éstas. La primera que he mencionado, al igual que la novela que nos ocupa, Cinco cerditos (1942), tiene como protagonista al detective belga Hércules Poirot. Con Monsieur Poirot, la escritora toma el relevo de Arthur Conan Doyle y de su personaje Sherlock Holmes: detective privado que en ocasiones ayuda a Scotland Yard a resolver crímenes y que, con ningún rubor ni modestia alguna, se considera el mejor en su oficio. Hay que decir, sin embargo, que ambos pueden tener esas ínfulas, ya que ningún malhechor se escapa de sus dotes de deducción y sus células grises.

Como suele ocurrir en la mayoría de sus novelas, la autora realiza una primera aproximación al entorno en el que sucedió el robo, la desaparición o el crimen. Seguidamente, quien dirige la investigación conversa con cada uno de los personajes que tuvieron la oportunidad de cometer el delito. Por último, se realiza la resolución del suceso en petit comité, delante de los involucrados. Todos se quedan boquiabiertos cuando se descubre al culpable y se desgrana paso a paso su modus operandi. En el caso de esta novela en concreto y como así nos lo adelanta el propio título de la obra, los sospechosos son cinco personajes. Hércules Poirot recibe el encargo de una señorita que, siendo niña, perdió a su padre –un pintor de renombre - asesinado por envenenamiento; al mismo tiempo, su madre fue la única sospechosa en el escabroso asunto (muchas pruebas así la señalaban) y sentenciada a cadena perpetua por el mismo. Transcurrido un año del juicio, fallece en la cárcel. Sin embargo, dejó una carta para ser entregada a su hija cuando ésta cumpliera la mayoría de edad. En ella le revela su inocencia. Por ese motivo, la joven dama se dirige a Poirot rogándole que se encargue del caso para redimir la honorabilidad de su madre y demostrar a su prometido que ella no proviene de un linaje de asesinos. Aunque han transcurrido dieciséis años desde aquel entonces, el detective acepta el reto de enfrentarse a testimonios que no siempre recordarán exactamente qué sucedió o que tal vez tergiversen la ya de por sí lejana verdad.

Agatha Christie nos dejó una frase que define simple pero lúcidamente lo que cualquier escritor no debería olvidar jamás: “La mejor receta para la novela policiaca: el detective no debe saber nunca más que el lector”. Tal vez ahí radica su éxito entre los lectores que permanecemos atrapados página tras página con cualquiera de sus obras. Nada se nos oculta, todo permanece siempre ante nuestros ojos. El detective descubre los acontecimientos al mismo tiempo que nosotros. El hecho de que no nos encontramos ante ningún listillo de turno que intenta hacernos un mal truco de magia nos proporciona el convencimiento que podemos llegar a las mismas conclusiones que el protagonista si esforzamos un poco nuestra mente y tratamos de sacar sólidas conclusiones… Cosa que raramente sucede, dicho sea de paso, teniendo que esperar ansiosamente a que Monsieur Poirot o Miss Marple acudan en nuestro auxilio y desenreden los hilos del ovillo que tendió esta extraordinaria maestra del género negro.

viernes, 13 de agosto de 2010

John Irving, La última noche en Twisted River

De repente, cuando llevaba leídas más de 500 páginas, me sorprendió el llanto. Es algo que me suele pasar con John Irving, no me avergüenza decirlo (Ketchum, con toda seguridad, habría mascullado “¡Menudo capullo estás hecho!”). En un primer momento traté de controlar mis emociones... Pero cuando comprendí lo inútil de tal esfuerzo, me abandoné a la escena dramática que estaba leyendo. El escritor había conducido mi imaginación a través de esos centenares de páginas a ese punto exacto (sin llegar a ser el final propiamente dicho). Había sabido, de un modo magistral, introducirme en la piel, en los sentimientos, en los temores, en las ilusiones, incluso, de aquellos personajes inolvidables (al menos para mí, que como lector permanecerán en mi memoria durante muchos años, sino toda mi vida). Por descontado, La última noche en Twisted River puede incluirse entre los mejores novelones de John Irving.

