La persona de Steven Millhauser (escritor americano nacido en Nueva York en 1943) es tan etérea como los personajes de sus novelas y relatos. Se asemeja a algunos de sus compatriotas más ilustres -J.D. Salinger y Thomas Pynchon, por poner los ejemplos más conocidos- en su obsesivo deseo de desaparecer de la vida pública. Descarta toda fama que provenga de su trabajo, guardando con celo su privacidad. No aparece en medios de comunicación, no se deja fotografiar, no concede entrevistas, no hace promociones de sus libros y, ante todo, no entra en los improductivos debates de sus compañeros de oficio que no dudan en ofrecer al mejor postor su vacua verborrea. Steven Millhauser parece perseguir el mismo objetivo que sus personajes: vivir exclusivamente para su obra, descartando a su paso todas las consecuencias colaterales que ésta acarrea. Con Martin Dressler ganó el Premio Pulitzer en 1997, una de las pocas ocasiones en las que ha hecho una aparición en público, así como una de las raras veces en las que se ha dejado fotografiar (recogiendo el premio, puro trámite de rigor).
La historia que aquí presento arranca en pleno siglo XIX, en un pequeño pueblo centroeuropeo. August Eschenburg, un niño con una extraordinaria sensibilidad, vive con su padre, un relojero que lo inicia en los secretos de su oficio. Desde muy corta edad, August comienza a elaborar piezas mecánicas que tratan de emular el movimiento humano. Ésa es la obsesión que acompañará para siempre su vida y su obra. Sus cada vez más sofisticados automatismos los irá exponiendo en las vitrinas de la relojería familiar, para asombro de todos los transeúntes. Un buen día un empresario de Berlín llama a la puerta para proponerle que vaya con él a la gran ciudad y exponga sus nuevas creaciones en los escaparates de su imperio de grandes almacenes. August Eschenburg aceptará el ofrecimiento, comenzado de ese modo una carrera sistemática por alcanzar la perfección, sin darse cuenta de que el mundo a su alrededor está cambiando vertiginosamente y de que las modas pasajeras acabarán por condenar sus obras al olvido. Si algo nos queda al finalizar la lectura de esta historia, es la sensación de entender un poco más el papel que el artista desempeña en la sociedad y lo efímero que en la mayoría de ocasiones resultan sus creaciones. Pero esto sólo es una percepción particular, nada más.
Entre las obras de Steven Millhauser destacan su ópera prima Edwin Mullhouse, la mencionada y galardonada Martin Dressler, la colección de relatos Pequeños reinos y la novela corta de la que aquí se hace referencia, August Eschenburg. No obstante, su fama a nivel mundial tal vez se deba a una de sus narraciones que fue adaptada para la gran pantalla y que muchos todavía conservarán en la retina, Eisenheim el ilusionista.
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