viernes, 4 de septiembre de 2009

Arthur Conan Doyle, El signo de los cuatro


A título personal (discúlpeme el lector), teorizaré brevemente sobre uno de los factores que encuentro determinante para comprender el odio que Arthur Conan Doyle demostró desde una fase muy inicial a su criatura literaria Sherlock Holmes. El autor escocés no fue excesivamente laureado por la crítica por sus relatos detectivescos; esperaban de él un nuevo Walter Scott, capaz de realizar interminables mamotretos de leyendas e historias que transcurrían en los verdes prados de Escocia y en lóbregos castillos al borde de un lago de aguas cristalinas. El propio Conan Doyle se quejaba constantemente a su madre (gran amiga y confidente suya, tanto en el terreno personal como en el literario) de que su mente se estaba embotando de la sordidez de Holmes, impidiéndole esto alcanzar metas más sublimes en el arte narrativo. Debemos decir que, a pesar de Sherlock Holmes y de su fiel y devoto Watson, Arthur Conan Doyle fue capaz de producir una gran cantidad de obras “serias”. Sin embargo, tuvo que convivir con la compañía de ambos personajes durante décadas, sacándolos a la imprenta una y otra vez a petición de un público ansioso de más aventuras forjadas entre las paredes de Baker Street 221B.

El factor que presupongo determinante para este sentimiento de desapego entre autor y obra va más allá del aspecto puramente formal, académico, de la calidad literaria que se le atribuían a sus textos, traspasaba con creces el marco del papel impreso e inerte. Se trataba de un asunto personal entre Conan Doyle y Holmes, porque el detective ya había cobrado vida entre la gente de a pie, ya no era simplemente alguien descrito acertadamente en un párrafo, había cobrado sangre y sombra. En pocas palabras podríamos resumir este resentimiento de la siguiente manera: Sir Arthur Conan Doyle sentía una razonable envidia de la virtuosa reputación de Sherlock Holmes.

Los lectores de finales del siglo XIX no variaban excesivamente de los lectores de comienzos del siglo XXI (desgraciadamente son más impacientes y más dados a un efectivismo inmediato): sentían el impulso inconsciente de trasladar a la vida real del autor todo lo narrado en la obra de ficción. En este caso, Arthur Conan Doyle no salió muy bien parado en la comparativa, pues el público inmediatamente lo metió en la piel de Watson, doctor como él, aficionado a la literatura y cronista de las dotes detectivescas de Holmes. Por descontado, había mucho del escritor en Watson, pero tal vez había más de él en el personaje de Holmes. Su altura, físicamente hablando, sobresalía de la media y su capacidad de análisis era recordada con asombro por muchos de sus antiguos compañeros de facultad.

... Algo que años más tarde se demostraría cuando, ciertos asuntos de índole delicada, cayeron en sus manos. Durante toda su vida, Sir Arthur Conan Doyle recibió, de sus millones de lectores y admiradores del gran detective, una gran cantidad de cartas dirigidas al propio Sherlock Holmes para que les ayudara a solventar algún caso real. Y fueron dos casos reales, dignos de la mente de Holmes, los que llegaron al conocimiento del escritor. Me estoy refiriendo al misterio del destripador de caballos y al asesinato de Marion Gilchrist. En ambos asuntos, Scotland Yard había detenido a dos inocentes y la justicia los había condenado. Cuando se le pedió ayuda por parte de familiares y abogados al afamado autor de novelas policíacas, éste no pudo desatenderla, pues sus principios a favor de los necesitados siempre constituyeron un pilar fundamental en su vida. Los acusados ya estaban preparados para subir a la horca. Arthur Conan Doyle desplegó sus grandes dotes de observación y su comentada capacidad de análisis. Infatigablemente buscó la solución (la verdad) de ambos casos, llegando a encontrarla. Gracias a suplantar a su propia creación literaria, esos pobres desdichados pudieron librarse de la pena capital. Hay que añadir que tanto la policía como la justicia corrieron inmediatamente un prudente velo ante la opinión pública para no evidenciar uno más de sus clamorosos e imperdonables errores.

