viernes, 23 de abril de 2010

Isak Dinesen, El festín de Babette

I. EL BANQUETE DE BABETTE

En 1958, la baronesa Blixen, es decir, nuestra querida Isak Dinesen para el mundo literario, publica un nuevo volumen de relatos titulado Anécdotas del destino. Entre los cuentos que lo forman, destaca uno de manera sobresaliente: El festín de Babette. Es un relato admirable, de una fuerza y una belleza a las que ya nos tiene, a estas alturas, malacostumbrados la escritora danesa.

La historia transcurre en una remota aldea danesa, allá por el año 1880. Dos hermanas solteras, hijas del fallecido pastor que conducía la vida espiritual de los habitantes de Berveelag, reciben de parte de un antiguo pretendiente, y como favor recíproco, a Babette, una doncella que huye de los tumultos que vive Francia, levantamientos que podrían acabar con su vida de una manera bastante trágica. Será en casa de ambas hermanas donde se refugie para servir sin ninguna recompensa a cambio.

La vida en la aldea la rigen la sobriedad, la austeridad y, sobre todo, la contención ante todo aquello que pueda provocar el florecimiento de los deseos innatos de la carne humana. Babette se atiene a este modo de vida y su cocina respeta la sencillez que dictan ambas hermanas… Pasa el tiempo y un buen día a Babette le comunican que ha ganado la lotería, una pequeña fortuna con la que podría retomar su antigua vida. Si bien es esto lo que temen Filippa y Martine, que Babette se marche de la aldea para siempre, las sorprenderá cuando les comunica que desea preparar con el dinero que ha conseguido una gran cena en honor del centenario del nacimiento su padre, el pastor luterano al que habían ofrecido por completo sus vidas.

El asombro inicial por la propuesta de Babette se va transformando a medida que se acerca el acontecimiento en recelo. Las hermanas comunican a los feligreses que asistirán al banquete que se abstengan de “disfrutar” de todo aquello que se les servirá. Ante todo, contención, se dicen unos a otros y se repiten continuamente para sus adentros. Sin embargo, el despliegue gastronómico que hace Babette, con productos traídos desde los lugares más remotos del continente y, sobre todo, desde su amada Francia, hace que poco a poco los invitados vayan cediendo a los placeres de los platos que con tanto arte y sensibilidad la dama francesa ha desplegado ante ellos.

Haber realizado ese banquete pantagruélico ha significado dos cosas para Babette: un agradecimiento a las dos hermanas que la acogieron y, sobre todo, un reencuentro con ella misma. La cocina más que nada en el mundo dice quiénes somos y, lo más importante, quiénes deseamos ser.

En 1987, el director Gabriel Axel, paisano de Karen Blixen, dirige El festín de Babette, extraordinaria película que refleja con deliciosa exactitud el relato de la baronesa. Personalmente, hay una escena que siempre que la veo me conmueve y me hace sonreír con cariño. Se trata del momento en que Babette, tras haber elaborado todos los platos, cuando ya los comensales están rendidos ante sus delicias culinarias, ella, sentada en la cocina, se sirve un vaso de un excelente vino francés y, con la mirada perdida en la nada, tal vez en el recuerdo, lo toma como una más que merecida recompensa.


II. LA DELGADEZ DE DINESEN

Dicen los que la conocieron que Isak Dinesen se jactaba con frecuencia de ser la mujer, es más, la persona más delgada del mundo. Viendo algunas imágenes de la última etapa de su vida, sobre todo aquéllas que van de su consagración literaria hasta su muerte, nos sentimos frente a un espectro esquelético al que le ha quedado adherido un arrugado y vaporoso lienzo de piel. Son fotografías estremecedoras, de eso no hay ninguna duda, pero al mismo tiempo resultan cautivadoras por lo que tienen de perseguido, de ser una voluntad férrea por parte de la baronesa por llegar a ese estado de esencia. Es importante resaltar que aquí la anorexia (un problema lamentablemente demasiado frecuente hoy en día en nuestra sociedad y que merece todo mi respeto y preocupación) nada tiene que ver con el secreto propósito de Karen Blixen. Su aspecto era más una consecuencia de una manifestación interior que el resultado de un desequilibrio emocional frente a la imagen que nos devuelve el espejo.