Si el autor americano me hubiese visto a través de una mirilla con mi moqueo incontrolable habría sonreído y pensado orgulloso: “Un trabajo bien hecho. ¡Objetivo cumplido!”. Para John Irving la historia y la arquitectura que la alza son fundamentales. Con sus obras pretende emocionar al lector, tal y como lo hiciera (y lo sigue haciendo, aunque no esté tan de moda y en ocasiones haya sido vilipendiado por algunos intelectuales de pacotilla) Charles Dickens... Y lo consigue, ¡vaya si lo consigue! Su narrativa no resulta pretenciosa ni pedante (a pesar de su complejidad) y en eso, quizá, estriba su dificultad y su magia. Cuando uno se sumerge en cualquiera de sus novelas es incapaz de soltarla, de dejar por unos momentos a sus personajes sin saber qué les sucederá, qué será de ellos ahora, ¿saldrán de este embrollo?... Irving mantiene constantemente nuestro corazón en vilo como nadie más sabe hacerlo.

Como en muchas de sus novelas, la trama arranca de un “accidente” en el que se ven involucrados los protagonistas. Es más, ese primer accidente sólo es el inicio de un cúmulo de accidentes que atrapará como una bola de nieve ladera abajo a los personajes, condicionando irreparablemente sus destinos. Dominic Baciagalupo, cocinero en Twisted River, un poblado que vive de la explotación forestal al norte de los Estados Unidos, y su hijo Danny, son las víctimas, en esta ocasión, del infortunio. Un incidente de graves consecuencias les hará huir de Twisted River, emprendiendo un periplo que se alargará durante décadas, perseguidos por el malvado alguacil Carl, la cuestionable autoridad del lugar. Esta novela representa toda una vida. Danny es un niño de doce años al comienzo de la historia y lo dejamos siendo un sexagenario. Este modo de narrativa siempre me ha recordado al largo cauce de un río: partimos de su lugar de nacimiento hasta llegar al punto exacto de su desembocadura. Las novelas de John Irving son, en cierta manera, novelas río con muchos rápidos y escasos remansos.

En La última noche en Twisted River vuelve a aparecer el personaje que acaba convirtiéndose en un escritor de éxito. Anteriormente aparecen escritores en El mundo según Garp o Una mujer difícil; sin embargo, Daniel Baciagalupo o Danny Angel (su nom de plume) es quien más se acerca al John Irving escritor. El autor le da a su protagonista su misma edad y su idéntica formación académica. El proceso de creación de un libro por parte de ambos es análogo. No obstante, todo queda ahí, el parecido sólo se presenta en el apartado técnico puramente dicho. Los acontecimientos vitales son opuestos entre el escritor real y el ficticio (salvando la fijación mutua que sentían hacia mujeres mayores durante la adolescencia). Todo lo que John Irving teme en esta vida, todos los demonios que lo martirizan en sus pesadillas se los endosa a Daniel Baciagalupo, es decir, perder sistemáticamente a todas aquellas personas a las que ama. Cuando parece que por fin todo va viento en popa, viene la tempestad y el fatídico naufragio. Él logra salir con vida, sobrevive, pero a un precio muy alto; lo paga con una tristeza y una soledad que se adhieren a él para no abandonarlo nunca.

Mención aparte merece el tosco leñador Ketchum. A medida que avanzamos en la novela se convierte, aun sin estar siempre presente, en el verdadero eje de la historia. Dominic y su hijo Daniel siempre están pendientes de él; asimismo lo tienen como un miembro más de la familia a la hora de tomar decisiones difíciles. Para Danny siempre será un referente en su vida. Sin lugar a dudas es uno de los personajes más complejos y más carismáticos de John Irving. Su naturaleza violenta y sin ley aunada a su lealtad hacia todos aquellos a los que ama le otorga una ambigüedad en su modo de actuar muy bien lograda por parte del autor.

