viernes, 23 de enero de 2009

Walter Bonatti, Montañas de una vida

Cuando, entre los entendidos en el tema, se oye el nombre de Walter Bonatti en medio de alguna conversación, los presentes no pueden más que asentir reverencialmente con la cabeza. Bonatti ha sido el mejor alpinista de todos los tiempos. Nadie lo pone en duda. Desde luego una aseveración tan rotunda difícilmente puede hacerse en ningún otro campo del deporte, de la vida en general. Porque, en verdad, lo que le otorga ese punto de genialidad a Bonatti es haber hecho posible lo imposible movido por una imperiosa necesidad vital.

Walter Bonatti nació en Bérgamo, Italia, en 1930, a los pies de sus amados Alpes. Su infancia y adolescencia no fueron especialmente fáciles. Recordemos que fueron años muy duros, bajo la dictadura de Mussolini y el estallido de la Segunda Guerra Mundial. El propio Bonatti en el libro que nos ocupa hace la siguiente referencia: “Tenía diez años y, desde entonces, todos los momentos de la adolescencia que aún me vienen a la mente están marcados por el hambre. El hambre de un chico de diez a quince años hay que haberla sentido para poder comprenderla”.

Inició su carrera en las vertientes que el Grigna comienza a elevar al norte de Bérgamo. Siempre buscó los picos más difíciles, las vías más inhóspitas, nunca escaladas por ningún hombre. Sobresale su ascensión a la pared este del Grand Capucin en 1951, un prodigio de verticalidad que numerosos y reputados alpinistas habían tratado de conquistar pero sin éxito alguno. Él sería el primero en atacarla con su ansia y fortaleza extraordinaria y hacerla suya.

De aquella primera época me gustaría destacar su amistad con Andrea Oggioni. Fue su compañero de cordada durante años, siempre y cuando Bonatti no fuera por libre y sorprendiera al mundo con una de sus conquistas en solitario. Walter Bonatti siempre creyó profundamente en la condición humana, cosa que más adelante, después de la experiencia del K2, haría que conociese lo mejor y lo peor de ésta. Junto con Oggioni, en 1961, inició el ascenso del Pilar Central del Frêney. En su aproximación se encontraron con una expedición francesa formada por cuatro montañeros muy competentes. Ambos grupos decidieron unirse para atacar una de las paredes más temidas del Mont Blanc. Sin embargo, el tiempo les jugó una mala pasada y se encontraron atrapados durante días haciendo un vivac angustioso. La montaña los tenía atrapados y no les dejaría escapar tan fácilmente, sin ningún sacrificio. Esas son las reglas del juego. Cuando la situación se convirtió en desesperada, el propio Bonatti decidió tomar la iniciativa y dirigir al grupo en el descenso. Cuando cruzó su mirada con Oggioni supo que éste se encontraba muy mal; aquellas condiciones habían sobrepasado los límites físicos y psíquicos para cualquier ser humano. A la desesperada, Walter Bonatti y Pierre Mazeaud, jefe de cordada de los franceses, deciden dejar al resto del grupo para alcanzar el refugio más cercano y pedir ayuda. Finalmente, con todas las penurias imaginables, llegan exhaustos. Dentro del refugio hay un grupo de guías que “en principio” habían salido para ayudarles (más adelante el propio Bonatti denunciará cómo éstos los habían abandonado a su suerte). Cuando Bonatti se recupera poco a poco, alguien le comunica que del equipo francés dos de ellos habían muerto. A continuación le dicen que Andrea Oggioni también ha muerto. Es el único momento en la narración de Walter Bonatti en el que le vemos hundirse. Bonatti se echa a llorar.