Finalizaré comentando que la novela El signo de los cuatro fue publicada en 1890. Inicialmente Arthur Conan Doyle le dio el nombre de El signo de cuatro. Se trata de la segunda obra del Canon holmesiano. A ella le seguiría el volumen de relatos Las aventuras de Sherlock Holmes, en las que el autor, con mucho gusto por su parte, hubiese adelantado la muerte en trágicas circunstancias del archiconocido detective privado. Por suerte o por desgracia, los escritores como los actores se deben al deseo y al aplauso (por mucho que en ocasiones esto pese) de su incondicional público.

viernes, 29 de mayo de 2009

Patricia Highsmith, El talento de Mr Ripley

Todos los que la conocían (y también aquellos que sin conocerla habían sido víctimas de alguna de sus lapidarias miradas de soslayo) sabían que Patricia Highsmith detestaba a la mayoría de las personas que la rodeaban y al mundo en general. Tal vez deberíamos sustituir el verbo detestar por despreciar y seríamos más exactos. Una evidencia indiscutible era que se encontraba mejor viviendo y escribiendo en soledad, con la única compañía de sus queridos gatos. Por este mismo motivo, sorprende cuando leemos su extensa obra el profundo conocimiento que tiene de los más oscuros recovecos del alma humana. Cualquiera diría que para que alguien llegue a poder plasmar en palabras ese aspecto psicológico debería estar sumergido constantemente entre personas y analizar su comportamiento sistemáticamente sin concederse tregua alguna.

El verdadero nombre de Highsmith era Mary Patricia Plangman. Nació en Texas, Estados Unidos, en 1921 y falleció, voluntariamente exiliada, en Locarno, Suiza, en 1995. Fue, como hemos mencionado, una acentuada misántropa y una acérrima alcohólica durante gran parte de su vida (“aptitudes” que incrementaban a medida que envejecía), pero ante todo fue una narradora extraordinaria. Tenía unas dotes fuera de lo normal para describir estados mentales y patológicos de hombres que, desde una aparente normalidad, eran capaces de cometer los actos delictivos más atroces y horrendos. El libro que nos ocupa, El talento de Mr. Ripley, es un claro ejemplo de ello.

viernes, 22 de mayo de 2009

Julian Barnes, El perfeccionista en la cocina


Sólo he leído dos libros de Julian Barnes. El primero, lo recuerdo como si fuera ayer y ya ha pasado más de una década, fue El loro de Flaubert. Lo hice en una ocasión y media. Me gustó. El segundo libro que he leído de este autor inglés es El perfeccionista en la cocina. Me encanta. Lo he leído infinidad de veces. ¿Cuántas? No lo sé. He perdido la cuenta. Lo leo siempre que necesito reírme de mí mismo. A medida que uno va cumpliendo años necesita con más urgencia quitarse seriedad de encima, sacudirse el dramatismo de su vida.

El libro es un cúmulo de capítulos al cuál más hilarante, todos ellos basados en la propia experiencia de Julian Barnes en el terreno culinario. Las anécdotas que relata parten de sus tiempos de adolescente emancipado en los que, como nos pasa a la mayoría, hacer un huevo frito suponía media hora de meditación y una hora más de aproximación a los fogones. A medida que avanza la narración vamos viendo cómo se le mete al narrador la obsesión por la perfección, algo que comprendemos todos aquellos a los que un día nos picó el mismo gusanillo gourmet. Tratándose de cocina esto puede ser terrible para la cordura del amateur gastrónomo. Es entonces cuando se comienza a lidiar con manuales de cocina, recetas inverosímiles y fotos de platos que parecen más un sueño imposible de alcanzar que un objetivo que con esmero y paciencia podamos conseguir.