A quienes les gustó Príncipes de Maine, reyes de Nueva Inglaterra, Una mujer difícil o Hasta que te encuentre disfrutarán con la lectura de La última noche en Twisted River. Y quienes nunca hayan leído nada de John Irving, se encuentran ante una excelente novela para adentrarse en el imaginario, las obsesiones y los escenarios a los que nos tiene acostumbrados este autor irrepetible.

viernes, 6 de agosto de 2010

Domingo Villar, La playa de los ahogados

Galicia nos ofrece desde tiempos inmemoriales regalos de su tierra como, por ejemplo, sus productos del mar y de sus rías, sus parajes repletos de fuerza y belleza, su vino blanco que poco o nada tiene que envidiar a un buen burdeos y, desde hace algunos años, la obra literaria de un vigués especializado en el género negro. Con dos novelas en su haber, ambas protagonizadas por el inspector Leo Caldas, Domingo Villar irrumpió en el año 2006 con Ojos de agua. Ahora publica La playa de los ahogados, novela que supera con creces el pulso literario (aunque parezca mentira) de su ópera prima.

Domingo Villar vive en la actualidad en Madrid, hasta hace relativamente poco dedicado al trabajo de guionista para el cine y la televisión (a día de hoy, debido al gran éxito de sus dos novelas, puede centrarse exclusivamente en su tarea literaria). Además, como su propio personaje Leo Caldas, participa como colaborador en un programa de radio hablando de vino y gastronomía (aunque el inspector lo hace para recibir las quejas de los ciudadanos de a pie). Aparte de su origen gallego y de que su familia se dedica a la viticultura allá en la tierra de las meigas, poco más les une.

Vigo es la ciudad que hace de puente entre el autor y su obra. Si bien el escritor ya no se encuentra in situ en el escenario de la acción, tal vez por eso mismo sus descripciones de calles, panorámicas y locales donde ir a tomar un vino o unos percebes entre investigación e investigación, toma un cariz de esencia, de evocación y de memoria. De ese modo, al lector le llegan nítidamente todos los detalles que por regla general las personas obviamos cuando lo que nos envuelve es algo cotidiano y sobradamente conocido. La evocación del autor gallego se convierte en una realidad suficientemente sólida en nuestra imaginación para que creamos pasear junto al inspector Leo Caldas y a su ayudante Rafael Estévez (un maño como un armario y con muy mala leche que no entiende el modo de ser gallego, sobre todo eso de contestar a una pregunta con otra pregunta o la superstición que les hace escupir al suelo tras tocar algo de hierro y que normalmente acaba mancillando sus lustrosos zapatos).

Inevitablemente, la narrativa de Domingo Villar recuerda lo mejor de la obra del ya consagrado escritor sueco Henning Mankell. Sus personajes protagonistas (Leo Caldas y Kurt Wallander), además de ser inspectores, están recientemente separados, beben un poco más de la cuenta, tienen un padre que vive solo y que no recibe toda la atención que se esperaría de su hijo, y, ante todo, no son hombres de acción. Por otra parte, a ambos se les percibe un cansancio vital que aparece al abandonar por unos momentos la investigación. Además, su vida se centra casi de forma exclusiva en su trabajo, tal vez para de ese modo alejar a los fantasmas que se ciernen sobre su vida privada. No obstante, existe un punto diferencial muy importante entre una obra y otra: la del escritor gallego está salpicada de tanto en tanto de tics de humor, por lo que le resta transcendencia y seriedad excesiva a su trama argumental y a la psicología de sus personajes.

De la historia en sí de su segunda obra poco comentaré, ya que no hay nada más odioso que te den demasiados detalles tratándose de una novela policiaca. La trama se desarrolla entre Vigo y Panxón, un pueblo costero que durante los meses de otoño e invierno permanece prácticamente desierto. Allí sólo quedan unos pocos vecinos, algunos de ellos pescadores. Uno de ellos, Justo Castelo, aparece una mañana ahogado en la playa. Nada de esto hubiese sido extraordinario si no fuera porque llevaba las manos atadas. Lo que en un primer momento todo parece vaticinar que se trata de un suicidio (los del lugar lo describían como alguien callado, serio y taciturno y que llevaba mil demonios en su interior) poco a poco se va descifrando como un asunto más turbio de lo previsto y que proviene de viejas heridas que nunca cicatrizaron. A partir de este punto Leo Caldas y Rafael Estévez irán tirando del hilo del ovillo, que nunca será del todo fácil por la ambigüedad y, en muchos casos, temor de aquella gente de mar.