A pesar de no ser himalayista sino alpinista (sus genialidades las desarrolla en los Alpes, concretamente en algunas de las más temibles y todavía vírgenes paredes del Mont Blanc), realiza dos hazañas nada despreciables tanto en el K2, al principio de su fulgurante carrera, como en el Gasherbrum IV, muchos años más tarde. Corría el año 1954 y en Italia se organiza una expedición nacional para conquistar el K2. Entre la élite de alpinistas seleccionados para tan importante empresa se encuentra Walter Bonatti. Una vez en los últimos tramos de la ascensión, se decide que Lacedelli y Compagnoni sean los que ataquen la cima. El resto del equipo deberá ayudarles en todo lo posible a conseguirlo. Las condiciones climatológicas hacen mella en casi todos. Bonatti narra en su libro algunos pasajes en los que podemos apreciar ese esfuerzo, esa lucha para lograr superar los límites, alcanzar lo imposible. A esa altitud Bonatti es el único en condiciones para ayudar al tándem de asalto. Se carga las bombonas de oxígenos que estos necesitarán para alcanzar la cima y se hace acompañar por el hunza Mahdi (algo parecido a los sherpas del Nepal). Pero cuál sería la sorpresa de ambos que donde deberían estar las tiendas de Lacedelli y Compagnoni no hay nada. Comienzan a gritar sus nombres. Pero nada. Las condiciones de la montaña empiezan a recrudecerse. Para colmo pronto oscurecerá. Mahdi desea bajar, pero Bonatti le hace ver que es necesaria la carga de oxígeno que llevan para que sus compañeros logren el ansiado objetivo. Siguen ascendiendo, tratando de averiguar dónde podrían haber instalado el último campo. Oscurece. Gritan los nombres de Lacedelli y Compagnoni. Nada. Mahdi comienza a maldecir en su lengua y, perdiendo en juicio por momentos, trata de realizar él solo el descenso. Sin embargo, Bonatti lo agarra a tiempo para impedir que unos metros más allá se precipitase en el vacío. Oyen unas voces, son ellos, pero ¿de dónde vienen?, ¿dónde han colocado el campo? Todo se salía de lo que se había hablado y acordado. Bonatti y Mahdi, a gritos, les dicen que bajen a ayudarles, que les lleven a las tiendas… Pero lo que sigue es el silencio. Los han dejado solos. Sin otra opción, deben prepararse para pasar la noche en vivac, a la intemperie, a más de 8.000 metros de altura. Bonatti excava un hoyo en la nieve y ambos se meten en él. Mahdi sigue desvariando y comienza a sufrir congelaciones. Bonatti le da todo el abrigo que puede proporcionarle; él mismo se tiene que golpear las piernas con su piolet para que la sangre le circule. No debe dormirse, eso sería fatal, no despertaría. Atisbando las primeras luces del alba, dejan las bombonas de oxígeno allí e inician el descenso, con lo que Lacedelli y Compagnoni conseguirán más tarde la cima. Pero el precio que deberán pagar Mahdi y Bonatti será muy alto. El primero sufrió las consecuentes amputaciones en manos y pies a causa de las congelaciones, y el segundo una herida en el corazón por todo lo que representa la miseria humana. Durante años se le acusará, de la manera en ocasiones más surrealista, a Bonatti de haber actuado egoístamente y haber puesto en peligro temerariamente la vida de varias personas. Pero el tiempo pone a cada uno en su lugar. A Walter Bonatti se le exculpó de todas esas acusaciones y se le reconocerá que su acto fue fundamental para subir la segunda montaña más alta del mundo y la más peligrosa.

Lo acontecido en el K2 hace que Bonatti se plantee abandonar el alpinismo. Ya nunca más podrá confiar en el hombre. Pero llega 1955 y en agosto decide afrontar uno de los mayores retos que hasta la fecha ningún alpinista habría osado ni siquiera imaginar. Walter Bonatti se lanza en solitario al pilar suroeste del Dru. Transcurrirán cinco días de vertiginosa ascensión, durmiendo en vivac colgado sobre un increíble precipicio. Para lograr su objetivo tuvo que salvar una infinidad de problemas técnicos sobre la roca. Además de tener que cargar el solo con todo el material. Recordemos que estamos en la década de los cincuenta, cuando todavía se hacía un alpinismo tradicional y los avances tecnológicos aún no habían mancillado el concepto de lo imposible, de lo que el hombre era capaz de hacer por sí solo, de poner a prueba sus propios límites. Antes de llegar a la cima del Dru, cuando logra vislumbrar la meta narra: “Las manos se han vuelto indoloras, las clavijas y los estribos entran de nuevo en funcionamiento de manera brutal. Una lastra de granito de un quintal, aproximadamente, se desprende por sorpresa, removida por una clavija que intento colocar. Me golpea por un lado, machacándome la pierna izquierda, pero las manos no sueltan la presa. Me siento como invadido por una fuerza desconocida para mí mismo y subo salvando placas lisas y considerables extraplomos, también en escalada libre”. Después de su conquista, esta pared del Dru será llamada Pilar Bonatti.