El mayor halago que le puedo dedicar a El perfeccionista en la cocina y, por ende, a Julian Barnes, es que se trata de un libro que me hubiese encantado escribir a mí. Destaca por su sinceridad y cuando se escribe así es imposible no dar en la diana. Sólo hay una nota triste en toda esta historia. Veréis, el libro está dedicado A la mujer para quien. Es decir, Julian Barnes (el hombre cocina) dedica el libro a su esposa, Pat Kavanagh (a la mujer para quien). Desgraciadamente, hace menos de un año que ella murió. Desde ese mismo instante todo lo que se relata se convierte en pasado, pasa al terreno de la ficción. La cocina y toda su representación sólo tienen sentido si se comparte. No puede haber un solo “a la mujer para quien” o un solo “el hombre cocina”. Es necesario que exista un “a la mujer para quien el hombre cocina”. Si prescindimos de esta máxima, todo se convierte en un simple acto de canibalismo.

Yo también he vivido una situación de pérdida (pero de otro tipo) y puedo aseguraros, sin por ello sonrojarme, que dejé de cocinar platos elaboradísimos para vivir exclusivamente del mundo de los congelados y los preparados. Pasé de cocinar a sobrevivir. Espero que Julian Barnes, de todo corazón, encuentre a muchos otros para quien.

viernes, 27 de marzo de 2009

Junot Díaz, La maravillosa vida breve de Óscar Wao

Amigos míos, hace semanas que tengo el libro sobre la mesita de noche y apenas he leído 20 páginas. Por esto, pido disculpas por haber tenido tanto tiempo el libro colgado en el blog y finalmente no publicar un artículo mínimamente decente. Por ello, más que nunca, os animo a que a través de vuestros comentarios se haga lo que yo he sido incapaz de hacer.

No obstante, preparaos. El próximo viernes habrá un nuevo libro. Y este ya lo tengo casi leído, por lo que mi artículo-comentario no se hará mucho esperar. Recordad que hay etapas en la vida de las personas que se suceden una tras otra, inexorablemente. Y en ellas se lee más o se lee menos, o simplemente no se lee nada.

viernes, 6 de marzo de 2009

Sir John Hunt, La ascensión al Everest

El presente libro que, finalmente, hoy me toca comentar (su lectura ha sido lenta pero metódica, volviendo hacia atrás para releer capítulos, pasajes o reflexiones muy interesantes del autor) debería ser uno de los pocos libros de cabecera de todos aquellos que aman el género literario que establece la montaña como epicentro de su narrativa. Y aún más, lo recomiendo a todos aquellos que anhelan leer sobre las limitaciones del hombre y la fuerza de voluntad que puede llegar a superarlas, sobre el esfuerzo y el tesón para no dejarse doblegar por los primeros contratiempos que aparezcan en nuestro horizonte. Cada uno podrá extrapolar tales experiencias en su justa medida a sus vidas cotidianas y sus sueños personales. La ascensión al Everest es uno de esos libros que, además de entusiasmar a todos aquellos expertos en la materia, también posee el encanto de hechizar a los lectores primerizos que se aproximan a este género.

Tras la esperada ascensión al Everest, a sir John Hunt no le quedó más remedio que relatar en un tiempo récord las vivencias que llevaron a aquel grupo de hombres en 1953 a conquistar la cima más alta del mundo. Sir John Hunt (1910-1998), militar de carrera, fue designado por el comité organizador de tal empresa a dirigir la expedición británica que, una vez más, intentaría el asalto a la más apreciada cumbre del Himalaya. A veces el título de sir nos puede dar una falsa imagen de este hombre que a la fecha de los acontecimientos que el libro relata contaba con poco más de cuarenta años. Antes de conocer la verdadera historia me imaginaba a sir John Hunt como un anciano veterano de guerra que, entre cacería y cacería del zorro, decidió destinar un tiempo a planificar la conquista del Everest.

Uno de los aspectos más atrayentes del libro es sin lugar a dudas el modo en que el autor nos va exponiendo con cierta pormenorización los detalles del gran preparativo previo y su posterior puesta en escena. Aunque no seamos unos entendidos en la ascensión a picos de más de 8.000 metros, John Hunt nos adelanta en los primeros capítulos cada uno de los problemas que tal empresa conlleva y el modo en que en su día trataron de sortearlos: desde el desconocimiento de los últimos 300 metros del Everest, pasando por la inclemencias meteorológicas y llegando al condicionante del oxígeno a tal altitud.