Sólo remarcaré, para finalizar, que os recomiendo encarecidamente esta lectura porque no saldréis decepcionados. Literatura de esta calidad poca se encuentra. ¡Larga vida a esta serie! Aprovechadla.

viernes, 30 de julio de 2010

Ramiro Pinilla, Sólo un muerto más

A sus 86 años, Ramiro Pinilla, escritor vasco conocido sobre todo por su monumental trilogía Verdes valles, colinas rojas, publica una novela negra: Sólo un muerto más. No se trata de la típica obra de género, sino más bien de una especie de vodevil que bebe de los clásicos -como en su época lo hiciera (salvando las distancias) El Quijote con el género caballeresco- para dar una vuelta de tuerca y ofrecernos una obra muy particular. Su protagonista tiene, al igual que el ilustre hidalgo, ese punto de iluminación y locura que lo lleva a adentrarse en aventuras de las que no siempre saldrá ileso.

Más que nada en el mundo, Sancho Bordaberri deseaba ser escritor, anhelaba convertirse en un autor de la talla de Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Su oficio, sin embargo, era el de librero. Empecinado en lograr sus sueños literarios, había escrito más de una docena de novelas policiacas. Las editoriales, a su vez, acababan devolviéndoselas con el mismo empeño que él había puesto en ellas. Tras la enésima devolución, Sancho se jura no volver a intentarlo y abandona la idea de escribir una novela al modo de sus ídolos americanos. Ata el manuscrito a una roca y lo lanza al mar. Sólo la noche y la playa de Getxo fueron testigos de su acto y de su decisión.

En esa misma playa, una noche del año 35, no muy lejos de donde se encontraba, se había cometido un asesinato. Un asunto turbio que nunca llegó a esclarecerse. Aunque pareciera el preámbulo de todos los crímenes que la inminente Guerra Civil dejaría por toda aquella geografía, aquel había sido cometido a sangre fría y con escarnio. La llegada de los nacionales lo único que hizo fue ocultar la identidad del asesino. Habían pasado diez años y nadie parecía o quería acordarse de quién planeó aquel ajuste de cuentas. Alguien se propuso asesinar a los gemelos Altube pero sólo logró su objetivo a medias. Los dejó sin sentido sirviéndose de la oscuridad, los encadenó a una peña donde se amarraba el palangre y dejó que la marea hiciera el resto. Acabó con la vida de uno de ellos. Leonardo Altube murió ahogado. Su hermano, Eladio Altube, se salvó por los pelos.

A raíz del recuerdo de este misterioso asesinato, la mente de Sancho Bordaberri comienza a escribir sin la necesidad de papel ni pluma. Su mente literaria funciona como nunca y todo porque va hilvanando acontecimiento tras acontecimiento con el fuerte hilo de la realidad, de aquello que realmente conoce. Retoma los escasos recuerdos que tenía del asunto y se propone asumir la identidad de su infravalorada creación literaria, Samuel Esparta, para esclarecer la muerte de uno de los Altube. Asimismo, se apoya y se beneficia del sentido común de la empleada que tiene en la librería, Koldobike, que no duda en animarle o corregirle cuando su nueva identidad le hace meterse en más líos de los estrictamente necesarios. Porque los golpes escritos en tinta no duelen, pero los que le propinan en un momento de la historia un grupo de envalentonados falangistas duelen y dejan marca. Sin embargo, a pesar de las amenazas de los fachas y de la reticencia a hablar más de la cuenta de los que vivieron de cerca el asesinato, Sancho Bordaberri logrará llegar hasta el fondo de ese crimen que no podía ni debía quedar impune.