Durante la siguiente década, Walter Bonatti hará una tras otra una larga serie de proezas que lo alzarán definitivamente como el mayor alpinista de todos los tiempos. Pero llega un momento en que decide poner fin a su carrera. Sólo tenía 35 años y detrás de él dejaba una larga lista de consecuciones de imposibles. Para poner la guinda a su trayectoria decide hacer una vía por la pared norte del Matterhorn en solitario y en invierno, nada más ni nada menos, algo que algunos habían intentado y fracasado. No creo que sea necesario decir que una vez más se sale con la suya. Era 1965 y, aunque algunos años más tarde vuelve a su mítico Mont Blanc (el capítulo Un retorno posee una belleza narrativa del paisaje que recorre como pocas veces he leído en libro alguno), se despide saliendo por la puerta grande, con miras a otros horizontes más lejanos y no por ello menos sugerentes y aventureros.

Lo que más me fascina, personalmente, de Walter Bonatti es su fortísima personalidad. “He escalado montañas imposibles para conocerme mejor y para encontrar mi dimensión verdadera”. Y aunque estas palabras también podrían salir de un ser con un carácter acentuadamente egoísta, Bonatti en ningún momento pierde el lado más humano, el más cándido y generoso. “Cada uno es producto de sus propias limitaciones, de sus propias experiencias y de su propia forma de ser, en relación, naturalmente, con la época y las condiciones en las que ha vivido. Por ello, no se debería valorar a nadie prescindiendo de estas condiciones”. Si observamos con atención su manera de actuar y de enfocar su propia vida, descubriremos una sabiduría que todos nosotros deberíamos aplicar en nuestras vidas cotidianas. Serían menos grises y anodinas y se cargarían de color y emoción, de eso no me cabe la menor duda.

Como último colofón a esta lectura tan apasionante, me gustaría recordar las palabras que Walter Bonatti dedica en las últimas páginas del libro a su manera de ver el alpinismo y, por ende, la vida en general: “Lo imposible y lo desconocido son dimensiones de la montaña, no deberíamos suprimirlas. Lo imposible, para que tenga sentido, debe ser vencido, no destruido. Son la mente recta y el corazón firme los que llevan lejos, no sólo la fuerza atlética. Tampoco hay que hacer nada heroico. Heroico, en todo caso, es seguir siendo uno mismo y mantenerse íntegro”.

viernes, 9 de enero de 2009

Fred Vargas, Huye rápido, vete lejos

“París, una ciudad invadida por el miedo. El comisario Adamsberg investiga las apariciones de unas extrañas inscripciones en las puertas de un edificio parisino: un cuatro invertido y debajo tres letras, CLT. ¿Una mente diabólica, una broma o una amenaza? Joss, un viejo marino bretón, recibe misivas que le avisan dónde estarán las siguientes pintadas. Pánico, rumores, rencor, asesinatos y desconfianza tejen esta memorable intriga policíaca.” Éste es el resumen que reza en la mayoría de referencias de la obra Huye rápido, vete lejos.

Fred Vargas, pseudónimo de Frédérique Audouin-Rouzeau, nació en París en 1957. La serie del comisario Adamsberg la ha convertido en una de las autoras de novela policiaca más leídas en la actualidad.

Una correcta novela para sobrellevar estos días de frío al abrigo de una buena manta. (Sin embargo propongo otra opción: la excelente novela de Domingo Villar Ojos de agua -que ya leí hace un par de años-, donde el inspector de policía Leo Caldas y su ayudante Rafael Estévez prometen convertirse en un clásico de este género.)

viernes, 5 de diciembre de 2008

Charles Dickens, Almacén de antigüedades


Siempre he sentido preferencia por aquellos autores que además de ser grandes escritores también son excelentes narradores. Porque no hay que confundir en literatura ambos términos. A decir verdad, hay infinidad de aceptables escritores que son pésimos narradores. El arte de narrar va un poco más allá de tener un amplio vocabulario y trazar frases sintácticamente correctas. La narración tiene como una de sus principales funciones la de hechizar, siendo ésta hermana gemela de la prestidigitación. Los magos en ambos casos (el del escenario y el del papel) sólo consiguen el aplauso si por unos instantes logran que todo aquello que pasa ante los ojos o la imaginación del público toma vida propia, se hace creíble y lo maravilla.