Seguramente a su delgadez contribuyó de manera significativa sus estrictas dietas a base de ostras y champán. De tanto en tanto, los espárragos estaban permitidos en su menú, pero no era lo habitual. Isak Dinesen siempre tuvo un apetito voraz en todos los ámbitos de la vida y en la comida no era menos, aunque redujera a dos los elementos que conformaban sus viandas. En este detalle, por ejemplo, hallamos una diferencia fundamental respecto a las personas que por desgracia sí sufren la enfermedad anteriormente citada. Sólo es necesario contemplar una fotografía en la que se la puede ver, elegantemente vestida y ya con su inseparable turbante, comiendo con una inusitada fruición unas deliciosas ostras en un plato rebosante. Da gusto verla, sinceramente.

Por otra parte, no hay que olvidar que de un modo más directo y menos glamuroso su delgadez era una consecuencia de la sífilis contraída en África (infectada por su propio marido, el barón Blixen) y por los fuertes dolores estomacales que se le fueron manifestando cada vez con más frecuencia a lo largo de su vida. Quienes los han sufrido (entre los que me incluyo) en esas crisis interminables prefieren morir antes de inanición que comerse una langosta thermidor.

Hay personajes, ya sean reales o de ficción, y sobre todo pasa en la literatura, que no podemos imaginar sin el acompañamiento de su delgadez. Isak Dinesen es uno de ellos. Ahí también quedaron el ilustre don Quijote de la Mancha o el acomplejado Franz Kafka. Sus aventuras o sus escritos respectivamente no hubieran sido de tal calibre ni de tan altos vuelos con sobrepeso.

viernes, 16 de abril de 2010

Patrick Modiano, La calle de las bodegas oscuras


¿Cómo llegué a tener conocimiento a finales de los ochenta de Patrick Modiano? La respuesta es sencilla: gracias a la pasión que sentía hacia este autor francés un profesor de inglés de mi antiguo instituto de bachillerato. Durante mi primer año allí, decidí apuntarme a un taller de lectura. Cada mes se nos proponía un libro (allí conocí a Raymond Carver, por ejemplo) y luego, fuera del horario lectivo, nos sentábamos en un aula vacía a comentar todo lo que nos había parecido la lectura y su autor. Tengo un recuerdo entrañable de aquel tiempo y de aquellas citas mensuales en “petit comité”.

Actualmente hay un tímido resurgir de la obra de Patrick Modiano. Esto se debe principalmente a que una de las más importantes editoriales de nuestro país ha decidido publicar sus obras más recientes y reeditar algunas pasadas con nuevas traducciones. Éste es el caso de la novela Rue des boutiques obscures, que en 1978 le valió al autor galo el prestigioso premio Goncourt, todo un empuje para su carrera literaria a los 33 años. Sin embargo, ya llevaba cinco novelas a sus espaldas y, aún más, la primera de ellas apadrinada por Raymond Queneau, muy buen amigo de su madre. La obra citada llegó a mis manos en la primera traducción realizada en 1980 por la editorial Monte Ávila con el nombre de La calle de las bodegas oscuras. A día de hoy se puede encontrar en las librerías bajo el sello de Anagrama titulada Calle de las tiendas oscuras.

Hace unos años y con casi dos metros de altura, a Patrick Modiano se le solía ver pasear sin ningún rumbo concreto por ciertos barrios de París. Tras el reencuentro con algunas fracciones de su pasado, entraba en el café más próximo y comenzaba a escribir a pluma, un método que no ha sustituido por las nuevas tecnologías. Analizaba, absorbía y meditaba sobre el presente y sobre el pasado, y cómo el primero normalmente y sin remordimientos disfraza al segundo de un modo en ocasiones casi inapreciable, pero lo justo para que las voces y los ecos que nos llegan solo sean sombras de lo que realmente aconteció. Tanto su vida personal como su trabajo literario reflejan un continuo buceo en ese pasado reciente pero desconocido para él, tratando de discernir una luz a la que aferrarse entre toda la oscuridad que se cierne sobre aquellos acontecimientos lejanos.

