Cuentan, no sé si con buena o mala fe, que Joseph Conrad, a pesar de llevar décadas como súbdito británico, nunca perdió su acento polaco. Era un hombre de un carácter un tanto peculiar. Tanto podía permanecer rodeado de personas en el más absoluto silencio durante horas, como deleitar a ese mismo grupo con una narración a viva voz que nada tenía que envidiar a sus más afamados escritos. Lo que nadie discute es que la prosa que nos dejó es la más perfecta de cuántas se hayan impreso en lengua inglesa.
Otro aspecto que le endosan las malas lenguas (bueno, dejémoslas en traviesas, que son las mejores) es el descuido en lo cotidiano. Comentan que Jessie, la mujer con la que compartió siempre la vida, debía tener ojo avizor a cualquier descuido por parte de su marido y de los cigarrillos que constantemente lo acompañaban. En más de una ocasión hubo de salvarle in extremis de incinerarse en vida o, aún peor, de quemar la casa entera y a la familia al completo. Sin embargo, hay un detalle que siempre me ha gustado de él y que me ha producido una tierna afinidad personal: constantemente tenía detalles inesperados con su mujer y cuando acababa uno de sus libros era con la primera persona con quien lo celebraba. (Estoy harto de tantos casos misóginos y onanistas en las letras.)
Nuestro autor, cuyo verdadero nombre era Josef Konrad Korzeniowski, nació en 1857, en Ucrania. A su padre lo habían desterrado de Polonia por revolucionario, un ostracismo que alejó a la familia de la tierra natal. Joseph Conrad siempre fue un extranjero en todas partes. Fueron muchos los lugares del mundo que visitó, sin sentirse nunca natural de ningún país en particular. A lo largo de su vida (al menos en su primera parte, la más vigorosa de cualquier hombre) fue un verdadero aventurero, un auténtico lobo de mar, por lo que cuanto nos relata en sus narraciones rezuma veracidad párrafo tras párrafo.
El corazón de las tinieblas, la obra más célebre de Joseph Conrad, fue publicada íntegramente en 1902 (anteriormente, en 1899, había comenzado a salir por entregas). En 1889 el propio Conrad vivió una experiencia parecida a la que se narra en el extenso relato (llamémoslo así), al menos en lo que respecta a la aventura fluvial africana. Podría decirse que este libro sencillamente es la narración que el marinero Marlow les hace a los tripulantes del bergantín Nellie sobre una misión pasada a bordo de un vapor en busca de Kurtz. Todo el argumento podría reducirse a la travesía a través de un gran río sinuoso que lleva hasta el corazón de África, hasta Kurtz, un personaje enigmático, velador de muchas esencias de la vida, traficante de marfil, entre otras muchas cosas. “Penetramos más y más espesamente en el corazón de las tinieblas”, podemos leer. Y más adelante: “Nosotros nos arrastrábamos hacia Kurtz”. Y aunque el relato pueda resumirse en pocas palabras, al mismo tiempo nunca tan pocas páginas han dicho tanto y tratado aspectos tan esenciales del alma humana. El relato en sí, en su totalidad, es un canto a la humanidad y a la inhumanidad, todo al mismo tiempo, al son de la misma música tocada por el hombre, capaz de lo mejor y de lo peor.
No me gustaría obviar el sentido del humor que manifiesta el propio Conrad en algún pasaje dentro de una obra a priori tan tremenda, misteriosa y oscura. Es el momento en que Marlow les hace el siguiente comentario a sus compañeros de travesía: “¡Excelentes tipos aquellos caníbales! Eran hombres con los que se podía trabajar, y aún hoy les estoy agradecido. Y, después de todo, no se devoraban los unos a los otros en mi presencia”. En privado que hicieran lo que les viniera en gana, pero no delante suyo. ¡Qué consideración por parte de aquellos salvajes medio esclavizados! Si esto no pertenece a lo mejor del humor inglés, que venga la reina Victoria y lo vea.
Tampoco me gustaría acabar sin dejar el que considero uno de los párrafos más bellos y evocadores que nunca se ha escrito. Que este comentario lo acabe el propio Conrad es para mí todo un honor, más del que me merezco. Se trata de uno de los pocos momentos de pausa que se toma el narrador de la aventura (que no el narrador del relato, pues está narrado en primera persona, alguien que estaba allí, vamos, junto a Marlow)... “Hubo una pausa de profundo silencio, luego brilló un fósforo, y apareció la delgada cara de Marlow, fatigada, hundida, surcada de arrugas de arriba abajo, con los párpados caídos, con un aspecto de atención concentrada. [Y aquí viene lo bueno, cerrad los ojos e imaginaos la escena.] Y mientras daba vigorosas chupadas a su pipa, el rostro parecía avanzar y retirarse en la oscuridad, con las oscilaciones regulares de aquella débil llama. El fósforo se apagó. [¡Os imagináis una escena más preciosa y precisa para reflejar ese momento de sosiego y de pausa por parte del narrador, antes de ponerse de nuevo a contar cosas que nos podrán el bello de punta! ¡Os imagináis a su público alrededor, en la oscuridad, atentos, conteniendo el aliento, esperando el instante en que su voz sonara de nuevo retomando la historia!... Me gusta pensar que yo estuve allí y que fue inolvidable.]”
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