Para todos aquellos que amamos la narración, leer a Dickens siempre es un regalo. Yo, personalmente y ante todo, me considero lector. Sin embargo, cuando nos sumergimos en las páginas de cualquiera de sus historias, además de saciar nuestro apetito de lectores sobradamente, hace que crezca dentro de nosotros un ansia por narrar episodios que conmuevan tanto como aquellos que aún, pasadas las horas, nos hacen temblar. Charles Dickens es el gran cobijo para todo buen lector y la gran meta para cualquier aspirante a narrador.

En estas líneas sólo quisiera destacar la gran maestría de Dickens para esbozar personajes y cargarlos de vida y la manera tan prodigiosa en que consigue que unos se relacionen con otros. Aunque se le han atribuido imperfecciones como escritor (algo que también sucedió y sigue sucediendo con Dostoievski), la historia siempre coloca a cada uno en su lugar… Y en la historia de la Literatura no iba a ser menos. Hoy en día, un siglo y medio después de su presentación por entregas (modo habitual de publicación de Dickens, de ahí sus más que comprensibles “faltas” literarias) todos recordamos y volvemos una y otra vez a obras como Los papeles póstumos del Club Pickwick, Oliver Twist, David Copperfield, Tiempos difíciles, Grandes esperanzas, Historia de dos ciudades o, la que aquí presento y que me ha ocupado en plenitud el mes de diciembre (lectura lenta, pausada, saboreando y recreándome en cada uno de sus párrafos), Almacén de antigüedades, entre otras muchas. Todos sus personajes permanecen en nuestro imaginario como si se tratasen de viejos amigos a los que volvemos a ver y disfrutar de su compañía después de mucho tiempo.

Charles John Huffam Dickens nació en 1812, Portsmouth, Inglaterra. Murió en su personal y reinventado Londres en 1870. De su vida destacaría un episodio que lo marcaría para siempre como hombre y como escritor. Dickens nunca olvidaría, a pesar de la infancia feliz que muchos le endosan, cuando de pequeño tuvo que trabajar para sustento de su familia en una fábrica de betún. Por ese motivo no sorprende encontrar entre las páginas de Almacén de antigüedades el siguiente comentario del narrador de la obra: “Me da pena ver a los niños ocupando un lugar como personas mayores”.

Breve comentario, pero sincero y eternamente agradecido. De Dickens ya se ha dicho demasiado y muy bien.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Bohumil Hrabal, Trenes rigurosamente vigilados

Trenes rigurosamente vigilados es, tal vez, la obra más atípica de Bohumil Hrabal dentro de su narrativa, quizá debido al tratarse de la menos experimental o tal vez al no estar impregnada de principio a fin de su tan característico pesimismo. Lo que sí la asemeja al resto de sus novelas es el trazado tan personal con el que esboza a sus personajes y tan evidente en el protagonista de esta breve pieza.

Bohumil Hrabal nació en Brno en 1914, considerada la segunda ciudad más importante de la República Checa. Para entender la obra y la vida del autor no podemos obviar el periodo que le tocó vivir. Su nacimiento coincide con el estallido de la Primera Guerra Mundial y su formación académica con el transcurso de la Segunda. Por ello, su formación personal atiende y se nutre de este periodo bélico en el que su país siempre desempeñó un papel crucial durante ambas trifulcas. No obstante, y como muy bien señala su traductora al español Monika Zgustová, Hrabal desecha cualquier recuerdo pesimista de este periodo de opresión, no guarda rencores para con los ocupantes; muy al contrario, agradece este lapso de tiempo en el que las instituciones públicas permanecen adormecidas, entre ellas la universidad de Praga donde estudiaba Derecho, como una vía de escape, una concesión de libertad frente a la rigidez y la dedicación académica. Durante estos años en los que Alemania convierte la región en uno más de sus protectorados, Bohumil Hrabal trabajará en una estación de trenes.