El corpus principal de su obra se centra en la época de la ocupación alemana de Francia. Si lo pensamos bien, Modiano nace el mismo año en que finaliza la Segunda Guerra Mundial. Podríamos decir que sus novelas siempre son la misma novela, pero vista desde perspectivas diferentes, con nuevos detalles. En ese sentido, me recuerda mucho a la obra de Juan Marsé por dos aspectos fundamentales: el primero por escribir siempre la misma novela y el segundo por el período histórico escogido. Sin embargo y a continuación, debo decir que el estilo que emplean ambos autores nada tiene que ver el uno con el otro. Si en Marsé toda la obra está elaboraba y revisada y vuelta a revisar, y sus frases son verdaderas piezas de orfebrería, en Modiano la primera apariencia es la contraria. Todo fluye de una manera a veces demasiado onírica, sin tanta concordancia interna, con frases breves y contundentes. Sin embargo, logra atrapar al lector como pocos autores lo hacen, con un prosa que se nos queda en el recuerdo para siempre.

Como curiosidad y para finalizar comentar que esta novela está dedicada a su padre, Albert Modiano, contra quien décadas más tarde, en su obra autobiográfica Un pedigrí, arremeterá sin miramientos. Cosas de la vida.

viernes, 4 de diciembre de 2009

Manuel Rivas, Los libros arden mal


La obra de Manuel Rivas tiene música. Su obra narrativa, periodística y, sobre todo, poética está construida, elaborada y urdida con las más variopintas melodías. El tono puede ir desde la delicadeza de un beso hasta la contundencia de un episodio cruel de guerra. Pero si lo lees en voz alta, si te plantas en medio de la habitación y haces la lectura de cualquiera de sus textos, tus pies pueden arrancar a bailar solos.

Las páginas de Los libros arden mal nos recuerdan que Manuel Rivas se nos acerca tras haber escrito años atrás el relato La lengua de las mariposas y la novela El lápiz del carpintero, si bien armado con más herramientas literarias, con un cincel más contundente a la hora de retratar situaciones y personajes, incluso con más malaleche si se me permite. Obra coral y sin demasiadas concesiones a la sensiblería, logra alcanzar un estado de madurez en la literatura del autor gallego que solo habíamos podido apreciar también en algunos de sus últimos poemas. Porque, ante todo, es en la obra poética de Manuel Rivas donde podemos ver la evolución en su oficio como escritor.

Siempre he comentado con los amigos y conocidos que soportan de vez en cuanto mis desvaríos y verborreas literarias, que Manuel Rivas me recuerda demasiado a Alessandro Baricco, sin que esto pretenda ser una crítica. Al contrario, desea ser una loa. Admiro el saber hacer de ambos autores, el mezclar la poética en una prosa sin que chirríe en cada párrafo. Si bien el turinés nunca ha publicado un poemario, su manera de enfocar la acción narrativa adquiere un prisma lírico inconfundible al igual que ocurre en la obra de Manuel Rivas. Tanto uno como otro son capaces de mostrarnos una escena repleta de sordidez de un modo que tan solo la literatura de calidad es capaz de transformar en algo que nos sacuda más el alma que los intestinos. Pocos escritores hoy en día son capaces de hacer este acto de prestidigitación.

Aparte de como escritor a este habitante de la Costa da Morte lo respeto como persona. Su solidaridad, su proximidad a la gente que se le acerca con una obra suya bajo el brazo, su generosidad al comprometerse con todos los que amamos la tierra, lo alejan del arquetipo de autor ególatra y egocéntrico que no ve más allá de su autoalimentado halo. Su sencillez y esa timidez tan característica en él que hace que su mirada se pierda en un punto indeterminado fuera de la observación de su interlocutor, su voz entrecortada, que apenas sale como un murmullo y que nos habla como si recitara uno de sus versos, lo hacen único y carismático.

