En un prodigioso artículo de 1999 titulado Correr tras la palabra justa, Joyce Carol Oates confesaba: “Tanto correr como escribir son actividades sumamente adictivas; ambas están, para mí, inextricablemente ligadas a la conciencia. No me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin correr y no me recuerdo a mí misma una sola vez que haya estado sin escribir”. Murakami es un corredor de fondo, de ahí que sus novelas sean de largo aliento. Emprender la escritura de una obra que transcurrirá durante centenares de páginas es lo más parecido a correr un maratón: no puedes rendirte a la mitad, debes coger fuerzas de donde sea para sobreponerte a los momentos de desaliento y desfallecimiento y traspasar con decisión la meta de llegada. Ahí está su reciente obra 1Q84, publicada en tres volúmenes (de momento), todo un prodigio en extensión y en madurez creativa según los afortunados que han tenido la oportunidad de leerla. Aquí tendremos que esperar todavía un poco la traducción en español por parte de Tusquets.
Haruki Murakami nació en Kioto el 12 de enero de 1949. Comenzó a escribir relativamente tarde, si superada la treintena se considera una edad tardía para este quehacer producto de la imaginación. En las escasas entrevistas que concede, así como en uno de los primeros capítulos de su libro De qué hablo cuando hablo de correr, explica que fue viendo un partido de béisbol cuando decidió ser escritor. Así, sin más. Estaba sentado en el estadio, una mañana soleada, viendo batear a un jugador y algo dentro suyo le reveló su futuro. Bien mirado podría formar parte de una de las muchas escenas un tanto surrealistas que pueblan su narrativa. Tras publicar dos anodinas novelas, decide dedicarse plenamente a la literatura. Deja el club de jazz que regentaba y concentra todas sus fuerzas en su próxima obra. De este cambio un tanto audaz surge La caza del carnero salvaje, que supone un salto cualitativo en su trayectoria.
Con la aparición en 1987 de Tokio Blues (Norwegian Wood) llega su consagración, dentro y fuera de Japón. Sin embargo, la crítica de su país no suele compartir el entusiasmo de sus incondicionales seguidores, que cada vez son más en cantidad y más fervientes en su devoción. La clase intelectual no le perdona a Murakami que emplee el lenguaje como un instrumento más, rebajándolo a mera cultura popular, desproveyéndolo del misticismo y la sensibilidad que consideran que debe tener toda obra de manera inherente. Las críticas sin piedad que el propio Murakami lanza contra figuras consagradas dentro de las letras niponas, como hacia el controvertido Yukio Mishima, no ayudan precisamente a la reconciliación con sus detractores. Sin ir más lejos, Haruki Murakami huye de su país siempre que tiene oportunidad, pasando largas temporadas en el extranjero, donde tal vez se siente más arropado por las autoridades académicas. Lleva años impartiendo clases de literatura en universidades estadounidenses y se refugia en Hawai para redactar sus novelas y practicar el triatlón, su nueva afición tras dedicarse plenamente durante décadas al maratón.
Murakami confiesa a menudo que cuando se sienta a escribir se imagina que el teclado del ordenador es un piano. El ritmo de la narración es lo más importante para él. En ocasiones, como en una pieza de jazz, toma una imagen y comienza escribir sobre ella, haciéndola fluir, sin saber muy bien a dónde le llevará. Su obra, como toda buena literatura, tiene música. Y la novela que hoy nos ocupa, Kafka en la orilla, no podía ser menos, posee la fuerza suficiente para subyugarnos y atraparnos en el mundo tan particular de este escritor japonés.
Kafka en la orilla narra las historias de Kafka Tamura y Satoru Nakata. Kafka Tamura, un muchacho de quince años, decide escaparse de casa para huir lejos de la figura paterna, un renombrado escultor. Su madre y su hermana los abandonaron cuando era pequeño y sobre él pesa una extraña profecía que el propio padre le desveló, una maldición que recuerda a la historia de Edipo: su destino será matar a su padre y acostarse con su madre y su hermana. Su fuga lo lleva a refugiarse lejos de Tokio, en una biblioteca privada donde conocerá a los singulares Oshima y Saeki, dos seres que albergan tanto misterio como el propio Kafka Tamura. Al mismo tiempo y de forma paralela, conocemos a Satoru Nakata, un sesentón que para sacarse un sobresueldo para complementar su exiguo subsidio vitalicio de invalidez busca gatos perdidos. Su historia se remonta a un curioso incidente que sufrió siendo niño en la montaña, mientras iba de excursión con el resto de compañeros de clase. Por algún extraño suceso, esa mañana, en un claro del bosque, todos entraron momentáneamente en un extraño coma. Al cabo de unas horas fueron despertando la mayoría, todos menos Nakata. Tardó mucho tiempo en despertar, pero cuando lo hizo su cabeza se había vaciado completamente. No recordaba quién era, dónde se encontraba, ni siquiera sabía leer o escribir. Había sido el alumno más aventajado de clase, pero se volvió tonto, como él mismo reconoce cuando se presenta ante alguien... Y le quedó, no obstante, el don de poder hablar con los gatos. Sin embargo, una serie de circunstancias provocan también su huida. A partir de ese momento las vidas de ambos personajes se entrecruzan constantemente para acabar confluyendo de un modo sorprendente e insospechado.
1 comentario:
Hola Jose, hace ya un tiempo que trato de contactar contigo, pues perdí todos los teléfono, entre ellos el tuyo. Busqué por las míticas redes sociales....y mira donde te vengo encontrar. Qué bueno leerte en tu bloq de lecturas inquietantes, y no en el Facebook, leer tus opiniones y no tus aficiones. Y mira por donde, te encuetro y te reconozco gracias a la historia de la pieza perdida.
Espero que puedas leer este comentario, y nos reencotremos para charlar un rato.
Te dejo mi e-mail:
miguelangel@tvflash.es
un fuerte abrazo,
Miguel Ángel García.
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