Y es así cómo arranca esta novela y el desinterés que adopta el joven protagonista ante todo lo que le rodea. La ocupación está llegando a su fin y lo único que parece importarle al personaje es su uniforme tan lustroso de ferroviario y sus aspiraciones de llegar a ser factor. Y si miramos un poco más allá, analizando el fresco de personajes que aparecen y desaparecen en las vicisitudes del joven, no podemos más que pensar en dos grandes figuras de la literatura checa de la primera mitad del XX (esto también lo apuntaba muy bien Zgustová): Franz Kafka y Jaroslav Hašek. Toma la esencia de ambos y, amasándola a su gusto, da un paso más allá. Mediante la pericia de su prosa y su propia experiencia vital, hace que las obras de estos dos gigantes confluyan en la suya propia. De Kafka encontramos los laberínticos tejemanejes burocráticos, las puertas de nuestros superiores que se van sucediendo una tras otra sin ver un fin (¿hay una puerta final?, ¿un jefe supremo?), el sinsentido de muchas decisiones que vienen de estamentos invisibles y que determinan inexorablemente nuestro destino y nuestro fin. Por otra parte, de Hašek, y particularmente de su gran obra El buen soldado Švejk, descubrimos la burla y la mofa hacia cualquier cosa trascendente, imperan las aptitudes bienintencionadas y la ebriedad que adormece la razón, todo ello dirigido a las mismas instituciones que nos atemorizan en los relatos kafkianos. En resumidas cuentas, Hrabal esboza temas en apariencia trágicos desde la comicidad que siempre lleva consigo la condición humana.

Otro aspecto determinante en la obra de Bohumil Hrabal, aquello que la hace única y original, es que vivió y escribió desde la humildad. Siempre quiso estar rodeado de los personajes que gustosamente cedían sus anécdotas para que el escritor las incluyese en sus novelas. Y su humildad era necesaria para que funcionase el tú a tú imprescindible en su estilo, en el cual el autor no se puede poner por encima de sus criaturas y retratarlas desde la distancia. Es necesario implicarse, palpar las miserias y las alegrías, arremangarse las mangas y ponerse manos a la obra, aunque no se resulte siempre agradecido tal esfuerzo.

Se ha especulado mucho acerca de su muerte. Cada uno que saque sus propias conclusiones. La mañana del 3 de febrero de 1997 se cayó del quinto piso del hospital en el que se encontraba. Se había puesto sus mejores galas (los pantalones tejanos que tanto le gustaban) y daba de comer a unas palomas en el alféizar de su ventana.

viernes, 21 de noviembre de 2008

Juan Marsé, Rabos de lagartija

Era un deber personal hablar algún día sobre la obra y la figura de Juan Marsé. Son muchos años los que llevo bajo su tutela, un aprendizaje a través de su narrativa que me ha hecho disfrutar de la lectura de sus novelas como aprender técnicas básicas en el difícil y tan a menudo ingrato oficio de la escritura. Porque como muy bien decía Manuel Rivas: un ingeniero sigue siendo ingeniero aunque en su vida ingenie nada, pero un escritor deja de serlo si no escribe. Y podemos, incluso, ir un poco más allá, como dictaminó Truman Capote: “Dejé de divertirme cuando descubrí la diferencia entre escribir bien y mal, y luego hice un descubrimiento más alarmante aún: la diferencia entre escribir bien y el verdadero arte. Una diferencia sutil, pero feroz.” La elaboración de una pieza de ficción requiere esfuerzo, tesón y talento, y entretanto no está de más mirar de reojo a los grandes para tomarles prestadas algunas de sus mejores bazas. Y confieso que entre los muchos escritores a los que profeso respeto y atención el que encabeza la lista, con una considerable ventaja sobre el resto, no es otro que Juan Marsé.

Soy consciente que si el propio Marsé leyera estas líneas y comprobara con una de sus características muecas de escepticismo que un tipo como yo le está endosando el sambenito de maestro en estas lides literarias, se echaría inmediatamente las manos a la cabeza. Vayan por delante mis disculpas. Su sonrojo ajeno es mi sonrojo íntimo. Pero he de confesar que con ningún otro artículo disfrutaré tanto como con éste. Producido el primer atisbo de bermellón en nuestras mejillas ya no me importa que éste vaya aumentando en tonalidades y calenturas.

Comenzaría destacando que Rabos de lagartija es una novela de aparecidos y ausentes, narrada por alguien que todavía no ha nacido. A su protagonista, David Bartra, nos lo presenta su propio hermano nonato (en un futuro de nombre Víctor), es decir, el narrador en el momento de la acción se encuentra dentro de la madre de ambos, Rosa, o como suelen llamarla, la pelirroja. Este punto de vista técnico resulta muy eficaz a la hora de representar toda la memoria colectiva de una época (Barcelona en los años cuarenta), ya que confluyen memorias y recuerdos y suposiciones de los que sobrevivieron a una confabulación de militares y asesinos. En esta recopilación de memorias todo es válido y auténtico, aunque lo que éstas dicen jamás haya pasado exactamente igual en la realidad. Son muchos los recuerdos que van apareciendo página tras página, vivencias verdaderas o inventadas, o una mezcla de ambas en la mayoría de los casos, como la figura de David empuñando un cortaplumas mientras desciende el torrente, por donde escapó en su día miserablemente su propio padre, a la caza de una lagartija a la que cortará su rabo y unirá con el resto que lleva en el bolsillo.

