viernes, 24 de septiembre de 2010

John Steinbeck, Viajes con Charley

Tal vez me repito con demasiada frecuencia cuando digo que tal o cual escritor es uno de mis autores preferidos. Pero es que tengo muchos, la verdad. Y cuando ahora diga que John Steinbeck es uno de mis escritores preferidos, creedme, hablo en serio. Para mí John Steinbeck está en el Olimpo de la Literatura Universal, aunque esta necedad me la acabe de inventar. La historia de mi relación con él va un poco más allá de la hoja impresa. Os la contaré brevemente... a quien le interese.

Todo se remonta a la época en que todavía no sabía leer. Si suponéis que por entonces yo era un niño, acertaréis. Me costó arrancar pero una vez el motor se puso en marcha no hubo quien me detuviera. Mi padre, que no había tenido una infancia especialmente fácil, hablaba en casa con cierta admiración de la gente que leía libros y yo siempre albergué la esperanza de alcanzar esa categoría para que él se sintiera orgulloso de mí. A veces, caminando a su lado, ponía a prueba mis conocimientos. Señalaba el letrero de alguna tienda y me preguntaba si sabía lo que allí había impreso. Avergonzado, bajaba la cabeza tras mi esfuerzo por descifrar aquellas letras, tratando de ocultar mi rubor y mi ignorancia, al tiempo que me prometía que en el futuro leería muchos libros y cuanto más gordos mejor.

Desgraciadamente, que yo sepa, se ha perdido la costumbre de regalar libros el día de Sant Jordi en las Cajas de Ahorro. Cada año acudíamos (hábito que luego he comprobado en infinidad hogares de mi misma localidad) con meridiana puntualidad para escoger entre los títulos que ofrecían a los fieles clientes. Ante nosotros desplegaban una serie de ediciones realizadas especialmente para la entidad financiera, apareciendo de manera ostentosa su logotipo corporativo en alguna parte de la portada. Ese día solía acompañar a mi madre, que en casa era la que se encargaba de los temas administrativos. Una vez allí, dejaba a mi nada selectivo criterio la elección del libro. Uno de esos años, influenciado por mi deseo de leer algún día libros gordos, elegí el que me pareció más voluminoso. Aún lo recuerdo delante de mí, con una portada verde llamativa a más no poder, con James Dean (todavía no sabía quién demonios era aquel tipo con cara de afectado) en primer plano. La novela permaneció muchos años en el armario donde acababan todos los libros en mi casa. De tanto en tanto lo abría y lo veía allí, demasiado grande todavía para mí. El día que decidí aventurarme a abrir sus primeras páginas, primero leí su título y el nombre de su autor: Al este del Edén por John Steinbeck… Nunca hubiera imaginado dónde me estaba metiendo. La buena literatura te atrapa para no volver a soltarte jamás.

El mismo año que John Steinbeck recibió el Premio Nobel de Literatura publicó su última obra de largo aliento, Viajes con Charley. Sucedía en 1962, seis años antes su muerte. En sus páginas nos reencontramos con el mejor Steinbeck, con el escritor de pluma inteligente y mordaz al que nos tenía acostumbrados en obras anteriores. Aquí incluso se presenta más sincero y sagaz que nunca al tratarse de un texto autobiográfico; su voz surge directa, sin apenas enmascararse tras la pátina de la ficción. El viaje (y por ende el libro) es un férreo deseo de volver a sus orígenes. Steinbeck anhela reencontrar la soledad del viajero, codearse con gente sencilla y humilde que ignora que se halla frente a un personaje público y famoso. En todo su recorrido de miles de kilómetros a través de varios Estados nadie sabrá quién es, nadie reconocerá en él al laureado escritor afincado en Nueva York.

La idea principal que se propuso Steinbeck era cruzar los Estados Unidos de América y narrar sus vivencias. Para ello se proveyó de una camioneta a la que incorporaron un práctico y moderno habitáculo, prototipo de lo que más adelante serían las actuales autocaravanas. Incluía todas las comodidades que nos podamos imaginar. Artilugio como aquel bien podría haber salido de la NASA. Por nombre le puso Rocinante, en honor a la obra universal de nuestro más ilustre autor, Miguel de Cervantes Saavedra, de donde tantos y tantos escritores de renombre han bebido y beben (¡ay, si aquí siguiéramos el mismo ejemplo!, pero ya se sabe, en casa del herrero cuchillo de palo). Además, tomó como único acompañante en su periplo a Charley, un caniche francés que en muchas ocasiones, cuando llegaba a una población desconocida, servía de excusa para entablar conversación con los lugareños, puesto que generalmente por aquellas tierras no habían visto perro de anatomía y pelambrera tan curiosa.