Tampoco me gustaría obviar la gratitud que continuamente expresa el autor a todos aquellos que lo precedieron en el intento de escalar la montaña y de quienes obtuvo una información muy valiosa a la hora de prepararse para lanzar el que sería el ataque definitivo. No se olvida de nadie, ni siquiera de aquellas personas que anónimamente desempeñaban un papel meramente administrativo pero del todo necesario a la hora de desplazar a aquellos hombres que constituían el equipo escogido y el cargamento descomunal que arrastraban hasta el lejano Nepal.

Como uno de los últimos colofones del libro, encontramos el capítulo que narra la coronación de la cima escrito por el propio Edmund Hillary. La emoción que nos embarga cuando vamos leyendo párrafo tras párrafo es indescriptible. Se nos acelera el pulso y por momentos olvidamos que nos encontramos en el salón de nuestra casa, sintiendo que acompañamos, paso a paso, con la respiración entrecortada, a Hillary y Tenzing hasta la mismísima cúspide de la Tierra.

Por último, me gustaría señalar que ha sido la primera vez desde que escribo este blog que no he añadido a la foto del libro (todas realizadas por mí, por si no se apreciaba su escasa calidad) la foto de su autor (ninguna realizada por mí, se entiende). En esta ocasión me ha parecido más oportuno, y puesto que no es una obra de ficción, incorporar el retrato de sus verdaderos protagonistas, aquellos que hicieron real que este libro pudiese ver la luz. La importancia de la dirección de sir John Hunt es indiscutible y sin embargo estoy convencido que él mismo se hubiese apartado elegantemente a un lado (esto solo lo pueden hacer los malditos británicos) del escenario de haberse tratado de una función teatral para que aquellos dos que coronaron el Everest la mañana del 29 de mayo de 1953 recibieran el efusivo aplauso del público.

viernes, 13 de febrero de 2009

Hermann Buhl, Del Tirol al Nanga Parbat

Hay libros que, independientemente de la calidad literaria con que fueron escritos, nos llegan con una fuerza tan original y genuina como ningún otro. El libro de Hermann Buhl es uno de ellos. Escrito, por descontado, en primera persona, nos narra su descubrimiento y sus primeros pasos en la montaña, por los alrededores de su ciudad natal, Innsbruck, hasta la consagración de su carrera con la subida en solitario y sin oxígeno a la bestia negra del Himalaya, tanto para alemanes como austriacos (que contaban en sus diversas expediciones con decenas de víctimas), el Nanga Parbat.

Si algo destacaría de esta recopilación de recuerdos alpinos (descartando, como acabo de decir, su aspecto literario) es su franqueza, la humanidad con la que este austriaco que en su momento fue el mejor alpinista de su generación nos presenta su voz, sus vivencias, sus anhelos, sus conquistas y sus miedos.

Personalmente me siento identificado con él cuando narra cómo en su adolescencia, debido a su apariencia delgada, le espetan continuamente que alguien tan enclenque como él lo mejor que podría hacer es olvidarse de trepar por paredes tan abruptas y verticales. Sin embargo, la fuerza que surge de ese cuerpo fibrado nada tiene que envidiar a los alpinistas robustos con los que se va tropezando en sus aventuras. Al final éstos se tendrán que rendir ante la evidencia y reconocer la fortaleza tanto física como psíquica que mana de aquel individuo.

Hermann Buhl nos describe pormenorizadamente cada uno de sus éxitos, así como sus momentos más críticos colgado en alguna de las paredes más temibles de los Alpes. Uno de esos episodios sobrecogedores es el que corresponde al capítulo dedicado a la Norte del Eiger, la pared más difícil de los Alpes, según los entendidos en el tema. No sin motivo la palabra alemana “eiger” significa “ogro”, siendo muchos los que han acabado su vida en ella tratando de vencerla.