Y como en un torrente, como si se enarbolara en metáfora la imagen que se abre tras la puerta trasera de la casa en la que la familia Bartra malvive realquilada, propiedad del doctor P.J. Rosón-Ansio (uno de los innumerables “ausentes” que produjo la guerra), desfilan ante los ojos del lector personajes como los ya mencionados, el amigo de David, Paulino, el inspector Galván, colado por la pelirroja, sin olvidarnos de Chispa, un perro que dejan al cuidado de David (su dueño es otro “ausente”) y al que sólo una de sus cuatro patas mantiene en este mundo. Precisamente la suerte de Chispa marcará el rumbo de la trama de la novela, si se me permite semejante ñoñez.

Mención aparte merecen los aparecidos, de gran importancia en la obra. Entre ellos figuran el padre de David, que escapó de las fuerzas del orden, torrente abajo, con el culo ensangrentado y una botella de coñac en la mano, el hermano mayor, fallecido durante un bombardeo en plena ciudad, y el piloto de la RAF, que aparece en una portada de la revista Adler junto a su avión abatido con los brazos en jarra, mientras dos soldados alemanes le apuntan con sus metralletas. Con todos ellos David irá estableciendo encuentros y diálogos tan reales como con aquéllos que aún se cuentan entre los vivos y presentes.

En cierta manera y por edad, el personaje de David se asemeja al de Néstor, co-protagonista junto con su tío, Jan Julivert Mon, de Un día volveré (sin duda es la novela que yo me llevaría a una isla desierta). Ambos hacen gala de una insolencia y de una chulería innata ante aquellos que representan la autoridad represiva del momento. Llevado más allá de la adolescencia, ese desparpajo chulesco acaba plasmándose en la figura del Pijoaparte, que hace su aparición en Últimas tardes con Teresa, una obra muy anterior a las anteriores. Y, sin embargo, estos tres personajes nada tienen que ver con la candidez que transpira el Daniel de El embrujo de Shanghai, que sí que guarda en cambio muchos puntos en común con Rabos de lagartija a través de la maraña de elucubraciones sobre el paradero del padre ausente o fugitivo.

Estos apuntes me hacen recordar un par de digresiones que no quiero dejar pasar. Vamos con la primera... La mayoría de personas que vivimos en este país y procedemos del bando de los derrotados, siempre hemos tenido la necesidad de saber qué fue lo que realmente sucedió como para que un fantoche como el generalísimo estuviese casi 40 años dirigiéndonos con sus manos ensangrentadas e instaurando una institución tan tenebrosa como el franquismo. Siempre me acordaré de las visitas a mi abuelo paterno, cuando ya tenía una edad para plantearme ciertas dudas y exponérselas con el arrojo necesario. Durante la guerra preparaba los aviones de combate. Dejaba montadas las ametralladoras entre otros detalles determinantes para el piloto. Cuando entraron los nacionales e iniciaron su particular purga en el campo de aviación (reunir a todos aquellos que destacasen allí por algún motivo y ya suponemos lo que seguía a continuación), mi abuelo se hizo con una escoba y alegó que él allí sólo se encargaba de limpiar aquel barrizal que entre unos y otros se empeñaban en dejar como unos zorros. De no ser así, hubiese acabado como el desafortunado grupo de rojos apresados, por lo que gracias a aquel embuste salvó su trasero y el del resto de generaciones, entre las que actualmente me cuento.

