Cuando empezó a redactar el manuscrito de Estudio en escarlata, el joven Arthur Conan Doyle, que por aquel entonces todavía no alcanzaba la edad de treinta años, nunca llegó a imaginar que su recién personaje creado acabaría devorándole. Por descontado, la figura imperecedera que acababa de nacer no fue otro que Sherlock Holmes. Desde entonces (corría el año 1887), jamás en la historia de la literatura se produciría un divorcio tan evidente entre autor y personaje. Mr. Conan Doyle llegó a odiar literalmente a Mr. Holmes. Es más, le deseó su muerte y se la provocó, aunque más tarde – por ruegos del público y de la propia madre del escocés - tuviera que resucitarlo de una manera no muy ortodoxa.
A bote pronto, si hiciéramos una especie de encuesta sobre el grado de popularidad de ambos (no me extrañaría que ya se hubiese hecho; estos ingleses son únicos haciendo clubes, encuestas y comentarios sarcásticos), con toda seguridad saldría vencedor la criatura por delante del creador. En la historia de la literatura no serían ni los primeros ni los últimos. Ahí tenemos el fragante caso de una casi desconocida Mary Shelley y un recurrente monstruo de Frankenstein para la industria del cine.
Y lo cierto es que en muchas ocasiones, a pesar de su popularidad, el personaje de Sherlock Holmes cae mal. Me explicaré. La arrogancia de la que hace gala en muchos momentos ralla hasta tal extremo la egolatría tan desenfrenada que resulta imposible tener un ápice de cariño hacia tal máquina intelectual perfecta (seguramente así se definiría a sí mismo). Por ese motivo, mi voto recaería indiscutiblemente en su autor.
Si no ha quedado claro ya, lo diré una vez más: las lecturas que aquí voy colocando me sirven de excusa para hablar de lo que me da la gana. Y me apetece recordar un episodio, tal vez tragicómico, que mantuvo en vilo a toda Inglaterra y que puso en entredicho las facultades mentales de sir Arthur Conan Doyle. Fue el caso de las hadas de Cottingley.
Quizá debiera poner al lector en antecedentes. No será la primera ni la última vez que alguien que ha perdido a un ser querido recurre en su fuero interno a la creencia de fenómenos paranormales para sentir de nuevo esa presencia añorada. El hijo de Arthur Conan Doyle falleció durante el transcurso de la Primera Guerra Mundial. Consternado, el afligido padre comenzó a asistir a reuniones espiritistas durante las cuales creyó en varias ocasiones que su primogénito se ponía en contacto y le hablaba desde un supuesto más allá. Pocos fueron los que se atrevieron a romper el espejismo alrededor del cual parecía vivir. Una de las pocas personas que sí tuvieron el valor de hablar claramente con él y proclamar que todo aquello no eran más que patrañas organizadas por gente sin escrúpulos dispuesta a sacar beneficios económicos a partir del dolor ajeno no fue otro que un mago, el más grande de todos los tiempos, Harry Houdini. Ambos habían trabado una buena amistad, pero con el transcurso tiempo y a causa de la obcecación que mostraba el escritor respecto al espiritismo, ésta comenzó a resentirse hasta prácticamente romperse.
En 1917 Elsie Wright (13 años) y su prima Frances Griffith (10 años) mostraron al mundo una serie de fotografías en el que ambas niñas aparecían retratadas en medio del bosque de Cottingley. Este hecho en sí no tiene nada de particular si no consideramos que alrededor de las niñas aparecían una serie de diminutas figuras que muchos de nosotros sólo hemos visto ilustrando algunos de los mejores cuentos de los hermanos Grimm o de Hans Christian Andersen. La impresión que debió tener Conan Doyle al ver nada más ni nada menos que hadas en compañía humana tuvo que ser memorable. A raíz de entonces, mientras muchos se dedicaron a desenmascarar el fraude de esas dos pequeñas farsantes, el ya ilustre autor comenzó una cruzada a favor de la verosimilitud de esos retratos y, por ende, de esos seres hasta entonces fantásticos. Durante largas décadas reinó la división de opiniones; incluso durante los años ochenta los laboratorios de Kodak hicieron una serie de pruebas a dichas fotografías para comprobar su autenticidad. Sus especialistas sencillamente llegaron a la conclusión de que si había algún tipo de trucaje en los negativos, ellos eran incapaces de apreciarlo. (También debemos tener en cuenta la edad que por entonces tenían esas dos supuestas tramposas y que en aquella época la palabra Photoshop sólo podría sonar a un nombre gracioso para una tienda de marcos londinense.) Pero, cosa curiosa, una de las niñas, en su vejez, confesó que las imágenes estaban trucadas; según ella eran pura farsa y nunca creyeron que la broma llegaría tan lejos. Sin embargo, la otra parte siempre aseguró que todo aquello había sido cierto. ¿A quién deberíamos creer? La mente nos susurrará que la primera tiene razón, el corazón nos murmurará que la segunda está en lo cierto. Arthur Conan Doyle murió creyendo firmemente en que lo que habían fotografiado Elsie y Frances era tan auténtico como el sol que cada atardecer vemos ponerse en el horizonte.
Volviendo, para acabar, al libro, dejaré tres apuntes, tres fragmentos de diálogo que pronuncia el propio Sherlock Holmes:
1º El título de Estudio en escarlata lo obtenemos del propio detective, quien, tras enunciarlo, continúa: Nos encontramos con el hilo rojo del asesinato enzarzado en la madeja incolora de la vida, y nuestro deber consiste en desenmarañarlo, aislarlo y poner a la vista hasta la última pulgada.
2º Holmes al doctor Watson, frente un momento de desasosiego de este último durante el caso que tienen entre manos: Se halla envuelto en un misterio que actúa como estimulante de la imaginación; donde la imaginación está ausente no hay horror posible.
3º No tiene importancia alguna lo que usted haga en este mundo – me respondió con amargura mi compañero -. La cuestión es lo que puede usted hacer creer a los demás que usted ha realizado.
viernes, 10 de octubre de 2008
Arthur Conan Doyle, Estudio en escarlata
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1 comentario:
Increíble la historia de las hadas, aunque personalmente creo que las cosas, las personas o hechos, si realmente la gente quiere creerlo aunque sea una falsa, se convertirá en una especie de realidad. Porque cuanta gente habrá que realmente cree que Holmes realmente existió? Quien sabe...
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