Tras estas conquistas en Europa, Hermann Buhl se hace la pregunta de por qué a él nunca le llaman para participar en ninguna empresa himalayística. Sorprendentemente, recibe la noticia que siempre había estado esperando. Están organizando una expedición al Nanga Parbat y él será uno de sus miembros. El equipo de alpinistas sale hacía allí en 1953 y, tras mil y una vicisitudes, logran vencer la legendaria montaña. Es el mismo año en que, en otra parte de la cordillera del Himalaya, Edmund Hillary y el sherpa Tenzing Norgay alcanzan la cima del Everest, eso sí, éstos últimos ayudándose de oxígeno. Hermann Buhl hubo de luchar en solitario y sin oxígeno para llegar a la cumbre. En su traumático descenso, sufrió congelaciones en un pie, por lo que tiempo después hubieron de amputarle varios dedos. Aun así, se atrevería a vencer cuatro años después otro 8.000, el Broad Peak, hasta que, unas semanas después, en el intento de coronar el Chogolisa junto a Kurt Diemberger, desapareció en el abismo de las alturas al desprenderse una de las cornisas que bordeaban en una forzosa retirada… Pero estas ya son otras historias y no aparecen en el libro. Únicamente, y a modo de epílogo a esta edición, el propio Diemberger hace una breve narración de lo que fueron los últimos instantes en aquel infierno que se tragó a uno de los mejores alpinistas de todos los tiempos.

Me gustaría recordar aquí cómo llegó este libro a mis manos. Hacía tiempo que iba detrás de él, pero como suele suceder con las ediciones que ya llevan ciertos años a sus espaldas, resultaba imposible encontrarlo en ninguna librería. Un sábado por la tarde, deambulando con mi hermana por Barcelona (a la que gusta perderse por estrechas callejuelas), nos adentramos en la calle Petritxol. Cuando ya habíamos pasado de largo, mi atención recuperó una imagen que acaba de absorber unos metros atrás. Retrocedimos hasta el escaparate de una pequeña librería que estaba plagado de libros de montaña. Miré hacia arriba y su rótulo indicaba que se trataba de la Llibreria Quera, especializada en “cultura excursionista”. Ambos nos miramos y decidimos entrar a probar suerte. Al momento fuimos magníficamente atendidos por uno de los dos libreros que ocupaban la tienda, mientras un labrador negro nos recibía amigablemente. Tras un par de caricias en el cogote, se retiró al fondo de la misma. Nada más pronunciar el nombre del autor, el libro hizo acto de presencia sobre una amplia mesa. A cada consulta que le hacíamos, el librero se desplazaba de un lado a otro sacando libros de los estantes y depositándolos delante nuestro. La verdad es que no estamos acostumbrados a tanta amabilidad y atención. Finalmente, opté por el volumen de Hermann Buhl que tanto había buscado y me dije a mí mismo, nada más traspasar la vieja puerta de madera y sumergirnos de nuevo en el tumulto de la ciudad, que ya tenía un rincón más donde en caso de necesidad podría ir a buscar tesoros olvidados.

viernes, 30 de enero de 2009

Stieg Larsson, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina

La segunda entrega de Millenium no defrauda. Aunque parecía una empresa imposible de lograr, Stieg Larsson consigue su objetivo: superarse a sí mismo, hacer que su segunda parte supere a la primera. En este volumen de más de setecientas páginas, sus dotes de narrador se perfeccionan, sus herramientas de escritor salen más afiladas y afinadas que nunca.

En esta novela volvemos a encontrarnos con muchos de los personajes que nos mantuvieron en vilo anteriormente. Y sin embargo es como si los conociéramos de nuevo. Todos ellos son presentados desde una nueva perspectiva. El autor profundiza mucho más en ellos, en su comportamiento, en su pasado, en sus miedos. En definitiva, se hacen un poco más de carne y hueso ante nuestros ojos.

El tema en el que se centra este volumen no es un misterio que hay que resolver en un lugar aislado. Ahora se trata de un ajuste de cuentas que no conoce fronteras. En esta ocasión, salimos del localismo para adentrarnos en los entresijos de una sociedad corrompida.

El comentario más acertado que puedo hacer es que la leáis, sin más. Y lo mejor de todo es saber que aún nos queda otra secuela por llegar.