Y la segunda digresión... También recuerdo una temporada en que para sufragar mis estudios universitarios combiné éstos con un trabajo de camarero en un bar de barrio, al que si lo hubiesen visto muchos calificarían de bar de mala muerte. Todas las tardes me quedaba solo al otro lado de la barra atendiendo a un nutrido corrillo de peleles y desalmados. Normalmente los cotilleos se iniciaban una vez el parroquiano al que se le pretendían sacar los trapos sucios nos había dado la espalda y se había ido a tomar viento fresco. Esas voces en ocasiones hacían referencia a un hombre que por entonces rondaría los setenta, y aunque no recuerdo su nombre, sí su aspecto. “Ese había sido en sus tiempos un gris de cuidado, un secreta, uno de esos tipos que zurraban de lo lindo”. Ahora de gris no iba, pero tenía ese aspecto de caballo percherón que supongo se les queda a todos aquellos que disfrutaron del suculento cobijo del régimen. Allí sólo aparecía de tanto en tanto para llamar por el teléfono del bar, sin llegar a consumir nunca nada. Las únicas palabras que cruzábamos eran para que le cambiara en monedas algún billete grande que sacaba cuidadosamente de su cartera. Luego aferraba el auricular y, por lo que pude llegar a escuchar, comenzaba a realizar transacciones de artículos de poca monta con almacenes dedicados a la venta al por mayor. De matarife gris la vida lo había reconducido a un gris comercial para su sustento y supervivencia. Cosas de la vida… Y cosas de aquel régimen de marionetas rotas que ensalzaba el lema (que no se la creían ni ellos) de ¡Una, Grande y Libre!

viernes, 14 de noviembre de 2008

Czeslaw Milosz, Poemas


Lo mejor que tiene la lectura es el conocimiento expansivo que nos transmite. Quiero decir que uno lee a Dickens (y amamos sus novelas) y de refilón se entera de que era colaborador y amigo de un tal Wilkie Collins (del que también llegamos a amar sus novelas). La literatura no deja de ser un complejo sistema de vasos comunicantes. Un autor nos lleva a otro autor, una obra a otra obra, una época a otra época; el lector inquieto siempre anhela moverse entre lecturas inquietantes. Busca, se nutre y saca sus propias conclusiones.

Conocí la obra de Czeslaw Milosz, no porque en 1980 ganara el premio Nobel de Literatura, sino a raíz, muchos años después, de que cayera en mis manos un libro de poemas de Raymond Carver. Si la mayoría del público conoce a este último autor por los relatos que tanto han influenciado en las corrientes literarias actuales, también fue un notable poeta, aunque no tan publicitado en este campo como en el de la prosa. En este poemario al que hago referencia, citaba unos versos de Milosz que desde entonces se han convertido en mis preferidos (siempre los llevo en la cartera, anotados en una pequeña hoja que ya languidece del uso, ajada del trote propio de un medio de transporte tan fatigoso como éste). El poema se llama Dádiva, está fechado en 1971 y dice así:

Un día muy feliz.
La niebla se levantó pronto, trabajé en el jardín.
Los colibríes se demoraban entre las madreselvas.
No había cosa en la tierra que yo deseara poseer.
Sabía que no merecía la pena que envidiase a nadie.
Cualquier mal que hubiera sufrido, lo olvidé.
Pensar que una vez fui el mismo hombre no me molestaba.
En el cuerpo no sentía dolor.
Cuando me estiré, vi el mar azul y velas.


Esto me hace recordar un poema mío, titulado Poética, que llegó tiempo después, claramente influenciado por los versos de Milosz y de Carver (la tonalidad del primero, la temática del segundo y entre tanto mis propias conclusiones, como al principio mencionaba)…

Mientras bebíamos café en sofisticados vasos de papel cartón
sentados uno frente al otro en un concurrido fastfood,
dejaste caer la pregunta, como si no viniera al caso en aquellos momentos:
¿Dónde se encuentra para ti la poesía? Sé que preparaste el terreno
idóneo para que mi respuesta surgiera sincera, pues ya la conocías.
Antes de contestarte, te enseñé la mariposa que había estado moldeando
con las asas de mi vaso. Y tú pareciste darte por satisfecho.


Además de un excelente poeta, Czeslaw Milosz fue un sobresaliente narrador. Su novela El valle del Issa es una pieza deliciosa, tan evocadora y delicada, que sentimos la certeza de que esas imágenes surgen necesariamente de una mente poética. En ella se dan la mano vivos y muertos, habitantes y aparecidos, en una convivencia perfectamente creíble. Si a esto le sumamos que el protagonista del relato es un niño lituano (aquí se presentan más que posibles apuntes autobiográficos), el conjunto acaba tomando un cariz idóneo para que nos adentremos en un imaginario personal y local desde una de las perspectivas más recurrentes y, si se sabe tratar bien, más cautivadoras de la ficción: la narración a través del filtro de la infancia, un maravilloso calidoscopio hecho palabras.