Hay personas que aseguran que los perros se acaban pareciendo sorprendentemente a sus amos, o viceversa. Yo tengo la misma sensación con los autores a los que amo. Algo hace que, involuntariamente, rasgos de mi vida y de mi personalidad se parezcan en determinados momentos a los suyos. Al igual que Steinbeck, vivo en compañía de un perro (una preciosa cocker spaniel) y ambos tenemos una idea bastante similar sobre la enfermedad y el recelo que nos produce el modo en que tratan de cuidarnos los que tenemos a nuestro alrededor: “Y había visto a tantos empezar a envolver sus vidas en algodones en rama, ahogar sus impulsos, ocultar sus pasiones y alejarse gradualmente de su virilidad para entrar en una especie de semiinvalidez física y espiritual. Les animan a hacer esto sus mujeres y sus familiares y es una trampa tan dulce (...) Cambian su violencia por la promesa de un pequeño aumento del periodo de vida”. Y me suscribo a sus palabras cuando John Steinbeck, mi querido y admirado Steinbeck, proclama: “Pues he vivido siempre violentamente, bebido desmedidamente, comido demasiado o nada en absoluto, dormido veinticuatro horas seguidas o pasado dos noches sin dormir, trabajado demasiado duro y demasiado tiempo sintiéndome en la gloria o haraganeando en la vagancia absoluta una temporada”. Este es John Steinbeck, señoras y señores, en su estado más puro, un escritor por quien me partiría la cara si en un bar de mala muerte (o en un aula universitaria, que viene a ser igual: los mismos pedantes y holgazanes) alguien acodado en la barra osara hablar mal de él. Debo confesar que por pocos autores lo haría, pues en el fondo soy bastante timorato. Pero si hay que hacerlo se hace, todo sea por el honor de las buenas letras.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Dennis Lehane, Un trago antes de la guerra

Salvando con respeto las apariencias, a veces nuestras vidas se asemejan a la de Job. Una tras otra las desdichas se van cerniendo sobre nosotros. Cualquiera diría que, al igual que ocurrió con aquel buen hombre bíblico, Dios y el Diablo han vuelto a apostarse entre ellos cuál es el límite de nuestro aguante antes de desfallecer entre improperios hacia el Altísimo. Job fue fiel hasta el final y por ello benévolamente recompensado. Yo no poseo ni su tesón ni su aguante, por desgracia (aunque lo intento), y para sobrellevar los malos momentos debo recurrir a la sedación que proporciona la ficción de calidad. Por fortuna, desde hace un año RBA se ha decidido a publicar los primeros títulos de la magnífica serie de Dennis Lehane protagonizada por los detectives Patrick Kenzie y Angela Gennaro.

Todos los que habíamos leído hace ya unos años Desapareció una noche y Plegarias en la noche estábamos esperando estas entregas anteriores con una ansiedad que rozaba la desesperación, sobre todo por la incomprensión de que no salieran al mercado unas obras avaladas por la crítica americana en este género (por descontado, la mejor y más cualificada del mundo, aunque me pese reconocerlo). Independientemente de las opiniones aparecidas en The New York Times, USA Today o Esquire, comprar cualquier libro de Dennis Lehane siempre garantiza acertar con la elección y pasar horas placenteras con su lectura.

Un trago antes de la guerra es la irrupción en el panorama literario de Dennis Lehane. ¡Menuda entrada! Cualquiera que se digne y tenga la suerte de leer esta novela creería que su autor lleva una larga carrera en el oficio y nunca se plantearía que se trata de un debutante. Sus páginas denotan un estilo muy marcado que se verá afianzado en sus siguientes obras, a cuál mejor. Sin embargo, en su primera novela ya se aprecia una seguridad no muy usual en escritores primerizos. No extraña, entonces, que le concedieran el Shamus Award, uno de los premios más prestigios que puede conseguir un escritor novel del género negro.

