Hoy es uno de esos días en los que me pregunto cómo llegué a tener conocimiento del libro que tengo entre manos y de su autor. Han pasado más de cinco años desde entonces y algo que desconozco ha hecho que éste sea su momento, su preciso y exacto momento para mí.
Por aquel entonces trabajaba a media jornada en una empresa de juguetes, donde me ocupaba de la correspondencia de la pieza perdida (la gente perdía piezas de sus puzles y yo me encargaba de encontrarlas y enviárselas). Además, colaboraba en la corrección de catálogos, así como en la redacción de algún que otro texto para instrucciones o nuevos productos. Únicamente estaba yo en ese departamento y siempre tenía junto a mí una radio para sentirme acompañado (nada de música, sólo programas de debate, noticias, cultura y cosas por el estilo). Cuando iba de un lado para otro la arrastraba conmigo, dejándola sobre alguno de los estantes repletos de polvo mientras movía su antena para recuperar la señal de la emisora. Era lo más parecido a estar dialogando con alguien.
Los viernes se producía una desbandada general a primera hora de la tarde y me quedaba solo en la última planta de aquella vieja nave. Mi sección colindaba con el taller en el que se producían, embalaban y empaquetaban los productos que serían la ilusión de niños y adultos. Un rumor lejano de la maquinaria se filtraba por la pared que nos separaba. Si salía de la sala, en el resto del ala, destinado a oficinas, despachos de dirección y estudio gráfico, el silencio era absoluto. Si al hecho de ser viernes le sumamos que venía por delante un puente de varios días, allí no quedaba ni el apuntador. Eran las seis de la tarde y aún me quedaban dos horas de trabajo.
A veces, allí confinado, me sentía como Edmond Dantès, antes de convertirse en el vengativo conde de Montecristo. Era toda una alegría cuando alguna salamanquesa se colaba por la buhardilla y se instalaba durante una temporada entre mis paredes. Al pasar las horas, casi me daban ganas de contarle cómo me había ido el día. No obstante, debo reconocer que de tanto en tanto recibía visitas de compañeros de otras secciones que utilizaban la soledad de mi departamento para evadirse un rato. Siempre creí que venían a departir conmigo pero, en el fondo, sospecho que lo que más les atraía del lugar era el amplio ventanal que se asomaba al exterior. Fueran sinceros o no aquellos encuentros, siempre los agradecía.
Aquella tarde, sin embargo, fueron pocos los que pasaron por allí. El tiempo se eternizaba más que nunca mientras fuera la luz languidecía. Escuché ruidos a la espalda de donde estaba sentado. Pasaron unos segundos y vi que una cabeza se asomaba por la puerta corredera que separaba la sala de un pequeño almacén que, a su vez, comunicaba con el estudio de diseño y otros despachos.
-Cierro las luces. Ya no queda nadie ahí dentro – dijo el recién llegado-. Eres el último de Filipinas.
Nunca había oído esa expresión. No sabía lo que significaba, aunque me lo podía llegar a imaginar. Igualmente le sonreí como si hubiese dicho algo de lo más ocurrente. Él pareció darse por satisfecho; los ojos le brillaban detrás de sus gafas de marca. Era el típico individuo trajeado que no sabías muy bien qué hacía dentro de la empresa, aparte de llevarse una buena pasta a final de mes. El típico que si te cruzabas con él por el pasillo pasaba por tu lado sin decir un cortés hola o adiós, dejándote con el saludo en los labios, amén de la cara de tonto. El típico al que fuera de allí, seguramente, sus amigos calificaban de maravillosa persona.
-Buen fin de semana – me limité a decirle.
El encorbatado se fue por donde había venido y yo volví a sumergirme en aquellas cartas procedentes de todos los rincones del mundo: Nueva Zelanda, Estados Unidos, Inglaterra, Canadá, Sudáfrica, Francia, Rusia, Suecia, Australia, Israel. Disfrutaba leyendo las que podía leer. Los consumidores no se limitaban a especificar qué pieza habían perdido sino que se extendían en detalles de sus propias vidas: cómo había llegado el puzle a sus manos, cuánto les había costado realizarlo, cómo se había producido la tragedia y cuánto significaba para ellos finalizarlo. Esporádicamente, tras recibir las piezas en sus casas, había quien mandaba alguna postal típica de su localidad manifestando su gratitud y expresando la alegría que le había producido ese pequeño milagro de reposición. La mayoría de las semanas recibía un promedio de trescientas cartas. ¡Nunca me hubiese imaginado todo lo que llega a perder la gente!
Cuando levanté la vista de la correspondencia descubrí que había anochecido. El cristal de la ventana me devolvió mi propio reflejo. No sé por qué lo hice, pero le dediqué un saludo con un cortés asentimiento de cabeza. Me levanté para estirar un poco las piernas y recorrí el estrecho pasillo de altos estantes que albergaban las ediciones de todos los puzles de los últimos años, saliendo a un pasillo sólo alumbrado por las luces de emergencia. Tras hacer una visita a los lavabos, volví a mi puesto de trabajo, saboreando durante el paseo la calma que reinaba en las amplias salas en penumbras que iba dejando atrás. Acababan de dar las siete y la emisora que estaba escuchando hizo una desconexión comarcal; el programa que comenzaba a partir de ese momento lo emitían desde los estudios de Radio Barcelona.
La sección cultural que con tanta ansia esperaba cada semana siempre se introducía tras los escándalos políticos y las glorias deportivas de rigor. En esta ocasión el monográfico literario estaba dedicado a Jesús Moncada (1941-2005), hijo predilecto de Mequinenza, el pueblo sumergido en las aguas del embalse de Ribarroja en la confluencia del Ebro y el Segre y que él hizo famoso en su obra. Tras una breve referencia bibliográfica (realmente fue un autor poco prolijo pero de una altísima calidad) destacaron su obra maestra, Camino de sirga. Me sentí avergonzado por desconocer tanto al escritor como esa novela en particular (yo que me jacto de ser un hombre de letras). Inmediatamente tuve la necesidad de hacerme con ese libro, cosa que no tardé mucho en conseguir. Al día siguiente compré un ejemplar en la librería más próxima que encontré. No dejaba de resonar en mi mente el nombre de Mequinenza, un nombre tan literario como el de Macondo de Gabriel García Márquez, aunque el de la Franja siempre aseveraba en las entrevistas no estar influenciado por el realismo mágico. Y aunque haya tardado años en emprender su lectura (por motivos que se me haría demasiado extenso contar) nunca ha dejado de llamarme desde el estante en el que descansaba como una especie de tamtan en medio de la selva. Por fin, tras una tupida cortina de enredaderas he descubierto el claro en el que sentarme para leer con calma su historia.
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