Lo mejor que tiene la lectura es el conocimiento expansivo que nos transmite. Quiero decir que uno lee a Dickens (y amamos sus novelas) y de refilón se entera de que era colaborador y amigo de un tal Wilkie Collins (del que también llegamos a amar sus novelas). La literatura no deja de ser un complejo sistema de vasos comunicantes. Un autor nos lleva a otro autor, una obra a otra obra, una época a otra época; el lector inquieto siempre anhela moverse entre lecturas inquietantes. Busca, se nutre y saca sus propias conclusiones.
Conocí la obra de Czeslaw Milosz, no porque en 1980 ganara el premio Nobel de Literatura, sino a raíz, muchos años después, de que cayera en mis manos un libro de poemas de Raymond Carver. Si la mayoría del público conoce a este último autor por los relatos que tanto han influenciado en las corrientes literarias actuales, también fue un notable poeta, aunque no tan publicitado en este campo como en el de la prosa. En este poemario al que hago referencia, citaba unos versos de Milosz que desde entonces se han convertido en mis preferidos (siempre los llevo en la cartera, anotados en una pequeña hoja que ya languidece del uso, ajada del trote propio de un medio de transporte tan fatigoso como éste). El poema se llama Dádiva, está fechado en 1971 y dice así:
Un día muy feliz.
La niebla se levantó pronto, trabajé en el jardín.
Los colibríes se demoraban entre las madreselvas.
No había cosa en la tierra que yo deseara poseer.
Sabía que no merecía la pena que envidiase a nadie.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
Pensar que una vez fui el mismo hombre no me molestaba.
En el cuerpo no sentía dolor.
Cuando me estiré, vi el mar azul y velas.
Esto me hace recordar un poema mío, titulado Poética, que llegó tiempo después, claramente influenciado por los versos de Milosz y de Carver (la tonalidad del primero, la temática del segundo y entre tanto mis propias conclusiones, como al principio mencionaba)…
Mientras bebíamos café en sofisticados vasos de papel cartón
sentados uno frente al otro en un concurrido fastfood,
dejaste caer la pregunta, como si no viniera al caso en aquellos momentos:
¿Dónde se encuentra para ti la poesía? Sé que preparaste el terreno
idóneo para que mi respuesta surgiera sincera, pues ya la conocías.
Antes de contestarte, te enseñé la mariposa que había estado moldeando
con las asas de mi vaso. Y tú pareciste darte por satisfecho.
Además de un excelente poeta, Czeslaw Milosz fue un sobresaliente narrador. Su novela El valle del Issa es una pieza deliciosa, tan evocadora y delicada, que sentimos la certeza de que esas imágenes surgen necesariamente de una mente poética. En ella se dan la mano vivos y muertos, habitantes y aparecidos, en una convivencia perfectamente creíble. Si a esto le sumamos que el protagonista del relato es un niño lituano (aquí se presentan más que posibles apuntes autobiográficos), el conjunto acaba tomando un cariz idóneo para que nos adentremos en un imaginario personal y local desde una de las perspectivas más recurrentes y, si se sabe tratar bien, más cautivadoras de la ficción: la narración a través del filtro de la infancia, un maravilloso calidoscopio hecho palabras.
Un día muy feliz.
La niebla se levantó pronto, trabajé en el jardín.
Los colibríes se demoraban entre las madreselvas.
No había cosa en la tierra que yo deseara poseer.
Sabía que no merecía la pena que envidiase a nadie.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
Pensar que una vez fui el mismo hombre no me molestaba.
En el cuerpo no sentía dolor.
Cuando me estiré, vi el mar azul y velas.
Esto me hace recordar un poema mío, titulado Poética, que llegó tiempo después, claramente influenciado por los versos de Milosz y de Carver (la tonalidad del primero, la temática del segundo y entre tanto mis propias conclusiones, como al principio mencionaba)…
Mientras bebíamos café en sofisticados vasos de papel cartón
sentados uno frente al otro en un concurrido fastfood,
dejaste caer la pregunta, como si no viniera al caso en aquellos momentos:
¿Dónde se encuentra para ti la poesía? Sé que preparaste el terreno
idóneo para que mi respuesta surgiera sincera, pues ya la conocías.
Antes de contestarte, te enseñé la mariposa que había estado moldeando
con las asas de mi vaso. Y tú pareciste darte por satisfecho.
Además de un excelente poeta, Czeslaw Milosz fue un sobresaliente narrador. Su novela El valle del Issa es una pieza deliciosa, tan evocadora y delicada, que sentimos la certeza de que esas imágenes surgen necesariamente de una mente poética. En ella se dan la mano vivos y muertos, habitantes y aparecidos, en una convivencia perfectamente creíble. Si a esto le sumamos que el protagonista del relato es un niño lituano (aquí se presentan más que posibles apuntes autobiográficos), el conjunto acaba tomando un cariz idóneo para que nos adentremos en un imaginario personal y local desde una de las perspectivas más recurrentes y, si se sabe tratar bien, más cautivadoras de la ficción: la narración a través del filtro de la infancia, un maravilloso calidoscopio hecho palabras.
Quien mejor ha resumido la figura y la obra de Czeslaw Milosz ha sido el poeta irlandés Seamus Heaney, también laureado con el Nobel en 1995: “Milosz será recordado como alguien que mantuvo con vida la idea de responsabilidad individual en una edad de relativismo. Su poesía reconoce la inestabilidad del sujeto y nos muestra una y otra vez la conciencia humana como un ámbito de discursos contendientes, mas no permite que esta concesión niegue el mandato inmemorial que nos conmina a la firmeza moral y de espíritu.”
Posdata: Czeslaw Milosz, escritor polaco, nació en Lituania en 1911 y murió en Cracovia en 2004. Como en el caso de otros grandes autores del XX, su longevidad vital y su pensamiento lúcido nos permiten vislumbrar entre las sombras el gran fresco que constituyó el siglo que dejamos escasamente atrás.
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