Los episodios que se narran en Un trago antes de la guerra y la ironía que rebosan sus extraordinarios diálogos parecen salidos de alguien más curtido en la vida (contaba 29 años en la fecha de su publicación). Sin embargo, no debemos olvidar que Dennis Lehane, antes de poder vivir plenamente de la literatura, pasó por diversos oficios, entre otros como empleado en un centro de ayuda a niños que habían sufrido abusos. Esta etapa nunca la olvidará, refiriéndose a ella en muchas entrevistas y dejando claro lo mucho que le marcó. Cuando le escuchamos hablar de ese pasado en el que tuvo que enfrentarse a vivencias tan traumáticas, uno entiende por qué en gran parte de sus novelas son los niños las víctimas de la sociedad corrupta.

Dennis Lehane nació en 1965 (en la solapa del libro y en la wikipedia española consta el año 1966, dato erróneo) en Boston y se crió en el barrio de Dorchester. Precisamente éste es el escenario de la mayoría de sus novelas. Toda la serie de Kenzie y Gennaro transcurre entre sus calles y sus gentes de clase obrera. El Dorchester de Lehane es un crisol de culturas y de familias en su mayoría inmigrantes. Negros, irlandeses, italianos, todos tienen cabida en unos barrios delimitados por una línea imaginaria que el forastero incauto no siempre es capaz de ver con claridad. De origen irlandés como su propio protagonista, Dennis Lehane siempre advierte en una nota inicial que la ciudad de Boston la toma prestada para tergiversarla a su antojo, tomándose las licencias necesarias que le imponga su historia. A nosotros, la verdad, poco nos importa que tal calle sea exactamente como la retrata o que tal bar se encuentre en el lugar preciso que menciona o que simplemente llegue a existir en la realidad. Tanto nos da, y sobre todo cuando la narración nos ofrece un mundo de ficción sin fisuras.

La trama de Un trago antes de la guerra es sencilla, no hay grandes secretos guardados para un final sorprendente ni giros inesperados en la historia (sus próximas novelas ganarán en complejidad). A pesar de esa aparente simplicidad, el hilo argumental resulta sólido y suficiente para mantener en vilo a los lectores. Patrick Kenzie y Angela Gennaro reciben el encargo por parte de unos políticos para encontrar a Jenna Angeline, la persona encargada de la limpieza del despacho de uno de ellos. Al parecer la tal Jenna desapareció el mismo día que un documentos bastante comprometedores. Si a eso le sumamos que es negra, las sospechas hacia ella se incrementan el doble. Los dos detectives aceptan el caso sin saber dónde se están metiendo. A medida que comiencen a investigar comprobarán que Jenna Angeline sólo es la punta del iceberg y que lo que hay debajo es una más de las muchas demostraciones que nos muestran hasta dónde el hombre es capaz de llegar. Una tras otra se irán sucediendo escenas de corrupción, violencia, racismo y miseria que en ningún caso nos dejará indiferentes; todas ellas, eso sí, magistralmente narradas.

Para todos aquellos que no hayan leído todavía ninguna novela de Dennis Lehane, les adelantaré que el despacho de Patrick Kenzie y Angela Gennaro se encuentra ubicado en lo alto del campanario de la iglesia de San Bartolomé. Hasta ahora me había preguntado por qué diantres alguien tiene su maldito lugar de trabajo en un sitio tan surrealista como ese. Afortunadamente, y salvaguardando mi cordura, la respuesta se da en los primeros capítulos de esta entrega. Esto es lo malo que tiene no respetar el orden de publicación de una serie.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Amos Oz, Un descanso verdadero

La obra de Amos Oz hay que leerla en silencio. Casi me atrevería a asegurar que deberíamos sumirnos en un silencio sepulcral (que no reverencial) o en el mismo silencio que rodea los kibbutz que aparecen en las novelas del autor israelí. Sólo de esa manera lograremos percibir la tenacidad con la que nos acerca un mundo que desconocemos. Por lo tanto, el silencio más riguroso debe imperar en la sala donde leemos para que toda la vida de sus páginas llegue hasta nosotros lo más nítidamente posible. Al mismo tiempo, su lectura exige concentración. Estamos ante uno de esos autores con los que no nos podemos permitir despistes, ya que todo aquello que escribe -aunque a simple vista tenga una apariencia cotidiana- toma un cariz trascendental. Su prosa está cargada de poesía y una prosa así hay que degustarla con sosiego y detenimiento.