De Manuel Rivas hay que leerlo todo, porque todo tiene importancia, y deberíamos estar atentos a sus nuevas publicaciones, porque pocos libros ocupan hoy las abarrotadas estanterías de las librerías y nos susurran al oído de nuestra conciencia el secreto de la tierra y de la mismísima naturaleza humana.

viernes, 16 de octubre de 2009

viernes, 2 de octubre de 2009

Gerald Durrell, Las mejores historias sobre perros

Dedicado a Nina, que llena mi mundo de ternura

Difícilmente me viene a la mente un animal que posea más personalidad que un perro. Quien ha tenido uno en su hogar, sin importar la raza a la que perteneciera, lo lleva en su mente durante toda su vida. Por descontado, me refiero, como continuaré refiriéndome, a todos aquellos que amamos a estos insustituibles compañeros. Su presencia, su carácter, su nobleza, nos toca el lado más sensible de nuestro ser, a veces como pocos conocidos entre nuestros congéneres han logrado hacer. Todos los autores que habitan con sus historias en este volumen recopilado por Gerald Durrell se intuyen amantes de los perros y, lo que es más importante, admiradores suyos. Modestamente me uno a ellos, en el amor hacia estos seres capaces de lo más extraordinario, claro está, no en el talento literario, por descontado.

En mi caso, pronto se cumplirán siete años desde que una traviesa y juguetona cocker spaniel color negro-fuego entró como un verdadero torbellino en mi vida. (En estos momentos escribo estas palabras con ella acurrucada a mi lado. De tanto en tanto se levanta y me solicita alzándose sobre sus patas traseras su ración de carantoñas. Una vez satisfecha me deja escribir un rato más y ella vuelve a sumirse en su duermevela.) Recuerdo perfectamente ese día, el día de nuestra presentación. Fue un cruce de caminos insospechado, carente de cualquier lógica si se mira fríamente desde el tiempo. Es más, aquel encuentro nunca debió producirse: yo deseaba un gato. Todo esto me confirma que la vida es totalmente imprevisible y ésta es una de sus muchas demostraciones.

Entre todos los relatos destacaría el de Jack London, uno de los autores que contribuyó a mi despertar literario. Por lo tanto, mi elección puede deberse más a motivos sentimentales que artísticos. Dicho esto, lo que resulta indiscutible es que este escritor norteamericano sabía muy bien lo que escribía, algo imprescindible para elaborar una obra sólida, creíble y de calidad. Había vivido y padecido las vicisitudes del mundo indómito, de lo salvaje, de la supervivencia en parajes en los que pocas personas serían capaces de aventurarse. Sus personajes y, sobre todo, los perros que aparecen en sus narraciones tienen una fuerza que nadie, ni antes ni después de mister London, ha conseguido plasmar sobre una hoja en blanco.

Otros autores, como G. K. Chesterton, Virginia Woolf, Rudyard Kipling, aportan su particular visión narrativa sobre el universo canino. Todos aquellos que disfruten con la presencia de un perro disfrutarán con la compañía de este libro y con la lectura de los relatos que lo componen. Sus páginas están plagadas de imágenes que perdurarán en nuestro imaginario como los recuerdos que tenemos de nuestras propias mascotas.

Cuando puedo dedicarme a leer tranquilamente al anochecer, en la quietud de mi hogar, con las luces de las farolas del parque que se filtran entre el follaje de los árboles, Nina acostumbra a dormir a mi lado, pegada a mis pies. Ambos notamos, respectivamente, la respiración del otro. A veces sueña y comienza a agitarse, lanzando débiles gemidos que no llegan a ladrido y moviendo las patas como si corriera tras un pájaro. Yo levanto la mirada del libro (de éste que te aconsejo, por ejemplo) y sonrío al verla que en sueños es feliz y que vuelve al arroyo por el que hicimos la excursión la tarde anterior, cuando saltó al agua persiguiendo el rastro de una familia de patos que instantes antes ocupaban la orilla cercana y que levantaron el vuelo al vernos venir.