Quien mejor ha resumido la figura y la obra de Czeslaw Milosz ha sido el poeta irlandés Seamus Heaney, también laureado con el Nobel en 1995: “Milosz será recordado como alguien que mantuvo con vida la idea de responsabilidad individual en una edad de relativismo. Su poesía reconoce la inestabilidad del sujeto y nos muestra una y otra vez la conciencia humana como un ámbito de discursos contendientes, mas no permite que esta concesión niegue el mandato inmemorial que nos conmina a la firmeza moral y de espíritu.”

Posdata: Czeslaw Milosz, escritor polaco, nació en Lituania en 1911 y murió en Cracovia en 2004. Como en el caso de otros grandes autores del XX, su longevidad vital y su pensamiento lúcido nos permiten vislumbrar entre las sombras el gran fresco que constituyó el siglo que dejamos escasamente atrás.

viernes, 7 de noviembre de 2008

Michael Ondaatje, Las obras completas de Billy el Niño

Uno de mis escritores preferidos es, sin duda, Michael Ondaatje. Siempre me he sentido identificado con su maravillosa poética. El lirismo de su prosa subyuga mi imaginación de un modo sólo parecido a como han conseguido hacerlo las primeras obras de Alessandro Baricco y, en cierta manera, la trilogía de la frontera de Cormac McCarthy. Porque antes que narrador, Ondaatje es poeta. Su primera colección de poemas, titulada The Dainty Monsters, data de 1967 y hasta la fecha lleva más de diez publicadas. En español sólo hay una edición bilingüe de su poesía publicada por Hiperión (Escrito a mano) y que además corre el riesgo de quedar pronto descatalogada.

Las páginas de sus novelas bien podrían estar dentro de uno de sus poemarios. Si esto es algo apreciable en la mayoría (El blues de Buddy Bolden, Cosas de familia, En una piel de león, El paciente inglés, El fantasma de Anil o la reciente Divisadero), aún lo es más en su primeriza Las obras completas de Billy el Niño. Aunque esta obra apareció en 1970 no ha sido hasta 38 años después cuando ha aparecido traducida al español. Si algo nos caracteriza a los lectores de Michael Ondaatje es la paciencia con la que tenemos que ver publicadas sus obras y buscar en librerías de viejo aquéllas que en su día lo fueron pero no tuvieron la fortuna de llegar a una segunda edición, desapareciendo del mercado sin ningún tipo de remordimiento por parte de los editores.

Ondaatje utiliza la figura de Billy el Niño y el paisaje del Far West americano para elaborar esta obra totalmente inclasificable. En una reciente entrevista, el propio autor ya dejó muy claro su modo de trabajo: “Para escribir necesito un tiempo, un paisaje y un lugar”. Mezcla de prosa, poesía y fotografía, nos introduce en la persecución que emprende Pat Garrett de Billy el Niño y su banda. El primero, perseguidor incansable, psicópata reinsertado en el cargo de sheriff, acabará dando caza y muerte al legendario forajido. Y es a través de éste último por quien nos llega una serie de versos - en ocasiones sórdidos y desesperanzadores, a veces reflexivos e intimistas – que se encadenan perfectamente con el resto de piezas de la obra. Si bien al principio resulta aparentemente inconexa esta amalgama de estilos literarios, al final acabamos percibiendo una imagen completa, un fresco de voces en el que la imaginación del lector participa realizando la conexión oportuna.

Este tipo de estilo más adelante será un referente en su obra. En la narración las voces se dan paso unas a otras sin ningún orden concreto. Y un tiempo cede su puesto a otro tiempo. Y un lugar se transmuta en otro lugar tan lejano como extraordinariamente desconocido, inquietante y sugerente.

Michael Ondaatje nació en 1943 en Sri Lanka, la antigua Ceilán. Poco antes de cumplir veinte años se trasladó a Canadá, donde vive desde entonces y donde ejerció como profesor universitario. Sin embargo, es reiterativo en su obra una introspección a su tierra natal, allí donde transcurrieron sus primeros años, aquéllos tan decisivos en la vida de cualquier persona. Debemos tener presente que la infancia y la adolescencia de un autor son la fuente, el germen, de su futuro corpus literario. En los siguientes versos (y a modo de conclusión) se puede apreciar esa mirada atrás, esa nostalgia tan necesaria para todo el que quiera elaborar una obra sólida y evocadora…

La última palabra cingalesa que perdí
fue vatura.
La palabra que significa agua.
Agua de selva. El agua de un beso. Las lágrimas
que derramé por mi aya Rosalin al dejar
el primer hogar de mi vida.