Amos Oz nació en Jerusalén como Amos Klausner el mismo año que el mundo contemplaba atónito el inicio de la Segunda Gran Guerra. Resalto este dato por el hecho de que Amos Oz es judío y por todo lo que le devendría a su pueblo. En lugar de albergar odio o resentimiento, el escritor siempre ha destacado por su pacifismo y su sinceridad ante cualquier conflicto.

El autor residió durante veinticinco años en un kibbutz. Allí tenía la ocupación de profesor de instituto. Para los que desconozcan el término kibbutz aclararé que se trata de una comuna agrícola en territorio israelí, donde todos sus miembros se rigen por posturas socialistas y en la que impera el trabajo y la igualdad. Precisamente es en un kibbutz donde transcurre la historia de Un descanso verdadero. En medio de este escenario, bajo un tiempo invernal y lluvioso, entramos con sigilo en las vidas de sus dos protagonistas, Yonatán Lifschitz y Azarías Gitlin.

Yonatán Lifschitz es el hijo del secretario del kibbutz, Yolek. Está casado con Rimona y desde un primer momento se aprecia claramente el hastío que Yonatán siente por toda su vida en aquel lugar. Pretende abandonar el kibbutz y a su familia para irse muy lejos de allí y labrarse un futuro más alentador. Una y otra vez, por un motivo u otro, sus planes de fuga siempre acaban postergándose. Mientras tanto, su desaliento incrementa cada día que pasa... “Casi todos todos los días algo se apagaba en su interior y no sabía el porqué, tal vez alguna enfermedad o quizá la falta de sueño, y sus labios a veces le decían: Ya están bien. Basta. Se acabó”, escribe Amos Oz.

En contraposición con Yonatán se encuentra el personaje de Azarías Gitlin, un joven forastero que aparece de noche y que desea ansiosamente integrase en el kibbutz... “Allí dentro resplandecía una vida real y lenta que él no había conocido jamás, y hasta lo más profundo de su alma deseó tocarla y contagiarse, formar parte de ella y no ser nunca más un extraño”, narra el autor. Azarías, un ser ambiguo, complejo, proviene de Tel Aviv tras finalizar el servicio militar hace escasas semanas. El propio Amos Oz hizo algo parecido de joven, abandonó Jersusalén y a su familia para instalarse en el kibbutz Hulda y, al igual que Azarías, se dedicaba a escribir poemas y artículos de opinión en sus ratos de ocio. Los destinos de Yonatán y Azarías, así como el de todos los personajes que los rodean, se entrelazarán para convertirse en el hilo conductor de esta magnífica historia.

El único pero que le pondría a esta novela se encuentra en los diálogos. Están excesivamente meditados y elaborados, por lo que pierden realismo y fluidez. En ocasiones recuerdan más a una obra de Ibsen que al género literario al que pertenece. Pero esto no pretende ser una crítica, puesto que la novela es un cajón de sastre donde todo tiene cabida. Simplemente se trata de una apreciación personal y de gusto. No obstante, el modo de narración que adopta el autor en Un descanso verdadero la hace particularmente original y seductora. A pesar de las notas melancólicas con las que están cargadas muchas de sus páginas, la fuerza de su voz nos mantiene ansiosos por seguir adelante y atravesar ese yermo y esas historias de vidas ahogadas en la más absoluta soledad existencial.

Por último, quisiera expresar una frustración. Me siento frustrado cuando acudo a cualquier librería y no encuentro ningún libro de Amos Oz (uno o dos a lo sumo y con mucha suerte). Bien mirado, todo es bastante sorprendente, y sobre todo si tenemos en cuenta lo colmadas que están las estanterías de tanta basura como actualmente se publica. Hoy cualquier hijo de vecino se cree con el derecho a publicar. Y es una desgracia, sinceramente, porque le quitan un espacio merecido a los escritores que hacen auténtica literatura. Armémonos de paciencia. Tendremos que esperar a que Amos Oz gane por fin el Premio Nobel para que los comerciantes traten de sacar negocio con la publicidad generada y para que muchos lectores se pavoneen de que para ellos siempre ha sido un autor de cabecera.