viernes, 25 de septiembre de 2009

Georges Simenon, El hombre que miraba pasar los trenes

Seamos francos: No comparto la opinión de la mayoría de admiradores de Simenon cuando afirman que éste no se encuentra lo suficientemente valorado literariamente y cuando alzan el grito al cielo acusando que no ganara en su vida al menos un mísero premio Goncourt. Sinceramente, en el parnaso de los escritores, Georges Simenon tiene lo que se merece, ni más ni menos. Aún demasiado, a mi modesto modo de ver. Se trata de un autor prolífico, excesivamente prolífico, y esto se nota. ¡Vaya si se nota! Solo de la serie en la que aparece el comisario Maigret se cuentan más de setenta novelas. Decenas de otras novelas. Decenas y decenas de relatos. Miles de artículos. Y todos ellos, sin excepción, invariablemente, adoptan intrínsecamente la musicalidad de un telegrama. Más que obras acabadas se asemejan al primer bosquejo que un escritor hace para tantear el terreno, antes de acometer con todo su talento el asalto definitivo a la obra.

Porque, ¿de qué estamos hablando? ¿De cantidad o de la calidad? Y que nadie me venga a estas alturas con la conocida monserga de que en la cantidad está la calidad. Seguro que a estas alturas del artículo más de un admirador del amigo belga me habría saltado gustosamente a la yugular. Y lo entiendo. Sólo diré en mi defensa que ya no tengo con los escritores mi paciencia de antaño. Ya doy pocas oportunidades. Si a la segunda página la historia no funciona, cierro el libro y a probar suerte en otro. Pensándolo bien, hallar buenas lecturas sólo es cuestión de suerte y azar. Ni si quiera la consagración de los autores es sinónimo de acierto.

Sin embargo, quisiera resaltar un pasaje que encuentro soberbio, cuando el protagonista, Kees Popinga, aún era un conciudadano ejemplar, antes de convertirse en el criminal más buscado de este hemisferio. “No se hubiera permitido pensar oficialmente que existía algún lugar en el mundo donde se pudiera estar mejor que en su propio hogar. Precisamente por eso, cuando oía pasar un tren y sorprendía dentro de sí una extraña angustia que podía parecerse a la nostalgia, se ruborizaba”. Creo que estas palabras son lo mejor del libro, por lo demás muy entretenido... Pero también lo deben ser las obritas de Corín Tellado (con todos mis respetos y quitándome el sombrero), pero lamentablemente tal dama nunca ganará, al igual que el belga, un galardón literario de envergadura que premie la calidad de la obra publicada.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Arthur Conan Doyle, Las aventuras de Sherlock Holmes


DECÁLOGO DEL BUEN NARRADOR

(Tomando como referencia una obra literaria como la que nos ocupa)

  1. Debemos tener siempre presente el único mandamiento del narrador: entretener al lector.
  2. No hagas leer a los demás lo que nunca leerías tú.
  3. El narrador debe narrar. Obvio pero difícil de aplicar.
  4. La verborrea solo sirve para... No sirve en realidad para nada.
  5. Nunca escribas sin tener nada que decir. Para eso, mejor que te calles y dejes a los profesionales.
  6. Una historia nace con un número determinado de páginas. Ni una más ni una menos. Acortar o alargar en exceso este límite nos conduciría irremediablemente al fracaso más estrepitoso. (Las narraciones aquí citadas de Conan Doyle rondan las 20 páginas y su rotundidad se halla precisamente en la mesura tomada.)
  7. El narrador es hermano del prestidigitador: construyen magia desde el engaño, desde una falsedad, se hace ver algo que en realidad nunca ha existido ni existirá. Lo peor que le puede pasar a ambos es que el público descubra cuáles han sido los entresijos del truco.
  8. Como en todo arte, lo sublime se encuentra en el detalle.
  9. La genialidad siempre está unida al trabajo.
  10. Que amemos la literatura no conlleva que tengamos dotes de narrador. Serlo es un don que muy pocos tienen. Plantéatelo seriamente antes de comenzar a sufrir ante tu falta de talento. Este punto debería ser el primero y no el último.